Mercedes Salisachs
La gangrena
… un mal que los roe por dentro,
una gangrena que tal vez se llame vivir.
(Frase leída en un libro de ensayo.)
No voy a defenderme: soy culpable. He arrastrado mi culpa desde la infancia. Tal vez por eso, mucho antes de que ocurriera el siniestro yo intuía ya que, algún día, iba a encontrarme en la encrucijada actual.
Era algo así como una lacra prematura, una prenoción insistente: una de esas ráfagas de aire medio cálido que, al apuntar la primavera, parecen sumergirnos en el verano.
No podría precisar cuándo lo supe con certeza; la evidencia crecía al margen de mi conciencia. Era algo natural dentro de lo más antinatural del mundo. Lo cierto es que, al convertirse en un hecho consumado, ni siquiera me extrañó. Había ocurrido. Estaba allí: con todas las agravantes, todas las consecuencias y todo el horror que yo venía esperando.
Con frecuencia me entra la tentación de culpar a Serena, a los Moraldo, a los intocables: a todos los que, de algún modo, han contribuido a roturar la tierra. Pero, debo reconocerlo, la semilla era mía, sólo mía.
La nebulosa empieza con mi padre. Dicen que murió cuando yo era niño (demasiado pequeño para recordarlo). Sin embargo muchas veces he pensado que todo cuanto se refería a él acaso fuera una tremenda mentira, perfectamente urdida para evitarme complejos.
En todo caso a él (sea quien fuere) le debo parte de la semilla. A él y a mi madre y a mis abuelos y a toda esa legión de seres que, de alguna forma, han colaborado a que naciera tal como soy.
O mejor dicho: «tal como fui», porque luego vino lo demás: el ambiente, las presiones, la lucha, la interminable carga de elementos ajenos a mi propio ser: eso que nadie puede asir, pero que aceptamos o rechazamos, según crecemos y respiramos.
En cuanto a mi padre, siendo yo muy niño, suponía un interrogante para mí. Luego cambié. Era imposible poner en duda el breve pero fecundo paso por la tierra del heroico doctor Hondero, muerto en aras de la profesión, allá por los años veinte, cuando la epidemia de la peste.
Por otro lado, si fuerzo mucho la imaginación, consigo evocar un bigote espeso que me cosquilleaba al besarme y unas manos rechonchas totalmente exclusivas: dos detalles inequívocos que no se acoplan a ningún otro personaje de mi infancia.
También recuerdo un aroma «suyo», una mezcla peculiar (entre ácida y dulzona) a cigarro, a gomina y a formol.
Los restantes recuerdos viriles vienen condicionados al tío Rodolfo.
No sé aún por qué lo llamaba «tío». Desde siempre tuve la certeza de que aquel hombre jamás había pertenecido a la familia.
Aseguraba que mi padre y él habían sido amigos desde la época escolar y que más tarde habían cursado juntos sus estudios en la Facultad de Medicina.
– Un hombre excepcional -decía el tío Rodolfo-. Uno de esos personajes que a lo largo de la vida se cuentan con los dedos de la mano.
Fueron los relatos del tío Rodolfo los que consiguieron darme una imagen viva de mi padre: mucho más viva que la que conseguía mi madre cuando se lanzaba a hablarme de su marido. Casi siempre se limitaba a enseñarme las fotografías de su época de estudiante. Allí estaba él junto al tío Rodolfo. Era un hombre delgado, de mirada soñadora y sonrisueña, que por mucho que pretendiese dar la sensación de vivir, llevaba clavada en su persona el estigma de la muerte. Más de una vez intenté sacar algún parecido entre aquel fotografiado-muerto y yo. Jamás lo conseguí. Naturalmente, había también una esquela. (Mi madre la había recortado del periódico para enseñármela algún día.) Su desconsolada viuda, doña Remedios Ruiz de la Argamasa y Borgoñán, hijo Carlos y la Institución Sanitaria Virgen de la Providencia ruegan una oración por el alma de ese gran héroe de la medicina, muerto en el duro cumplimiento de su deber . (Años más tarde hubieran sustituido el «muerto» por la palabra «caído».) Las esquelas de entonces eran grandilocuentes, abarcaban un buen pedazo de periódico y resultaban tremendamente dramáticas y exclusivas, como si cada difunto que figuraba en ellas fuera efectivamente una personalidad. Todas esas cosas y alguna más (por ejemplo la desvaída fotografía de su boda y la partida de mi nacimiento) disipaban rápidamente las dudas sobre mi origen. Sin embargo, el apremiante deseo de tener un padre de carne y hueso, no un fantasma heroico, me hacían cavilar sobre la posibilidad de que mi auténtico progenitor fuera el tío Rodolfo.
Era duro saber a ciencia cierta que aquel a quien yo debía llamar padre, se hallaba enterrado, olvidado y convertido en una simple esquela cursilona, o en una fotografía amarillenta o en un relato trasnochado: «Vivía para su carrera: no pensaba en otra cosa.» Y al hablar de su marido en aquellos términos, mi madre adoptaba cierto aire de celos retrospectivos, como si el despecho de saberse segundona en la vida de aquel hombre fuera más importante que su admiración por él. El tío Rodolfo rubricaba: «Fue un golpe duro para tu pobre madre; muy duro. Ni siquiera la dejaron acercarse a él después de haber muerto.» Así iba enterándome yo de la historia de mi primera infancia: a empellones de fragmentos y comentarios sin excesiva continuidad: «Una mujer valiente, tu madre, ¿sabes, Carlitos?» Se refería a las estrecheces que, al parecer, tuvo ella que soportar cuándo mi padre dejó de existir: «En este país ya se sabe: mucha gloria momentánea, mucho bombo y platillo… Luego: ahí queda eso.» Y mi madre añadía: «Si al menos hubiera sido más precavido… Pero la verdad es que el pobre Carlos era un manirroto: nunca pensó que podría morirse y dejarnos en la miseria.»
Fue a partir de aquella muerte cuando nos vimos obligados a abandonar el piso del Ensanche, para instalarnos en una vivienda modesta situada en la calle de Fernando: «Tenías que haber visto esta calle en la época de los abuelos: era el punto de reunión de los elegantes.» También mis abuelos habían muerto. Yo creo que entonces la gente duraba menos. O acaso nunca hubieran existido y toda la historia (incluida la peste bubónica) fuera un colosal embuste. Lo barruntaba cuando al querer indagar sobre mis parientes paternos, me contestaban con evasivas y se escudaban en el fácil recurso de la emigración. «Se marcharon a América a buscar fortuna. En España no quedan más Hondero que tú y el tío Baltasar.» Pero jamás conocí al tío Baltasar. Ni siquiera figuraba en la guía telefónica de Barcelona. Cuando hablaban de él (escuetamente y con cierta timidez), lo describían como un ser extraño, desarraigado de la familia y totalmente opuesto al carácter abierto y jovial de mi padre.
También la familia de mi madre se ocultaba, pero no entre nebulosas sino entre reproches. Su origen era madrileño y, por quedarse huérfana muy niña (mis abuelos se ahogaron en un lago suizo mientras hacían un viaje de placer), había vivido en casa de unos tíos con los que había suspendido toda clase de relaciones por lo mal que se portaron con ella: «Se oponían a mi boda», alegaba mi madre para justificar la ruptura. «Decían que tu padre era poco para mí.» El tío Rodolfo aclaraba: «Tu madre pertenecía a la nobleza.» Eso era bastante razonable. En aquella época los aristócratas guardaban distancias enormes con ciertas clases sociales. «Así que ya lo sabes, Carlitos: cuando seas mayor podrás rehabilitar un título.» Pero cada vez que el tío Rodolfo rozaba aquel tema, se le ponía la cara como de parodia y de los ojos le brotaba una guasa que desmentía rotundamente aquella posibilidad. Para él, el hecho de rehabilitar un título era siempre un acto grotesco propio de mentes atrofiadas por la vanidad. Y yo, inconscientemente, me asociaba a su escepticismo. El apellido de mi madre (altisonante y castellano) me dejaba frío, y los miembros de mi aristocrática familia me tenían sin cuidado. Al fin y al cabo, España entera estaba llena de Ruices . ¿Qué importancia podía tener que uno de los innumerables Ruiz hubiera parado en aristócrata? Esa forma de pensar me la imbuía el tío Rodolfo: no podía remediarlo. La nobleza, para él, debía medirse por otro rasero: el de la «honestidad», el de la «hidalguía laboral», y ningún título podía ser más importante que un título universitario. «A mí que no me den memos con tratamiento de excelencia. Prefiero un barrendero con garantías de señor.»
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