Mercedes Salisachs - La gangrena

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Premio Planeta de Novela 1975
La gangrena narra la vida de Carlos Hondero, desde su niñez en los años de la Dictadura hasta los años setenta, cuando se convierte en un hombre rico y poderoso, pero también la historia misma de España. Las mutaciones del alma (originariamente publicada como Bacteria mutante) retoma el mundo novelesco de La gangrena, cuando Lolita Moraldo, a los setenta y un años, recibe la visita de su viejo amigo Carlos Hondero, que fue el gran amor de su vida. La historia retrocede hasta la época en que se conocieron antes de la guerra civil. Patética historia de un amor frustrado, retablo de los ambientes de la buena sociedad y retrato del país en el curso de más de medio siglo, es una obra crucial en la trayectoria de la autora.
Por primera vez en un único volumen, La gangrena, este clásico de las letras españolas con el que la autora obtuvo, en 1975, el Premio Planeta, y Las mutaciones del alma (originariamente publicada como Bacteria mutante), que prolonga y amplía el mundo novelesco de La gangrena. Se trata de una de las obras más intensas de Mercedes Salisachs.

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Comencé a analizar a fondo a mi madre. Hasta entonces jamás se me había ocurrido que las madres fueran también analizables. Nunca supuse que se trataba de un ser humano como cualquier otro, con sus defectos, sus bajezas y sus servidumbres. La desilusión fue grande. Pronto cada uno de sus gestos y ademanes se me antojaron manidos y triviales. Por primera vez me molestaban sus labios húmedos, y aquel modo de limpiarse el resto de la sopa con la lengua para no manchar la servilleta, y su manía de separar los vasos del plato, aun cuando ella misma los hubiera colocado en la mesa, y aquellos suspiros que lanzaba sin motivo cuando nos quedábamos silenciosos, y su modo de apretarse el estómago con el codo para meter hacia adentro un hipotético rollo de grasa… Todo en ella iba cayendo sobre mí como una lluvia de plomo. También sus argumentos iban resultándome insoportables: «Por favor, Carlitos, no comas con los dedos: el infierno está lleno de criaturas malcriadas que comieron con los dedos.» Su concepto de la religión era así de fútil. Pero lo peor fue cuando se rozó el tema de los Moraldo: de pronto tuve una idea clarísima de su ética, de su endeble y servil modo de pensar. Empezó preguntándome cómo eran los padres de Paco. ¡Qué bien recuerdo aquel momento! Cosía ella junto al ventanal del comedor: en el halda descansaba un vestido que debía entregar aquella misma tarde, y sus dedos, ágiles y huesudos, manipulaban insistentes y vertiginosos en el pedacito de tela que sostenía entre las manos con esa especie de maestría rastrera y vanidosa.

– No lo sé -repuse-; los veo poco.

Dejó la costura en el halda y sus dedos quedaron inmóviles y contraídos, como los de un artrítico.

– Deberías esforzarte en mostrarte simpático con ellos.

Y yo, por no mirarle la cara, continué con la vista fija en sus dedos, cada vez más encogidos y agarrotados. Eran igual que diez percebes rígidos.

– El día de mañana pueden servirte para triunfar.

Lo dijo claramente. Tan claramente que a menudo, pese a los años transcurridos, sigo escuchando aquella frase. Quedaron sus dedos inmóviles hasta que oyó mi respuesta: la aguja suspendida entre el pulgar y el índice, la tela rosada del vestido, enrojeciendo sus yemas: «Diez percebes…»

– Ya me esfuerzo -respondí.

Atacó de nuevo la costura. Hincaba la aguja en la tela, tiraba del hilo; rápido, como queriendo recuperar el tiempo perdido.

– Así me gusta -contestó-. En la vida lo único que cuenta es alcanzar metas: la tuya ahora se llama Moraldo.

Tenía la impresión de que el hilo que introducía en el vestido nacía en mi cuerpo. No era un hilo. Era una cuerda: algo que tiraba de mí en cada puntada. Luego empezó a canturrear, aliviada, tranquila. Siempre rompía a cantar así cuando se sentía satisfecha o cumplía una misión importante. Y yo, repentinamente, me sentí avergonzado de aquel canto. Bruscamente, en aquel momento, dejó de ser la madre de mi infancia para convertirse en la costurera cotilla e intrigante con la cual yo debía convivir. Una de esas personas «quiero y no puedo» que se sumergen en la cursilería de un falso señorío.

Y llegaron las censuras: no podía evitarlas. Me dije que nadie con sentido común y medianamente decente vivía como estaba viviendo mi madre: de espaldas a la fe, hablando de Dios como si fuera un objeto remoto, pero eso sí: encendiendo lamparillas de aceite a la imagen de una Virgen cuando el peligro asomaba. Y, para reforzar mi teoría, volví a refugiarme en la religión: pero ya sin madre, sin mi incondicional cariño por ella, sin sentirme ligado a su vida: únicamente atado, con las ataduras de sus hilos y de sus agujas.

Por primera vez me sentí víctima. Era una sensación casi grata. Resultaba fascinante saberse limpio de culpa y atribuirla a los demás. Así busqué a Dios: es decir, lo tomé como excusa para desahogar mi protesta contra la vida y echar cargos contra los que me resultaban adversos.

El padre Celestino continuaba intrigado:

– A ti te pasa algo, Hondero.

No se equivocaba; me había metido de lleno en el mundo de los escrúpulos. Todo me parecía pecado: comulgar censurando a mi madre y no comulgar por haberla defendido a través de los que se encontraban en su misma situación; estar amable con el tío Rodolfo y no estarlo por rencor; agradecerle sus atenciones y despreciarlas por orgullo; tener envidia de sus hijos y desear que fueran ellos los que me envidiaran a mí… Además existían otras razones: mi despertar a la vida, mis terrible pesadillas nocturnas, la vergüenza de aceptar mi hombría siendo todavía niño… Mis conversaciones con Paco sobre mujeres. Los descubrimientos que ambos nos confiábamos en secreto, como si de hecho fuéramos dos amigos de verdad y ni él me odiara a mí ni yo lo odiase a él.

– Ya no estoy enfermo -respondí.

– No importa -dijo el padre Celestino-. Te veo hecho un lío y quisiera ayudarte.

– No sé a qué se refiere.

Sonrió con una sonrisa inédita en él: como de alguien que claudica, que espera ser comprendido y aceptado. Era una sonrisa suplicante, casi rastrera. Posó su mano sobre mi hombro y me sacudió ligeramente:

– Eres un buen alumno, hijo: sería una lástima que te estropearas…

– Procuraré no estropearme.

Lo dije con insolencia. Años atrás jamás me hubiera atrevido a responder de aquel modo a un cura. El padre Celestino frunció ligeramente el entrecejo, pero no se inmutó:

– ¿Qué te ocurre, Carlos?

Cuando quería sonsacarme algo me llamaba Carlos:

– La raíz, Carlos, la raíz: el mal arranca siempre de la raíz. Échala fuera. Vamos: sé franco.

Dudé: estuve a punto de claudicar y contárselo todo: «La raíz, la raíz…» Sabía yo muy bien que la raíz era mi madre, su posición equívoca, su amancebamiento disimulado con el tío Rodolfo, su gran mentira disfrazada de costurera… Después venía mi ambición: entonces la ambición era todavía vaga: todavía podía confundirse con un sano e inocente afán de medrar. Pero ¿cómo explicar todo aquello? Casi todo eran sensaciones: “ Fealings ” decían los ingleses. Y las sensaciones no tenían normas para ser expresadas. Era todo difícil, complicado. Salí del apuro como pude. Le dije la verdad a medias:

– Me atormentan los escrúpulos, padre.

Me invitó a sentarme junto a él. Se achicaba de nuevo para colocarse a mi nivel, para convertirse en mi amigo. Casi podía imaginarlo sin sotana, como un compañero de estudios, como un Paco inteligente y sin odio.

– Comprendo, hijo: esas cosas ocurren a tu edad.

Me habló crudamente, como jamás creí que un cura podía hablar. Luchaba denodadamente para ganarse mi confianza, ayudarme, confabular su apoyo con mis problemas. Me recomendó que no confundiera las tentaciones con las caídas; me explicó lo que debía hacer para vencer el temor: «Sé valiente: recibe a Dios sin miedo. Acéptalo como un padre: el que te falta. Dios conoce, comprende, perdona…» Insistió en que sólo las almas privilegiadas conocían la tentación. «También Cristo fue tentado, no lo olvides. Incluso por el desánimo…» Y al oírlo hablar todo se alisaba, todo recuperaba una lógica, una razón de ser.

– Pero si cayeras, piensa que lo importante no es la caída, sino levantarse otra vez. Levántate, Carlos. No pretendas huir de esa posibilidad…

Se refirió luego a la oculta naturaleza de los escrúpulos: «Muchas veces se producen por soberbia…» Era un sosiego grande oírle hablar. Sin embargo, entonces no me daba cuenta de lo importante que era tener aquel hombre al lado. Lo sé ahora, desde mi caos actual, ese frío caos, sin escrúpulos, pero lleno de realidades concretas y trepidantes. Y quisiera retroceder, regresar de nuevo a su voz, a su fuerza, a todo lo que la vida me fue quitando sin darme cuenta de lo que perdía.

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