Mercedes Salisachs - Adagio Confidencial
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La gangrena es más fruto del oficio que de la brillantez, este Adagio confidencial habla del reencuentro, veinte años después, entre Marina y Germán. Abundante diálogo, ambiente burgués, ciertos golpes de efecto que la acercan al folletín y también fácil y amena lectura son las señas de identidad que siguen fieles muchos lectores.
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– Y ahí está la estación del teleférico que conduce al castillo.
Todo es incoloro, como en las fotografías antiguas y como en los sueños. Todo se baña en un tinte gris.
Allá, a la izquierda, dejan el Palacio Nacional, con su museo románico y sus fuentes secas, completamente mojadas por la lluvia.
Pasan junto a la Font del Gat, el teatro griego, el Palacio de Deportes…
Y de pronto Marina recuerda que la cuerda floja está ya tensa, que nada ni nadie puede impedir lo que durante treinta años ha sido vedado. La conciencia de esa realidad llega hasta ella a ramalazos: con la violencia de la lluvia. Piensa: «Nada puede evitarlo.» Ni ella ni Germán son ya dos barcos a la deriva creyendo navegar hacia un destino seguro. Ni rayos ul-travioleta considerándose rayos de sol. La utopía ha dejado de existir. Son un hombre y una mujer, libres, dueños de sí mismos, con derechos, con facultades, con opción para manejar sus destinos sin tener que dar cuenta a nadie…
Dos vidas bifurcadas, atraídas la una a la otra por una fuerza superior a ellos, a su vo-luntad, a todo lo que ha venido imponiéndose año tras año.
Y se dice que resultaría insensato quemar nuevamente las naves, o dejar que la adver-sidad los devorase, como los había devorado cuando los derechos eran sólo obligaciones.
Ya no recuerda los argumentos que acaba de esgrimir. No quiere recordarlos: ¿Qué puede importar la edad cuando el tiempo deja de existir? ¿Dónde quedan los esfuerzos cuan-do el esfuerzo consiste en aceptar la separación? ¿Y el ridículo? ¿Qué significa esa palabra? Germán pregunta: -¿En qué piensas?
Marina sonríe. Introduce el coche en la gran avenida. Allá al fondo, hacia la izquierda, ve las oficinas de la Iberia, con sus columnas neorenacimiento y su parada de taxis.
– Pensaba en tu viaje y en nuestra calidad de paréntesis.
– Yo también -declara él-. Detén el coche junto a la oficina: voy a intentar cambiar mi billete. Marina reacciona. -¿Te has vuelto loco? -No: jamás me he sentido tan cuerdo. -¿Te olvidas de que Bruna ha muerto? -Al contrario. Lo estoy recordando desde que hemos salido del restaurante.
Marina vacila. Toda ella es un ascua de contradicción, de duda, de miedo y de espe-ranza. Tiene pleno conocimiento de que, en esos momentos, la vida entera (esos entrañables despojos de vida que todavía le restan) depende de su actitud, de su fuerza de voluntad, de sus palabras y de sus gestos.
Y, sin saber exactamente por qué, ve a Vilana. Ve a la mujer sin rostro, mirándola fija-mente, con ojos que no son ojos, sino reproches. Y escucha una voz que no es voz, sino la-mentos.
Y percibe la propia derrota, esa derrota que ha venido arrastrando durante toda su vi-da, clavada en Vilana, transferida a ella, sin remedio.
– ¿No me has oído? Detén el coche.
– No -dice ella-, no permitiré que cambies tu billete.
– Necesito continuar hablando contigo. ¿No te das cuenta? ¡Hay tantas cosas que acla-rar!
– Absurdo -insiste Marina-. Ya nos lo hemos dicho todo.
– Falta lo esencial.
No le pregunta a qué se refiere. La felicidad no le deja preguntárselo. Pulsa el acelerador y finge no haberle oído. Llegan a la Plaza de España. Sabe que hasta que no hayan salido de allí el peligro está al acecho. «No debo permitirlo…» Es urgente ganar tiempo, llegar pronto a la autopista.
– ¿No me has oído, Marina? Falta aclarar lo esencial.
Se nota acorralada. No sabe cómo salir del atasco. Un mundo de coches oprime el suyo. Y Germán insiste: «Por favor, Marina, las oficinas de la Iberia…»
Pero antes le había dicho: «Me gustó su nombre: era fonético y extraño. Sobre todo me gustó verla tan indefensa, tan necesitada de apoyo…» Y ella vuelve a pensar: «No es posible cimentar la felicidad propia sobre la desgracia ajena.»
– Mira -dice señalando lo alto del monumento-, la antorcha de gas está apagada…
Germán, ceñudo, no acaba de comprender lo que Marina le insinúa.
– ¿A qué te refieres?
Y la mujer sin rostro se va definiendo lentamente, muy lentamente. Se parece a Lucía. Tiene las mismas facciones, el mismo aire ingenuo, la misma decisión terca en la expresión de los ojos. Y se dice que pronto, muy pronto, Vilana-Lucía, va a convertirse en una mujer casada: una mujer respetable. Con derechos, con opciones, con capacidades jurídicas y pode-res legislativos.
– Lo que tú imaginas, Germán.
Germán no responde. Probablemente ha comprendido. Probablemente intuye que, aunque consiga prolongar su estancia en Barcelona, nada va a modificar la decisión de Marina.
Las oficinas de la Iberia quedan atrás. El coche se introduce en la autopista. Marina sabe que el peligro ha pasado.
Y también que resulta estúpido bordear peligros cuando se han cumplido ya cincuenta y cinco años.
21
De nuevo los altavoces con su música y sus mensajes. El ir y venir de los pasajeros. Los números de vuelo. El registro de equipajes. Y la lluvia. Sobre todo la lluvia.
Es lo mismo que si las siete horas transcurridas fuera de ese recinto no hubieran exis-tido. Todo, hasta el color del cielo, se parece a la imagen de la mañana.
Causa extrañeza no percibir a la mujer, de aspecto cansado, que sostenía a un niño en los brazos mientras una voz jovial y monocorde anunciaba la llegada del vuelo 331, proce-dente de Roma.
Germán ha pedido té y el camarero ha puesto dos tazas sobre la mesa, sin preocuparse del aspecto de sus clientes.
Seguramente se trata de un camarero poco curioso, acostumbrado a tratar con cualquier clase de parejas. Además, tiene demasiado trabajo para andar zascandileando y husmeando historias.
– Dentro de una hora estarás en Madrid -comenta ella.
– ¿Y tú, Marina? ¿Dónde estarás tú?
De nuevo ha posado la mano sobre la de Marina y de nuevo el calor que le comunica esa mano estrangula en ella el frío que lleva en el alma.
– ¿Qué sé yo? En cualquier parte.
– Me cuesta hacerme la idea de que voy a perderte otra vez.
Y ella bromea; debe bromear. No existe otra opción:
– Deberías estar acostumbrado -dice-. En nosotros eso de perdernos va resultando una enfermedad crónica.
Quieren reír, pero no lo consiguen.
– De todos modos -dice él-, agradezco al destino este encuentro.
– Yo se lo agradezco a Dios.
Germán no replica. Y Marina piensa: «También estos puntos de vista nos separan. Tam-bién ellos crean distancia. Sería imposible convivir con un hombre tan ajeno a mis ideas.»
– Siete horas para un recuerdo eterno… No es mucho -dice Germán.
– Es más de lo que yo esperaba -contesta ella-; nunca imaginé que volvería a verte.
Presiona él su mano. Dice:
– De ahora en adelante…
Marina no le deja terminar la frase. Con la mano que le queda libre, tapa los labios de Germán: los sella. Sabe perfectamente lo que Germán va a proponerle y se niega a escucharlo,-No, Germán, no hables del futuro. Hoy lo hemos anulado para siempre.
Besa él la mano que ha rozado sus labios. Mira luego la palma de esa mano detenidamente, como si quisiera leer su porvenir en ella.
– ¿Por qué, Marina? ¿Por qué?
Marina no responde. Piensa en los innumerables “porqués” que invaden la vida. En todo ese ejército de interrogantes que le declaran la guerra, que la nutren y la devoran; en todos los silencios que deberían ser gritos y en todos los gritos que se pierden en el silencio. Y también en que la vida es sólo un discurrir hacia otra cosa, otra fuente, otra luz. Algo que aún no comprende, pero que admite y espera.
Luego se ve a sí misma vagando, sola otra vez por esa vida extraña, la de la tierra, saturada de preguntas sin respuesta, recordando (¡Dios! recordando más que nunca): «Aquí estuve con Germán… Desde aquí miramos juntos el mar, y fa ciudad y la antorcha olímpica apagada…» Y se imagina regresando al restaurante, donde acaba de estar con él, únicamente para enfrentarse otra vez con el camarero (ese camarero que no ha cesado de mirarlos), para buscar en su retina la imposible repetición de lo que él ha visto. Y contemplar la silla de Ger-mán para pensar: «También él recordará esa silla y esa mesa y ese pollo que nos hemos comi-do…» -No preguntes: cíñete a los hechos. No queda otro remedio, Germán… Hemos llegado demasiado tarde a la meta.
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