– ¿Por qué no lo evitaste?
– ¿Cómo, Germán? Además no tenía derecho. Había en juego una fortuna inmensa y la vida (esa pobre vida nuestra) todavía se mide por ese tipo de cosas. Quizás algún día me lo hubieran reprochado y eso hubiera sido mil veces peor. -Mueve la cabeza de un lado a otro, se encoge de hombros-: Hay personas que nacen para derrotar y otras para ser derrotadas.
Pero tampoco esa frase destila amargura. Sólo cansancio. Un cansancio infinito. Marina respira hondo. Luego expele el aire como si echara fuera el cansancio que ha respirado.
– ¿Qué importa ya? Hay derrotas que pueden llegar a ser triunfos. No te quepa duda. Todo es cuestión de superarlas, de recordar que son temporales. ¿Sabes? Aquel que es capaz de pisar, indiferente, su propia derrota, la ha vencido radicalmente.
Germán intenta sonreír, pero no lo consigue. Probablemente está enfocando la infancia de aquellos tres hijos de Marina. Seguramente los ve aferrados a la falda de su madre, con-fiando en ella, pegados a ella, como tres cachorros deseosos de calor. Y quizá se recuerde a sí mismo envidiando aquellos tres hijos, viendo en ellos los que él no tenía ni jamás iba a tener. Y Marina se dice que, a pesar de cualquier desengaño o de cualquier desilusión, los hijos son necesarios, aunque al crecer nos ofendan y nos hundan y nos olviden. Son pedazos nuestros. Vidas nuestras. Muertes nuestras. Aunque nos los quiten.
– Después ocurrió lo de Lucía: ya conoces la historia.
Marina rechaza en seguida la evocación. Todavía es demasiado reciente y le duele en exceso.
– Luis y Carlos me visitan de vez en cuando: cumplen puntualmente con los ritos familiares. Almuerzan conmigo por Navidad, por Año Nuevo… Si estoy enferma y necesito algo, se ocupan de que no me falte nada. Nunca me han dejado en la estacada. En medio de todo, eso me consuela. Tengo la certeza de que, en ellos, encontraré siempre una ayuda. Pero no me pertenecen. No, Germán, ya no son míos. Pasaron a ser propiedad exclusiva de Rosa-rio, de los Cebrián, de sus inmarcesibles y ridículos principios…
Y ni siquiera se avergüenza de mostrarse ante Germán como una mujer vencida, una pobre vieja sin más compañía que su reloj disparatado, sin más patrimonio que el horror de su pasado y sin más porvenir que una socorrida pero insignificante galería de arte.
– Ya ves en lo que paró aquel encuentro nuestro en la costa catalana.
Y se pregunta qué hubiera sido de su vida sin aquel encuentro. Germán no sabe qué re-plicar. Probablemente se nota tan ridículo como la arteriosclerosis de Rosario.
– Te queda el consuelo de saberte inocente.
Marina vuelve a sonreír, pero esta vez sin rémoras:
– ¿Crees de verdad que fui inocente? No, Germán, no lo, fui. Nadie es verdaderamente inocente.
Germán no contesta. Y Marina comprende que en ese silencio le está dando la razón. Consulta ella el reloj de pulsera. Reacciona, vuelve al presente de improviso.
– Deberías pedir la cuenta -dice-. Va siendo hora de ir al aeropuerto.
Germán hace una seña al camarero. Viene éste con un plato en la mano. Le entrega la cuenta y espera.
Germán extrae su cartera. Paga.
– Muchas gracias, señor.
Se levantan los dos a un tiempo. El mar queda allí, tras la vidriera, tumultuoso, verdus-co, con sus dragas abiertas y sus barcos oscilantes.
Atraviesan el vestíbulo en silencio, miran distraídamente el cuadro de la izquierda: es la reproducción fotográfica de un grabado.
– Barcelona antigua -comenta Germán. No se parece a la de ahora. Marina dice: -Tal vez algún día, en algún restaurante, pongan la fotografía de la ciudad actual, como un mode-lo de antigüedad…
– ¿Crees que será mejor que la de ahora? -No -dice ella-, será peor. Siempre el futu-ro es peor que el pasado. Tal vez por eso el hombre se empeña siempre en enmendar la plana al presente. No podemos sustraernos a la esperanza de vencer ese futuro y mejorarlo, aunque sepamos de antemano que vamos a fracasar.
Suben la escalera despacio, desgajados de sí mismos; envueltos en frío y en recuerdos. De nuevo los estudios de televisión; la acera que circunda el edificio, rodeada de coches. El de Marina ha quedado junto al portal del restaurante: aislado, con cúmulos de hojarascas pegados a las ruedas. Ya no corre el viento, pero el frío persiste. Germán apoya su mano en el brazo de Marina. Suavemente la empuja hacia la balaustrada. La ciudad está ahí, a sus pies, con su ayer, su presente y su pequeño pero inolvidable anteayer. Todo en miniatura. Úni-camente las tres chimeneas de la fábrica de electricidad destacan recias y firmes entre la masa informe de casas.
– ¿Y ahora qué? -pregunta él. Marina no contesta. No hay razón para contestar. Los dos saben que los paréntesis son ocasionales, esporádicos y breves.
– Deberíamos marcharnos -indica ella sin convicción-. Vas a perder tu vuelo.
Pero Germán no da muestras de tener prisa. Coge a Marina por los codos. La mira fija-mente: -Escucha, Marina… Y Marina sabe lo que va a decirle. Lo que siempre le ha dicho. Lo que durante toda la vida ha constituido un invariable ritornello: «Por muchos años que pasen…»
Cierra los ojos. El tiempo no ha pasado. La juventud vuelve caudalosa, más jugosa que nunca. Entra en ella por los codos que sostiene Germán. Son esas manos las que están obrando el milagro de recobrar la juventud. Y el cansancio de vivir se le diluye, se transforma en vigor.
No hablan: los milagros cortan la voz. Los milagros inmovilizan. Abre ella los ojos. Parecen mirarse detenidamente, pero no se ven. Ambos están viendo del otro «lo que había sido», lo que, a pesar de todas las vicisitudes y de todos los fallos humanos, continúa «sien-do» en el recuerdo.
Resulta hermoso y positivo recuperar, aunque sólo sea un momento, la magia de ese recuerdo. No se atreven a moverse. Tal vez si se mueven, la magia se disuelva; tal vez vayan a perderla para siempre.
La quietud de la tarde acompaña su quietud particular, la que brota de ellos mismos y a pesar de ellos mismos. Todo parece detenerse en ese lapso sin tiempo, sin espacio, sin más dimensión que la presencia de ambos.
Caen tres gotas de agua sobre la frente de Marina, se deslizan por las cejas, se estancan en los pómulos… Caen más gotas sobre las gafas de Germán.
– Está lloviendo -dice ella.
Y la magia se deshace. La lluvia anunciada por las gotas es ya un torrente.
– Rápido, Marina, vamos al coche.
Y Germán la arrastra por la mano, con el, mismo ímpetu que aquella noche, en Niza, la había arrastrado hacia el piano que sonaba en la calleja oculta.
Ríen los dos con la risa de entonces: «El piano es suyo, Monsieur.» Y llegan hasta el coche, con e] mismo jadeo que habían llegado hasta el piano: «El adagio, Marina, el adagio…» Todo se repite. Todo se alía al tema de Germán: «Por muchos años que pasen…»
El optimismo de ambos es evidente. Lo prueba la agilidad de sus movimientos, de sus ideas, de su repentina y recobrada alegría.
– ¡Menudo chaparrón!
Las charcas del pavimento se agrandan: parecen huecos sin fondo. Y los cristales del coche se empañan.
– Abre tu ventanilla -aconseja ella.
Germán obedece. Marina pone el coche en marcha. Lentamente ruedan hacia el circuito, carretera abajo.
Por unos instantes Marina olvida que está conduciendo. También olvida dónde se encuentran y adonde van. Observa las adelfas que bordean el paseo. Piensa: «Son venenosas; pero bonitas.» Se fija en los sicómoros y se dice: «Son eternos.»
– Por ahí, a la izquierda, se va al parque de atracciones -comenta Marina.
Y tiene la impresión de que no es ella la que está hablando, sino alguien que vive en otro tiempo y en otro espacio.
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