Mercedes Salisachs - Goodbye, España

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Novela que retrata la vida de la reina Victoria Eugenia y aporta nuevos datos acerca de la vida de esta soberana, de la que se cumplen 40 años de su muerte.

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Me obedecieron. En el fondo les convenía obedecerme. España empezaba una experiencia nueva que no querían de ningún modo perderse ni malograr.

Pocos fueron los que se negaron a despedirse. Entre ellos destacaban los Lécera: ellos no me obedecieron. Se unieron a mí dispuestos a compartir el exilio con todas las consecuencias. Sabían que los necesitaba, que sus presencias eran la garantía de mi estabilidad. Dudo mucho que sin aquellos dos amigos mi ecuanimidad hubiera conseguido permanecer inalterable.

No puedo decir con exactitud cuál era mi estado de ánimo. Tal vez no fuera yo la que se estaba controlando. Acaso la presencia de ánimo de Jaime estaba contagiando de tranquilidad mi forma casi placentera de actuar.

Con los Lécera y algunos acompañantes verdaderamente leales, llegamos a la estación sin excesivos inconvenientes. Una vez allí nos introdujimos en la sala de espera. De improviso contemplé frente a mí la figura de un hombre muy alto que me miraba entre sumiso y preocupado. Me habló en inglés. Se llamaba George Graham y era el nuevo embajador de Gran Bretaña. Azorado y un poco avergonzado por haber descuidado su obligación de presentarse en palacio, me preguntó si podía ayudarme.

«Demasiado tarde», le dije. «Ya no es posible hacer nada.» No supo replicarme. La brevedad de su puesto en la Embajada y su falta de experiencia habían inutilizado los resortes esenciales de su cargo. No hubo excusas. Sólo silencio y una gran dosis de vergüenza por su parte.

Las gentes que aguardaban en la estación pronto se enteraron de nuestra presencia. Se notaba en la forma de cuchichear entre ellos. «¿Será la reina?», se preguntaban.

Cuando llegó el tren inmediatamente fue conectado con el vagón destinado a la familia real. Una vez más fue preciso la ayuda del chofer para trasladar en brazos a mi hijo enfermo.

No se quejaba. Tampoco yo, aunque, presa del dolor que me estaba destrozando mientras contemplaba aquella escena, perdí el dominio de mí misma. Los cinco hijos que me acompañaban se instalaron junto a mí sin quejas y sin causar problemas. Incluso Alfonso, pese a su enfermedad, trató de adaptarse lo mejor posible a la incómoda situación en la que nos encontrábamos.

El duque de Zaragoza vino a informarme de que, como conductor honorario de la familia real, tenía la facultad de conducir el tren. Fue él quien, seguro de sí mismo y de sus conocimientos, inició nuestro verdadero exilio camino de Francia.

El rodaje comenzó en cuanto todos estuvimos asentados y dispuestos a iniciar el éxodo hacia un porvenir hecho de interrogantes. Había posteridades que se negaban a ser diáfanas.

Dolía mucho escuchar el rodar sobre los raíles, ver las campiñas floreciendo, los árboles plagados de ramas nutridas de hojas, el verde intenso del césped que, fiel a la primavera, se mantenía espeso y resplandeciente y comprender que tal vez ya nunca volveríamos a recuperar lo que íbamos dejando atrás. En ocasiones aquellas llanuras me retraían a los años de mi infancia; la isla de Wight, la floresta de Balmoral, el carácter severo de la abuela Victoria, sus constantes recriminaciones por no saber comportarme con la rectitud propia de una princesa.

De pronto, los remordimientos: «¿Habré sido yo la causa de este desastre?», me preguntaba. En ocasiones era como si la abuela me estuviera culpando por el final de la monarquía española.

Recuerdo que interiormente me disculpaba ante ella: «Si la culpa es mía, no fue voluntaria, abuela. Siempre imaginé haber obrado oportunamente. Yo quería a España».

El tren continuaba avanzando. Lo peor era detenerse en algunas estaciones. El griterío de los exaltados dando vivas a la república iba en aumento. Luego estaban los cantos entonando aquel sonsonete con cadencias de pasodoble que los republicanos llamaban Himno de Riego . Recuerdo aún su triste y lamentable letra:

Si los curas y frailes supieran

La paliza que les vamos a dar

Subirían al coro cantando:

Libertad, libertad, libertad.

Aquellos estribillos podían oírse en todas las estaciones donde el tren debía detenerse. Nunca he podido comprender cuál fue la causa que propulsó a la incipiente república a comenzar su andadura destilando tanto odio.

¿Por qué?, me preguntaba. ¿Por qué? Pero las respuestas de aquella jornada parecían esconderse tras un absurdo racionalismo que solamente pretendía triturar estrategias razonables.

Procurando mantener la calma, me propuse dar la impresión de que lo que estaba ocurriendo carecía de importancia. Lo peor fue cuando, ya muy cerca de Ávila, nuestro tren se cruzó con los vagones que venían en dirección contraria, plagados de exiliados republicanos. Los gritos desaforados que lanzaban a punto estuvieron de herir mi supuesta flema inglesa. Fue la inesperada presencia de Jaime, frente a mi asiento, lo que logró dominarme. De repente lo vi bajo el dintel de la portezuela, mirándome con aquella cálida sonrisa que desde que lo conocí venía sosegando los arrebatos internos que pugnaban por desmontar mi ecuanimidad: «No hay que hacer caso, Señora. Los españoles somos así: precisamos hacernos notar. No nos resignamos a ser "nadies". Queremos siempre ser "algo", y el que no lo consigue por las buenas, se lanza a guerrear por las malas», dijo con aire chancero.

Añadió luego en el mismo tono que España necesitaba estar en los extremos. «Acaso por nuestra posición geográfica», continuó bromeando.

Aquella breve visita fue un incentivo grande no sólo para mí, sino también para mis hijos.

De repente hubo otro sobresalto. Al llegar a Ávila, el duque de Zaragoza entró con aire alarmado en nuestro departamento: «Señora, todos debemos bajar inmediatamente al andén. El vagón real corre peligro. Se está incendiando el motor del tren».

No podía creerlo. Parecía como si una maldición implacable se empeñara en destruir las escasas fuerzas que todavía nos mantenían en pie.

De nuevo un traslado. Las maletas, los baúles, los llantos silenciosos de Cristina, el cuerpo de mi hijo enfermo extrayendo fuerzas de flaqueza para ayudar a los que le estaban sacando del tren.

En la estación de Ávila nos reconocieron. Alguien lanzó un tímido «Viva la reina» que mis acompañantes trataron de sofocar. «Por favor, no digan nada. Es peligroso».

Nos introdujimos en un tren común. Estaba prácticamente lleno. Al entrar en el vagón que nos habían indicado, todos los asientos se veían ocupados. Iba a abandonarlo cuando un muchacho, que sin duda me reconoció, me cedió el asiento. Se lo agradecí. Él se acurrucó en el suelo, junto a la portezuela que se comunicaba con otro vagón. Era inglés. Mis hijos, incluyendo al enfermo, se instalaron en otro vagón más apropiado para ellos.

Le supliqué a Jaime que tratase de ayudar a mi hijo mayor: «Descuide, Señora, todo está resuelto. He conseguido que el jefe de la estación le permita ocupar un lugar reservado», me tranquilizó. «Rosario está con él.»

Durante unos instantes, Jaime se quedó en el pasillo de pie. Sonreía. Siempre sonreía. Era difícil entablar una conversación con él; entre su sonrisa y mi cansancio, había un cúmulo de cabezas que nos impedían comunicarnos con palabras. Una vez más fueron sus ojos los que me dieron a entender que a veces la distancia podía ser un factor muerto que no servía para desunir. Que nada enriquecía tanto la soledad como la cercanía de una mirada amable y que, por mucho que pretendiéramos disfrazar de indiferencia las actitudes rutinarias, cuando en medio de las desgracias brota un leve soplo de felicidad, es porque más allá de las trampas que nos ofrece la vida se puede alcanzar lo que consideramos inalcanzable.

***

Seguramente me habré quedado dormida. O tal vez no. Acaso mientras recordaba, el sueño se ha introducido en mis pensamientos, porque de pronto he recuperado con todo detalle nuestra llegada a la frontera francesa.

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