Mercedes Salisachs - Goodbye, España

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Novela que retrata la vida de la reina Victoria Eugenia y aporta nuevos datos acerca de la vida de esta soberana, de la que se cumplen 40 años de su muerte.

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Fueron días agotadores para él. Ni siquiera pudo ir a la estación para recibir a su tía la infanta Isabel por la necesidad de desplazarse a Londres y procurar que nuestro hijo Juan pudiera ingresar en una escuela naval inglesa.

No volvió a verla. Recuerdo que a los cinco días de su viaje a París, Bee, que con su hijo Ataulfo la había acompañado en el viaje a Francia, me llamó para decirme que la famosa «Chata» estaba muy grave.

Murió diez días después. Alfonso sólo pudo llegar a tiempo para asistir al entierro.

Día a día, la tensión que nos atenazaba iba en aumento; el mundo parecía desplomarse. Nada contribuía a suavizar la situación. Al contrario, todo era un gran amasijo de despropósitos.

Las fricciones entre mi marido y yo eran constantes, especialmente cuando nos instalamos en el hotel Savoy de Fontainebleau.

La belleza de aquel lugar y la paz que los paisajes y edificios palaciegos nos ofrecían no bastaban para estabilizarnos y mantenernos sosegados. Tanto mis cuatro hijos como yo teníamos la impresión de que estábamos viviendo de prestado. Las noticias que nos llegaban de España eran cada vez más desalentadoras. Todo parecía mantenerse en el aire. Nada conseguía la estabilidad que precisábamos. Alfonso apenas vivía con nosotros; apoyado en excusas a veces reales pero casi siempre falsas, no dudaba en desplazarse a París donde continuaba buscando olvidos de situaciones desagradables, procurando sutilizar satisfacciones nuevas en su habitación parisina del hotel Meurice.

Creo que nunca como entonces la tensión que venía atosigándonos desde la muerte de la reina Cristina, lejos de suavizar nuestro trato, lo iba crispando cada vez más.

De no haber mediado la presencia de mis hijos, aquella estancia en Fontainebleau hubiera sido un amago de infierno. Ellos fingían ignorar mis decaimientos, pero no desperdiciaban la ocasión de mostrarse unidos a mí y dispuestos a paliar mis derrotas internas con distracciones triviales de escasa eficacia. Sobre todo Gonzalo, aquel muchacho recién salido de la adolescencia. El cariño que me profesaba fue siempre una prioridad en su corta vida.

Gonzalo era inteligente, estudioso y alegre. Era aquella alegría llena de bondad lo que garantizaba una vida para él plena de augurios felices.

Aunque enfermo como su hermano mayor, no se mostraba vencido por aquella lacra. Al contrario, incluso bromeaba cuando, por diversas causas, salía a relucir el tema maldito que empañaba mi estirpe.

De hecho Gonzalo, aunque hemofílico, no alcanzaba el grado de gravedad que constantemente amenazaba a su hermano.

En Fontainebleau fue feliz. Le gustaba el arte. Le entusiasmaba contemplar la belleza de aquellos parajes; la armonía de su inmenso Palacio Real y la arquitectura de las villas que flanqueaban la ciudad. Luego estaba el cántico sedoso del arbolado profuso que la brisa proporcionaba en los silencios nocturnos. Todo allí despertaba en él sensaciones positivas.

A veces se adentraba en mis habitaciones particulares para departir conmigo. Le complacía analizar al alimón hechos claves del momento; calibrarlos y exponer sus opiniones.

También a él le atraía la lectura. Los libros eran sus verdaderos mentores. Creo que de haber superado las terribles consecuencias de su enfermedad, Gonzalo hubiera llegado a ser algo más que el hijo de unos reyes destronados. Tenía talento y una gran tenacidad bien encauzada.

En cierta ocasión, tras haber mantenido una violenta discusión con mi marido, siempre protagonizada por ambigüedades llenas de reproches vacíos, me encontró llorando. En vano procuré disimular aquel inoportuno brote de desaliento. Siempre intentaba que mis hijos ignorasen cuánto me dolía vivir marginada de su padre.

De pronto se echó en mis brazos: «No llores, mamá», me decía. Su voz vacilaba. Comprendí que mi sufrimiento era también el suyo. Lo abracé. «No te preocupes, hijo: a veces me cuesta dominarme. Pero ya ha pasado todo. No te alarmes.»

No obstante, Gonzalo sabía que yo sufría, que mis empeños en mantenerme serena ya no surtían efecto, que la soledad verdadera consistía en soportar, sin alicientes, soportes que no servían. «Mamá, no quiero que sufras.»

Quería verme feliz. Quería que mi fortaleza nunca se derrumbara. «Tal vez algún día, cuando todo este jaleo termine, tú y yo podamos conocer un futuro estable. Yo nunca te dejaré, mamá.»

Pero me dejó. Primeramente porque se decidió que debía estudiar en la Universidad de Lovaina. Luego por un torpe y aparentemente inofensivo accidente que segó su vida al borde de cumplir veinte años.

Por aquellas fechas su hermano enfermo, ya recuperado de su desfallecimiento, trataba de estabilizar su mejoría en una clínica de Suiza.

Para entonces Alfonso y yo llevábamos ya varios años separados. La constante presencia de los Lécera lo sacaba de quicio. Como buen español era celoso. Según su criterio él podía tener «amistades» femeninas a su antojo. Pero yo era mujer. Las mujeres existían para adornar, para cumplir con su función femenina, pero sin poner en peligro la integridad y el dominio del marido. Los maridos eran sagrados y las mujeres debían soportar sin chistar sus trayectorias rectas o desviadas.

A los dos meses de instalarnos en Fontainebleau, los Lécera hicieron lo mismo. Su villa era desahogada y se hallaba situada en la zona cercana al bosque que el pequeño afluente del Sena alimentaba.

Visitarlos era un descanso grande para mis cansancios conyugales. Recuerdo que sus hijos, recién llegados de una España inmersa en un caos total, cuando me vieron se echaron a mis brazos. Desorientados por lo que estaba ocurriendo, no eran capaces de comprender la precaria gravedad de lo que sucedía.

Mi presencia pareció animarlos. «¿Hasta cuándo viviremos aquí?», preguntaban.

Seguramente echaban de menos los entornos de siempre. Los niños son adictos a las rutinas, a los vaivenes cotidianos. Tal vez por eso mi presencia ayudaba a recobrar parte de sus costumbres y de algún modo lograba aminorar la sensación de estar pisando un suelo bamboleante.

Aquellas familiaridades desquiciaban a mi marido. No concebía que entre ellos y yo pudiera existir solamente una gran amistad, un cariño limpio.

El detonante surgió cuando dos meses después de instalarnos en Francia y ya asentados en el hotel Royal de Fontainebleau, lo vi llegar de París visiblemente enfadado y con ánimos de pelea. Comprendí enseguida que alguien (ese «alguien» que los anonimatos tan bien protegen, si lo que se pretende es desprestigiar para que el «alguien» en cuestión gane prestigio) le había hinchado la cabeza a mi marido sobre mi estrecha y adúltera amistad con Jaime Lécera.

Aquella tarde fue él quien furioso por no se sabía qué, me abordó echando mano de un despotismo inusual en sus usuales composturas.

Parece que lo estoy viendo: de improviso rompió a echarme en cara, con ambigüedad, el escándalo que causaba mi comportamiento. Despechado, fue lanzando improperios que no venían a cuento. Se comprendía que se desfogaba cargado de reproches ajenos; que aquellas lamentaciones airadas no eran suyas, sino contagiadas por odios acumulados en los ambientes que él frecuentaba. «Esto se va a acabar, Ena. Tu forma de actuar no es digna de una reina».

Mientras lo escuchaba tenía la impresión de que cuanto me reprochaba lo estaba adjudicando a su propia conducta. Nada tenía sentido. Únicamente prevalecía el desprecio, la frialdad, el rencor y, sobre todo, la flecha envenenada que rozaba la calumnia: «O dejas tu asunto con Jaime Lécera o nos separamos definitivamente», exclamó drásticamente.

Aquella alusión me dejó trastornada. No podía creer lo que estaba escuchando. Traté de aclarar con vehemencia la grave acusación que Alfonso me estaba echando en cara: «¿Cómo te atreves a imaginar semejante bajeza?», le pregunté. Y ya perdida en arbitrariedades comencé a recriminarle lo que tantas y tantas veces fingí ignorar relacionado con su comportamiento como marido.

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