Mercedes Salisachs - Goodbye, España

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Novela que retrata la vida de la reina Victoria Eugenia y aporta nuevos datos acerca de la vida de esta soberana, de la que se cumplen 40 años de su muerte.

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Saberse marginado por aquel amor que ni siquiera pudo recobrar cuando la guerra que quiso evitar estalló se convirtió para él en una realidad irreversible. Murió recordando a España, llorando a España y sufriendo por España.

Pero España nunca supo que aquel amor medio escondido en sus tratos campechanos, de puro firme, consiguió desmembrarlo. «No quiso luchar», decían algunos. «Le faltaban arrestos y abandonó al país.»

Otros se alegraban: «En fin de cuentas, ¿qué importa su abandono?». «La monarquía es cosa del pasado.» Consideraban que un rey parlamentario era una simple figura que se movía, que no precisaba pensar y que podía entorpecer progresos muy codiciados.

Cuántos olvidos fomentaban aquellas opiniones. Cuántos manejos diplomáticos fueron éxitos rotundos gracias al talento disfrazado de sencillez pueblerina que Alfonso, siempre atento a los baches de su país, manejaba a la perfección. Y cuántas noches en vela intercambiando opiniones en su despacho con los protagonistas de los desastres marroquíes. «Sobre todo velad por nuestros soldados. Son españoles.»

Nadie sabía hasta qué punto aquel rey, de aspecto abierto, espontáneo y jovial, pasaba sus horas palaciegas extraviado en sueños esperanzadores para su patria y rumiando mejoras que nunca pudo realizar.

Fue el propio Alcalá-Zamora quien le aconsejó que saliera de España inmediatamente: «No conviene que lo vean junto a la reina mañana. Podría convertirse en un riesgo grande para ella».

El mañana iba a amanecer republicano. Y en ocasiones las repúblicas podían ser violentas. Aunque aparentaban ser constructivas y sensatas, también solían confundir libertad con libertades ácratas y perturbadoras.

De nuevo surgía el recuerdo de Rusia, los asesinatos de mis primos y de mis tíos los zares, los crímenes de la Revolución francesa y tantos momentos históricos que se iban adentrando en nuestra charla a solas, antes de abandonar el país. Acompañado por su primo Ali y el almirante Miranda, Alfonso salió de palacio aquella misma noche, conduciendo su propio coche hacia Cartagena. Desde allí y embarcado en el crucero Príncipe de Asturias , navegó rumbo a Marsella.

Según las noticias que tuve en el exilio, Ali aquella noche se atrevió a recomendarle que se armara de paciencia, que sobre todo tuviese en cuenta lo mucho que yo había soportado y procurase tratarme con cariño: «Ena ha sufrido mucho», parece ser que le dijo.

También le aconsejó que no se hospedase en un hotel, sino en una vivienda particular por modesta que fuera. «La república tal como se ha apoderado de España no puede durar. Pon todos tus esfuerzos para organizar la restauración. Ser rey es un oficio arriesgado que pende de un hilo», le recordó Ali. «No lo pierdas. Procura dedicar tu tiempo a recibir personas capaces de ser ministros de tu próxima restauración.»

En aquellos momentos la restauración monárquica frente a una república prácticamente ilegal era la única meta que nos parecía importante. Por eso mantuvimos la calma. Era preciso evitar a toda costa desavenencias entre nosotros.

Nos despedimos convencidos de que España pronto iba a reclamar nuestro regreso.

A pesar de la mutua frialdad que demostrábamos, reconozco que cuando lo vi marchar noté como si parte de mi propia vida estuviera yéndose con él.

Qué difícil resulta sondear los verdaderos motivos de nuestros sentimientos. Las razones probablemente se ocultan en esos breves instantes en que las adversidades experimentadas pueden más que los desfogues atolondrados.

Ver marchar a Alfonso fue eso, una breve amnesia de sus indiferencias hacia mi persona, un recuperar serenidades perdidas en los últimos tiempos y una complicidad espontánea que todo lo que durante años habíamos compartido nos estaba exigiendo.

Aunque incapacitada para decírselo, me sentí vacía. Era un vacío insondable. Un vacío cuyo anhelo por ser rellenado era casi material. Un vacío que sólo podía colmarse cuando yo al día siguiente volviera a reunirme con él donde fuera.

Se había previsto que mis hijos y yo podíamos viajar a Francia en tren sin el menor peligro. Eso fue lo que el repentino y provisional Gobierno republicano nos había garantizado.

Tras la despedida, me reuní con mis hijos. Únicamente Juan faltaba. Se hallaba en Cádiz, en el Colegio Naval de San Fernando.

También nos prometieron que al día siguiente Juan viajaría sin peligro hacia París. No obstante, pese a los respaldos reiteradamente asegurados, de pronto surgió el miedo.

Comenzó a brotar cuando el silencio que envolvía la verja del jardín que rodeaba el palacio se llenó de voces, griteríos y entusiasmos republicanos sobrecargados de amenazas.

Mi hija pequeña, Cristina, lloraba. Su hermano Alfonso, postrado en la cama, me miraba sin decir palabra. Su extrema debilidad se le escapaba de las retinas como interrogándome por el porqué de aquel repentino odio tan implacable.

Los minutos se sucedían lentamente. El tiempo no pasaba. Sólo fingía pasar. Cuando lo inesperado brota amenazando, las horas se convierten en eternidades.

Mis ánimos eran tan desvaídos, que ni siquiera tuve fuerzas para ayudar a las sirvientas que se esmeraban en hacer nuestro equipaje. Sólo me ocupé de recoger lo que Alfonso suplicó que llevara conmigo: eran pequeñeces que para él constituían tesoros. Objetos conservados desde su infancia. Cosas anodinas que, en el exilio, podían reconstruir edificios sentimentales, y hechos puntuales que configuraron su vida.

Resulta curioso recordar que yo, en aquellos momentos, por primera vez noté una total desgana por todo. Incluso las joyas que tanto me habían impresionado a lo largo de mi existencia me dejaban indiferente. No me importaba perderlas. Sin embargo recogí todas las que pude porque la mayoría pertenecían a la madre de Alfonso y su hijo no quería que se extraviaran.

Aquella noche nada tenía verdadera importancia, salvo la enfermedad de mi hijo y las asustadas desorientaciones de sus hermanas.

Tres médicos se esmeraban en atender al enfermo: el doctor Elósegui, el doctor Pascual y el doctor Emilio Larru. Ellos se encargaron de comunicar a todos los sirvientes del palacio que el Príncipe de Asturias debía ser trasladado fuera de España, quizá para siempre.

Uno tras otro fueron desfilando para despedirse de él, con lágrimas y sollozos.

También el resto de mis hijos y yo nos despedimos de todos ellos sofocando llantos. Eran muchos años de fidelidades, de emociones compartidas y muestras de cariño lo que tanto ellos como nosotros íbamos a dejar atrás.

Lentamente los murmullos que rodeaban las afueras del palacio iban convirtiéndose en gritos desaforados. Los disturbios aumentaban y el terror de mis hijas también. «Mamá, ¿qué va a ocurrir?», preguntaba constantemente la pequeña. Resultaba inútil mi empeño en calmarlas. La multitud que rodeaba el palacio iba acrecentándose.

De improviso surgió un nuevo temor: alguien nos comunicó que tres sujetos estaban trepando por la pared principal del palacio. «Estamos perdidos, mamá», repetía Cristina asustada.

En vano procuré calmarla.

En efecto, los trepadores consiguieron llegar al balcón principal, pero no para cometer graves desafueros. Su intención era puramente teatral, gestera y bastante infantil: se limitaron a quitar la bandera española para sustituirla por la republicana.

Hubo aplausos, risas y también pitidos. Los héroes, tras su hazaña, volvieron a deslizarse por la pared del balcón y, con aires de haber realizado un deber importante, se introdujeron de nuevo entre la masa que se apiñaba tras la verja mientras los aplaudían fogosamente.

De pronto sucedió algo inaudito, algo que jamás desde que llegué a España había ocurrido. En plena oscuridad nocturna, los canarios que dormían en las jaulas del palacio rompieron a cantar. Ignoro a qué se debió aquel fenómeno. Nadie lo entendía. Tal vez creyeron que, aunque el sol no alumbraba, la noche se estaba convirtiendo en día, gracias a los estallidos que lanzaba el griterío exaltado de las gentes.

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