Mercedes Salisachs - Goodbye, España
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Para colmo de males, nuestro primogénito, tras una excursión por Europa, llegó a Madrid en un estado verdaderamente lamentable.
A su enfermedad crónica se añadió una patología general muy crítica que le produjo fiebres altas y una debilidad muy acentuada.
Todo para nosotros se iba transformando en un amasijo de dolor, dudas, preocupaciones y desalientos.
Inútil era ya tratar de abordar a mi marido. O se negaba a admitir la gravedad de la situación que España estaba atravesando o, si se daba cuenta, pretendía engañarse a sí mismo para que los desastres que tanto amenazaban al país no avivaran aún más el dolor que lo estaba atenazando.
Otro duro golpe consistió en comprobar la traición de los monárquicos liberales: todo se les iba en culparlo de la proclamación de la dictadura, sin tener en cuenta que fueron ellos los que habían aplaudido y representado aquella autarquía que Alfonso para evitar mayores desmanes aceptó sin ser consultado y después de ser proclamada.
Infructuosa resultó la bienintencionada actitud de Berenguer por defender las calumnias que llovieron repentinamente contra el rey, acaso debido a la influencia que la revolución rusa y las ideas de Karl Marx estaban taladrando en las mentes consideradas inteligentes de los avanzados.
Aquel año acumuló un amasijo de despropósitos contra el rey. Todo se intoxicaba de mentiras urdidas y esparcidas por el país, gracias al odio de su gran enemigo Indalecio Prieto.
No obstante, lo que más le dolió a Alfonso fue el brusco cambio que algunos de los ministros monárquicos (impulsados por criterios plagados de resquemores y desconfianzas) experimentaron al inventar razones falsas, tal vez causadas por resentimientos mezquinos o quizá para seguir una corriente política que consideraban ventajosa para ellos.
Al desbarajuste general se añadió la avanzada y exaltada opinión de los intelectuales que, tras haber admitido y amparado al general Berenguer como un gran remedio, súbitamente le concedieron la categoría de «un grave error».
El caso es que «el grave error» duró poco. Tras finalizar el luto por la muerte de mi suegra, comenzó el luto por España. Los desmanes eran ya demenciales.
De nada servía que Alfonso tratara de recuperar su entereza. Yo sabía que su estado interior, aquel que siempre le predisponía a caer en depresiones, era lamentable. Se notaba solo, incomprendido, despojado de lo que siempre había considerado inmutable. Tenía la sensación de que el mundo entero se desmoronaba, que la vida se le estaba convirtiendo en una especie de muerte, que todo se volvía confuso y nada podía evitar que el río de la libertad, siempre amparada por él, comenzara a rebosar sus límites y anegar a España de un cúmulo de desastres.
La confusión era grande. En cierta ocasión, mientras yo, todavía deseosa de ayudarlo, intentaba darle ánimos, recuerdo que bajó la cabeza y como si pensara le oí decir: «En España no cabe la ecuanimidad social: o se nota acogotada, o se desboca».
Confieso que en aquellos momentos sentí un dolor profundo por él. Aunque entre nosotros se estaba abriendo una brecha de reproches cada vez más acentuada, algo muy entrañable se imponía para que la angustia de Alfonso fuera también mía. Sin darme cuenta se iba adentrando lentamente en mí como una espina envenenada de tristeza. Era como si su dolor me doliera en mi propia alma.
En ocasiones Alfonso se desfogaba conmigo, acaso para convencerse a sí mismo de lo que me estaba diciendo: «Debimos reformar la Constitución con la dictadura. Fue un error haber descuidado esa importante tarea».
A pesar de todo, nadie pensaba aún que una repentina oleada republicana pudiera instalarse en España bruscamente. Recuerdo que pocos días antes tuve que desplazarme a Londres porque mi madre estaba gravemente enferma. Por entonces Berenguer todavía conservaba su puesto pero ya con grandes probabilidades de perderlo. España era un continuo temblor de tierra, un despiste general y una desorientación política y social que precisaba urgentemente un remedio.
Romanones, siempre dispuesto a meter baza sin calibrar posibles consecuencias equivocadas, y el marqués de Alhucemas hicieron pública una nota reclamando Cortes Constituyentes para debatir, ante todo, el problema de un régimen que hacía aguas.
Ante semejante actitud, Berenguer dimitió inmediatamente.
En cuanto me enteré de la crisis que invadía España, le dije a mi madre que mi lugar era estar al lado de mi marido. No importaba lo que pudiese ocurrir. Aunque distanciados, yo era la reina. No debía defraudarlo. Regresé a España enseguida.
Mi llegada fue apoteósica. El tumulto me hizo temer por mi vida durante unos instantes. Tanto el andén poblado de gente como la sala de espera y las afueras de la estación del Norte se iban convirtiendo en la punta de lanza de un recibimiento clamoroso y encomiástico. Me tranquilicé cuando escuché aplausos y «vivas» a la reina.
Mis hijas sonreían. No son «rehenes», pensé. Eran todavía las infantas que acudían a la estación para recibir a su madre. Difícil fue para mí mantener la emoción que aquel estallido de entusiasmos me produjo.
Al entrar en el coche, la multitud que nos rodeaba continuaba dando muestras ostensibles de afecto vehemente y devoto.
Difícilmente pude mantenerme ecuánime.
Aunque acostumbrada a disimular mis sentimientos, aquel día rompí a llorar. Era un llanto de mujer agradecida, como si tanta prueba de fidelidad y de cariño confirmase una estabilidad inalterable.
En aquellos momentos no era posible imaginar que los brotes delirantes fueran tan precarios, como todo lo que emerge del ser humano. Somos cambiantes. Nada más incierto que la certidumbre.
Cuando Alfonso me vio llegar no disimuló su decaimiento. Con semblante desencajado me dijo: «Gracias por venir». Y, tras un breve silencio, añadió: «España está envuelta en un gran caos».
Sin embargo, la gente continuaba aclamándonos. Como al entrar en el palacio lo primero que hice fue dirigirme a la habitación de mi hijo, todavía debilitado por la enfermedad, Alfonso me propuso salir al balcón para agradecer las constantes muestras de afecto que nos prodigaban.
Fue aquella espontaneidad lo que redobló el entusiasmo del pueblo. Seguramente nadie ignoraba que en aquella habitación yacía enfermo el Príncipe de Asturias.
Lo demás se entremezcla en mi recuerdo sin concretar cuál fue el «antes» y el «después». Todo se instala en mi mente como un amasijo de desafueros, desorientaciones y despropósitos.
En medio de un desbarajuste repleto de propuestas disparatadas (como por ejemplo la proposición que me hicieron de convertirme en reina regente, si Alfonso dimitía, a lo que yo drásticamente me negué) era difícil que el breve Gobierno de Aznar, sustituyendo el de Berenguer, desequilibrado y exento de rumbos con criterios definidos, pudiera prosperar; se decidió de pronto convocar elecciones municipales y elegir concejales para todos los ayuntamientos de España.
Era primavera. Una primavera luminosa y suave, poco decantada hacia giros drásticos y dolorosos.
Las noches dormían sosegadas y los días amanecían calmos y libres de vértigos alarmantes.
La tranquilidad prevalecía. El sol alumbraba y la multitud continuaba inmersa en los ritmos cotidianos, sin imaginar que también los sosiegos pueden esconder inviernos imprevistos.
Eso fue aquel abril casi veraniego: un cambio brusco de climas internos y fríos inesperados.
El ambiente de palacio asumía una especie de recelo que no llegaba a concretarse. Se adivinaba algo que no podía definirse y que nadie se atrevía a plantear.
Todos, incluso los sirvientes, aunque actuaban rutinariamente, daban la impresión de notarse dominados por una extraña crispación.
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