Mercedes Salisachs - Goodbye, España
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La voz de Jaime, aunque varonil, era apacible. Nunca desentonaba al expresarse. Tenía la suavidad propia de la gente discreta que, al hablar, perforan la palabra con sosiegos mansos y expresiones concisas.
– También yo era muy joven -le interrumpí-. Tenía esa edad en que lo único que se valora es la emoción de los momentos. Y aquellos momentos fueron muy parecidos a la Sinfonía Patética de Chaikovski -bromeé-. Algo bello y terrorífico. -Y enseguida añadí-: Me refiero a la boda y a la bomba.
La sonrisa de Jaime se acrecentó. Recuerdo que sus cejas profusas, al arquearse, clarearon aún más el azul de sus ojos.
– Debió de ser algo terrible -me dijo-. Una prueba dura que, según mi padre, Vuestra Majestad superó admirablemente.
– La juventud suele ser valiente. Y yo precisaba dar un ejemplo de ecuanimidad. El rey merecía una esposa digna de su rango -contesté.
Estoy viendo a Jaime asintiendo con la cabeza. Se parecía a su padre. También él tenía un porte elegante y aquella manera de apretar los labios en forma de uve, cuando sonreía.
Recuerdo que mientras departíamos Rosario nos contemplaba complacida. Sobre todo cuando su marido me explicó que también ella me admiraba:
– En la intimidad, no se cansa de alabar a Vuestra Majestad -declaró.
Por entonces Jaime ya no tenía padre. Había muerto siendo gentilhombre de Alfonso, hacía ya cuatro años.
La noche en que me veló junto con otros grandes de España, recuerdo que al dirigirse a mí mencionó a su hijo: «Espero que cuando sea mayor sepa honrar a Vuestra Alteza como yo estoy honrando a nuestra futura reina».
En ocasiones las frases perdidas brotan espontáneamente sin una razón específica.
El hijo de aquel hombre, hasta entonces en el anonimato de mi vida, veintitrés años después se había convertido en el mentor de un recuerdo trasnochado que, perdido en la vigencia, pugnaba por recobrarla.
– Sentí mucho la muerte de tu padre. Fue una gran persona -le confirmé-. La última vez que lo vi fue en la inauguración del club de golf de Zarauz, hace ya trece años.
Jaime asintió sin dejar de esbozar aquella sonrisa de labios apretados.
– Me lo dijo. También comentó cuánto le había impresionado la hermosura de Vuestra Majestad. «Los años han reafirmado el esplendor de la reina», me comentó.
Era agradable escuchar a Jaime. No importaba lo que me dijera. Lo esencial era oírle. No recuerdo lo que aquella tarde se debatió. La cuestión era hablar por hablar. Comunicar residuos de «nadas» por el simple hecho de evitar que el tiempo dijera «basta», y que aquel extraño bienestar que experimentaba fuera engullido por él.
Había momentos así: plenos de extrañas necesidades que no tenían explicación, pero que apagaban tristezas y encendían extrañas satisfacciones sin motivo alguno.
Durante un buen rato, tanto el matrimonio como yo estuvimos disertando sobre mil cosas perdidas en la desmemoria de un pasado lejano. Algunas de ellas dolían.
– Qué malo es a veces tener buena memoria, ¿verdad, Señora?
Tenía razón.
– Es como pretender reavivar un cadáver -asentí.
No podría asegurar cuáles fueron los principales motivos que aquella tarde protagonizaron nuestro departir. Pero tuvieron el vigor de un «principio». Un empezar algo que se prolongó sin fisuras durante siete años.
Cuando al anochecer me refugié en la soledad de mi cuarto, tuve la impresión de que, aunque seguía siendo una reina frustrada, era también una mujer que podía superar todas las frustraciones de este mundo gracias a una mirada nueva, menos propia de un cuerpo alto y atractivo, que de un conjunto de inteligencias armonizadas. Eso fue lo que yo aquel día pensé al conocer a Jaime.
DÍA QUINTO
Domingo, 11 de febrero de 1968
Acabo de despertarme. Es muy temprano. Probablemente la cabezada que me venció ayer por la tarde al regresar al palacio de Liria ha restado sueño a la noche. Todo está en silencio.
Como al acostarme dejé el balcón mal cerrado para que el aire ventilara el cuarto, puedo aspirar un refrescante olor a campo que seguramente el profuso jardín del palacio me envía como un homenaje postrero.
No es el campo de Biarritz, ni el de la isla de Wight, ni el de Lausana, ni el de ningún lugar con grandes parcelas de vegetación. Es un olor a campo propio de una ciudad desierta por la hora temprana que la envuelve. Una ciudad que en tiempos lejanos siempre olía de ese modo porque el aire no estaba contaminado como el de ahora.
Sin embargo, en ocasiones las amanecidas, libres de circulaciones infectadas de tránsitos constantes y de poluciones diurnas malsanas, huelen a campo.
Y a silencio. También los silencios despiden aromas. Probablemente porque el sosiego transmite, sin obstáculos, recuerdos perfumados.
Me alegra el hecho de poder quedarme en la cama un buen rato, antes de que la señora Rich venga a despertarme para ponerme en condiciones de afrontar el día.
Mi viaje a Niza está programado para la una de la tarde. Miro el reloj: son las cinco de la madrugada. Me quedan todavía muchas horas para pensar y repasar tantos y tantos avatares perdidos que el retorno a España me ha permitido recobrar.
No es cierto que nuestros hechos mueren. Sólo fingen perderse. Incluso a veces juegan a simular que están muertos. Pero viven escondidos en lo más vital de nuestros involuntarios olvidos. Lo que antaño fue importante, es un puro señuelo que puede recobrar repentinamente vigencia. Basta un detalle, una frase o, en mi caso, un viaje hacia el pasado, para que de pronto todo se transforme en presente.
En estos momentos la «vigencia» es Jaime, el marido de Rosario. Desde aquella tarde en palacio donde por primera vez tuve un contacto directo con él, supe que algo más que una simple admiración mutua pugnaba por acercarnos el uno al otro.
Rosario nunca entorpeció nuestra afinidad. Al contrario: era ella la que en cuanto podía inventaba excusas y motivos válidos para que nuestra comunicación no se perdiera ni se deteriorara.
El encuentro de aquella tarde no fue el principio de una amistad efímera: fue a partir de aquel día cuando supe que algo nuevo iba a cambiar el rumbo de mi vida.
Hechos inesperados, a veces casuales y otros causales, dieron en reforzar la convicción de que entre Jaime y yo existía una extraña vinculación que, lejos de extorsionar nuestro afán de confraternizar y conocernos mejor, la reforzaba.
Resulta extraño que incluso ahora, cuando intento trepanar la niebla del pasado, nada de lo que entonces experimenté por él se haya borrado.
A veces escucho su voz, otras lo veo caminar, otras observo su sonrisa de labios apretados y percibo el clarear de sus ojos fijándose en los míos, suplantando palabras acogedoras y amables que hablando no se atrevía a decir.
De hecho las decían sus ojos, como si al hundirlos en los míos pretendieran inculcar ciertas ilusiones que, en lo que a mí se refiere, llevaban mucho tiempo adormecidas por traiciones y desaires cada vez más frecuentes.
Para entonces la dictadura empezaba ya a tambalearse. Las protestas cundían. Jaime se mostraba intranquilo: «España se está dividiendo», se lamentaba. «En muchas ocasiones los españoles precisamos llevar la contraria a la paz.» Y bromeando añadía: «Probablemente somos proclives al aburrimiento y nos auto divertimos con auto destrucciones».
Departir con él era una delicia. Aunque algunos años más joven que yo, a menudo tenía la impresión de que mi intelecto no estaba a su altura.
Nuestros encuentros eran frecuentes. A veces íbamos los tres montando a caballo por las afueras de Madrid. Nos gustaba aislarnos del bullicio que nuestra presencia podía causar.
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