Mercedes Salisachs - Goodbye, España
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No puedo negar que fue mucho lo que mi marido, al margen de sus problemas sentimentales, tuvo que afrontar durante los años previos a nuestro exilio. Entre otras cosas, la muerte de su madre. Alfonso siempre vio en ella no sólo a una madre que trató de convertirlo en el rey de un país difícil, sino también a un padre que lo defendió de las insidias y ambiciones de quienes podían rodearlo.
Pero de nuevo el mes de febrero aguardaba con su guadaña para herir a mi marido en lo que más podía dolerle. Veníamos de asistir con mi suegra a un concierto benéfico de la Cruz Roja, cuando al llegar al palacio se sintió mal. En la madrugada llamó a su sirvienta porque padecía un dolor muy fuerte en el pecho y en la espalda.
Fue imposible evitar aquel ataque al corazón. La sufrida y austera reina regente perdió el conocimiento y murió mientras el capellán de damas le administraba los Santos óleos rodeada de todos los que vivíamos con ella y de un hijo desolado que no pudo dominar el dolor que aquella muerte le produjo.
Desde entonces Alfonso ya no fue el mismo. Le faltaba su mejor consejera, su apoyo y, en cierto modo, la parte esencial de su vida.
Inútil fue mi empeño en consolarlo. Alfonso rehuía mis consuelos. Precisaba asimilar su dolor a solas. La hostilidad entre nosotros empezaba ya a ser un obstáculo para que mi empeño en aminorar su dolor fuera eficaz. Aunque quizá no se daba cuenta, en aquellos momentos nada nos unía. También yo sufría. Mi suegra había acabado por ser un gran alivio para mí. La quería. Pero Alfonso sólo pensaba en él. En el desmoronamiento que lo estaba hundiendo en tristezas inconsolables.
Fue un año lleno de grandezas y también de presagios. A veces la muerte avisa. Especialmente cuando surgen cambios inesperados que nos obligan a perder la estabilidad propia de las rutinas.
Alfonso la perdió sumido en una depresión que en vano trataba de disimular. Se acabaron para él sus aficiones deportivas, sus actividades siempre inquietantes y su modo de tratar a las mujeres que todavía se acercaban a él con esperanzas de llamar la atención.
Tal vez la única que podía consolarlo era Carmen Ruiz Moragas, pero me temo que, para entonces, ella ya empezaba a serle infiel con Chabás.
Lo único que Alfonso nunca descuidaba era la visita a la tumba de su madre, en el Pudridero del Panteón de los Reyes en el monasterio de El Escorial.
Allí pasaba mucho tiempo rezando por ella: pidiéndole ayuda y rogándole que le siguiera aconsejando como había hecho durante toda su vida, aunque a veces las advertencias de mi suegra fueran vencidas por desidias o frivolidades de su hijo, poco consecuentes con los consejos que ella le daba. Siempre sobrecargados de eventos importantes -Exposiciones Internacionales, desfiles de personalidades deseosas de mostrarse solidarias con el dolor del monarca, presencias continuas de los grandes de España, comidas lúgubres con gentes de la realeza extranjera y problemas cada vez más acuciantes que la dictadura iba propiciando entre opiniones diversas pero alarmantes-, la desolación de Alfonso no disminuía. Era como si, tras la muerte de su madre, las tácticas que ella había estado sosteniendo para que la vida del país no se resquebrajara repentinamente empezaran a cambiar de rumbo.
Fueron varios los factores que contribuyeron al desmoronamiento de la monarquía: el desastre económico en la Bolsa de Nueva York, contagiando los puntos débiles de Europa, especialmente los de España; el pronunciamiento militar, protagonizado por el Cuerpo de Artillería dirigido por José Sánchez Guerra; las rebeliones universitarias; la ausencia de algunas personalidades, incluso pertenecientes a la nobleza, que tras la dictadura tuvieron que salir de España por discrepar de ella. Y sobre todo los constantes alborotos marxistas enhebrados en lugares estratégicos que minaban criterios poco sólidos y amparados por anonimatos que ocultaban nombres de relieve.
Sin embargo, debo admitir que fue precisamente aquel año cuando, a pesar de la tristeza que nos produjo a todos el fallecimiento de la reina Cristina, dentro del palacio se experimentó un cambio drástico que sin duda influyó en revitalizar y airear los ambientes caducos y algo enrarecidos que seguían arraigados entre sus paredes.
En lo que a mí se refiere, aunque en silencio y esbozando siempre sonrisas amables, algo en ella me obligaba a sentirme constantemente culpable de no sabia qué. Nunca me reprochó conductas que tal vez por mi parte fueron desacertadas, tampoco esgrimió intolerancias que pudieran enfrentarme con ella, ni esbozó indirectas para demostrar repulsas; sin embargo, algo que no podría definir me exigía mantenerme siempre en guardia cuando estaba a su lado.
A veces era su mirada, o su sonrisa, o su carraspeo, o incluso su silencio. No puedo discernir lo que era, pero si algo en mí le molestaba yo podía percibirlo enseguida.
Nunca me lo dijo, pero estoy convencida de que no le gustaba que yo fumara, ni que me vistiera según la moda inglesa, ni que para desfogarme montara a caballo a solas, sobre todo cuando entre mi marido y yo surgían discrepancias que ella siempre fingía ignorar.
Jamás se puso del lado de Alfonso cuando nuestras discusiones subían de tono, antes al contrario, en cuanto podía se inclinaba a darme la razón. Pensaba. Se entremezclaba sin testimoniar ni exigir, ni extraer consecuencias. Pero estaba allí. Era un cuerpo, un testigo, un ente material que observaba y razonaba.
No desconocía que la raíz de nuestras discusiones se debía a la conducta de su hijo; sin embargo callaba. Tal vez fue la ausencia de aquella mudez y aquel estar allí en silencio, o aquella forma de mirar como si atravesara el pensamiento, lo que, pese al inmenso vacío que para mí dejó mi suegra al abandonar este mundo, también me permitía sentirme dueña de mí misma.
No obstante, la echaba de menos. No podía evitarlo. Echaba de menos el bulto alto y esbelto de su cuerpo, aquel modo que tenía de enmascarar con serenidades los prontos inesperados de su hijo, sus oportunos cambios de conversación y sus preguntas que instantáneamente desmontaban tiranteces. Sobre todo echaba de menos a la mujer que Alfonso tanto admiraba.
Cuánto me hubiera gustado parecerme a ella. No lo conseguí. Éramos opuestas. Incluso en el terreno de nuestros sentimientos.
Cristina siempre supo que su marido, aunque la admiraba, nunca estuvo enamorado de ella. En cambio, yo no conseguía admitir que el amor de mi marido se hubiera esfumado sin haberme demostrado jamás un brote de admiración. Tal vez tuviera razones poderosas para no admirarme. Entre ellas la desgracia de mi sangre infectada. O mis escasos contactos con sus amigos. O acaso: la enorme ausencia de una afición intelectual que mediaba entre él y yo.
El hecho es que, aunque nacidos en un estrato ambiental idéntico y endilgados por educaciones similares, entre Alfonso y yo se abría un inmenso abismo de discrepancias. Nuestras formas de pensar no llegaban a ajustarse. Él concebía la vida desde fuera y yo desde dentro. Él daba importancia a los gestos, a las situaciones, a los movimientos, a todo lo que pudiera suponer una tormenta o una bonanza temporal y meramente material.
Yo, en cambio, me apoyaba en la esperanza, en los probables remiendos futuros, en las riquezas emocionales que el entendimiento mutuo podía ofrecer. Y, sobre todo, en las reacciones que precisaban demostraciones sentimentales y psicológicas.
En suma, sus inteligencias discrepaban de las mías. Lo que él consideraba importante nunca lo fue para mí. Mil veces intenté ponerme a su altura. Pero sólo conseguí quedarme a medio camino.
Al margen de todo ello, la muerte de mi suegra supuso algo que hasta entonces nunca pude imaginar que lograra transformar por completo el cerrado horizonte de mi vida.
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