Mercedes Salisachs - Goodbye, España

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Novela que retrata la vida de la reina Victoria Eugenia y aporta nuevos datos acerca de la vida de esta soberana, de la que se cumplen 40 años de su muerte.

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El calor arreciaba y, en el norte, el calor se soporta mal. Acostumbrados a los nublados, a los chirimiris y a los días templados, los nervios de los vascos se encabritan y las reacciones afloran crispadas si la fogosidad ambiental dura demasiado.

La huelga fue el detonante de una bomba sin muertos, pero el estallido silencioso del proseguir cotidiano mató la placidez de nuestro entorno familiar.

También por entonces el conde de Romanones decretó desde su Ministerio de Gracia y Justicia la real orden sobre el matrimonio civil. La reacción del obispo de Tuy no se hizo esperar y la pastoral que lanzó fue todo menos plácida. El rey no estaba de acuerdo con aquella ley, pero entonces el verdadero rey era Romanones.

Cuando después del ajetreado verano y parte del otoño nos instalamos en Madrid, conseguí desarticular una cantidad de las comidas solemnes y le pedí a Alfonso que, debido a mi estado, limitáramos los constantes trajines sociales y protocolarios que amenazaban con mermar nuestra intimidad. «¿Te das cuenta, Alfonso, de que nuestra luna de miel no se ha parecido a la que disfrutan las demás parejas?»

Su respuesta no dejaba de ser consecuente: «Es que las demás parejas no son reyes», me dijo sin dejar de sonreír. No obstante, reconozco que puso gran empeño en complacerme. Al margen de los almuerzos íntimos y de la notable disminución de solemnidades, se estableció que todas las tardes tomásemos el té a solas en el Palacio Real.

Fueron aquellas veladas las que de nuevo promovieron una intimidad parecida a la que, desde la distancia, tanto Alfonso como yo procurábamos mantener al escribirnos postales.

De nuevo el amor era eso: explicar, comentar, abrir nuestras interioridades y conversar más allá de cualquier obligación protocolaria.

Nada entorpecía nuestra hora del té. Alfonso era un gran conversador y en aquel tiempo también era un hombre feliz. Nunca nada ni nadie profanó la armonía de aquella hora hecha de té y de intercambios confidenciales.

Aquella costumbre se interrumpió cuando nació nuestro primer hijo. El principito heredero, aunque parecía rebosar salud, estaba enfermo. Lo estuvo durante toda su corta y desgraciada vida.

Cuando pienso en él y en todo lo que tuvo que soportar desde su infancia, todavía tengo la impresión de que, si yo parí su cuerpo infectado, él parió mi alma a medio infectar. Fue a partir de aquel nacimiento cuando tomé conciencia de que la vida no consistía en dejarse llevar por las apariencias excesivamente gratas. La vida es un hecho que «va siendo». Nunca es. Nadie permanece estable y nadie ofrece garantías. Todo puede implicar un posible cambio de decoración.

Al principio aquella enfermedad de mi hijo todavía parecía ser una adversidad reparable. Cabía la esperanza. El desconocimiento de lo que no se espera arrastra siempre un brote de confianza. Pero la incertidumbre murió cuando, cuatro años después, aquella enfermedad tuvo nombre.

Creo que fue al poco de nacer nuestro primer hijo cuando Alfonso, desengañado, dio en convencerse de que la hermosura no basta para construir, con estabilidad, un amor sólido. Había mil cosas más que se precisaban para que lo fuera.

El erotismo induce a soñar, pero el sueño se esfuma cuando la realidad presenta factura.

Debo confesar que, en mí, aquel dolor cambió por completo los puntos cruciales de mi existencia.

Desesperada, asumí la endeble salud de mi hijo como una prioridad excesivamente rígida y personalizada.

Mi gran pecado fue ése: abocarlo todo hacia él. Cada instante podía ser peligroso. Cada descuido, un arma mortal. Cuando por mi condición de reina debía abandonar el palacio y dedicarme a los deberes impuestos, todo en mí se trastocaba. Precisaba regresar al palacio, ver a mi hijo Alfonso y cerciorarme de que nada le había sucedido.

Mi angustia era tan grande que, a veces, yo misma me asustaba. ¿Hasta cuándo iba a durar aquel oculto martirio? En ocasiones los recuerdos se me acumulaban en los insomnios; tal era mi inquietud por el primogénito. Aquella angustia mermó injustamente las atenciones que merecía y precisaba nuestro segundo hijo Jaime.

Tardé en darme cuenta de que, aunque sano, Jaime ha sido y es el más desgraciado de nuestros hijos.

Su sordera fue, efectivamente, un dolor grande para Alfonso y para mí. Pero no era una constante amenaza de muerte como lo era su hermano.

Me duele mucho no haberle prestado la atención que merecía. Ciertamente no le faltaron cuidados; Jaime es inteligente. Su disminución física no le impide llevar una vida corriente. Su forma de hablar llama la atención, pero no disminuye su atractivo físico. Además durante su adolescencia se mostraba incluso alegre. Nada en él apuntaba lastres propios de una neurastenia con tendencias depresivas.

Recuerdo que siendo pequeño y ya sin poder expresarse con palabras, me daba a entender con los ojos el amor que como hijo me profesaba. Constantemente me abrazaba, se sentaba en mi regazo y sonreía como implorando algo que entonces yo tal vez descuidaba, especialmente cuando su hermano mayor reclamaba mis atenciones y caricias.

Yo ignoraba que a veces la sensación de abandono logra causar tanta destrucción como las heridas del cuerpo. Y que los niños desengañados, con el transcurrir del tiempo, pueden convertirse en hombres «desafinados», incapacitados para reconstruir y afinar adecuadamente desfalcos anímicos y esperanzas perdidas.

Algo parecido le ocurrió a Jaime. Especialmente cuando tras recibir una educación religiosa y llevar una vida muy apoyada en la fe católica, siempre endilgada por un sacerdote inteligente, benévolo y erudito, tuvo que afrontar un Jueves Santo que destruyó las fibras más sensibles de su razón de ser.

Ocurrió cuando acababa de estrenar sus catorce años. Era un adolescente. Un muchacho jovial que combinaba valientemente su discapacidad con serena naturalidad.

Aquel sacerdote era mucho más que su confesor. También era su maestro, su confidente y su verdadero amparo cuando su condición de hijo secundario descolocaba las ansias de ser querido, que siempre reclamaba.

Nada se mantuvo en pie al conocerse la noticia. Nunca un Jueves Santo fue para mi hijo Jaime tan doloroso y desconcertante como aquél.

Corría el año 1922.

Pero el sacerdote no esperó a que el año finalizara. Se quitó la vida repentinamente y, con ella, se llevó los fundamentos esenciales que durante años fueron los soportes más sólidos de mi hijo.

***

De nuevo el silencio. Mis nietos no preguntan. Y el coche circula lento por la calle Mayor, camino de no se sabe dónde. Me noto cansada. Tengo el cansancio de los recuerdos que duelen, de los esfuerzos que se debe hacer para encubrir y disimular la emoción que se apila en los ojos en forma de lágrimas.

Todavía presa de ese manojo de sombras que se empeñan en ser realidades actualizadas y convertirse en hechos presentes, le digo a Juanito que estoy fatigada:

– Será mejor regresar a Liria -le propongo.

– Lo comprendo, abuela. Desde que has llegado a España todo han sido emociones.

Mi nieto intuye que, más que cansancio, lo que ahora experimento es algo parecido a una convulsión interna. Una desagradable sensación de que todo en mi vida ha sido un constante fracaso, un no haber sabido aprehender el ritmo elegido y encontrar los medios adecuados para evitar descalabros tangibles que acaso pudieron evitarse.

El recuerdo de mi hijo Jaime (siempre vencido por la desgracia) de nuevo cobra en mis percepciones certezas excesivamente dolorosas.

¿Cómo habría sido posible desde sus cortos años entender que su gran maestro y confidente fuera incapaz de convencerse a sí mismo de lo que le predicaba a él? ¿Qué verdad puede mantenerse erguida cuando quien la predica la hiere de muerte?

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