Mercedes Salisachs - Goodbye, España

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Novela que retrata la vida de la reina Victoria Eugenia y aporta nuevos datos acerca de la vida de esta soberana, de la que se cumplen 40 años de su muerte.

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Por la tarde me estrené en la corrida de toros que soporté estoicamente y también en una serie de festejos que ya no recuerdo.

Tras las recepciones y las funciones de teatro y tantas actividades incómodas, iniciamos varios días después nuestra verdadera ‹duna de miel».

El lugar elegido fue el Real Sitio de La Granja de San Ildefonso. Allí todo era paz. Nada interfería ni impedía nuestro libre albedrío; ni amenazaba nuestra intimidad.

Me gustó aquel lugar. Recuerdo que unos árboles gigantescos custodiaban el palacio, y que la luz del día se llenaba de un verdor deslumbrante.

Llegamos allí en un coche acompañados por mi hermano Mauricio. En otro vehículo iban mi madre, Leopoldo, el marqués de Mina y el duque de Santo Mauro.

Al poco tiempo el padre de Jaime Silva (duque de Lécera) y los ayudantes de Alfonso se instalaron también en La Granja.

Una inmensa muchedumbre aguardaba nuestra llegada. La soledad era imposible. Los reyes son como atrapamoscas que raramente penden vacíos desde sus privacidades.

Siempre existen gentes consideradas importantes dispuestas a presentar sus respetos y transgredir las inviolables normas propias de los recién casados.

Al día siguiente los huéspedes se fueron y nosotros los acompañamos a la estación. La despedida fue emocionante y también feliz. Por fin Alfonso y yo íbamos a estar solos.

No obstante, nuestra luna de miel siempre estuvo aureolada por infinidad de quehaceres que Alfonso controlaba. De improviso surgían políticos inquietos; relevos de palacio; amigos incondicionales como el marqués de Viana, en aquel tiempo tan atento y simpático conmigo; concursos de tiro de pichón; meriendas organizadas en nuestro honor; recepciones de autoridades; almuerzos oficiales; funciones de teatro, y mil eventos más.

Fueron días activos pero agotadores. Comprendí entonces que Alfonso era un hombre inquieto, un ser que precisaba novedades, compañías; hechos que lo mantuvieran en constante agitación.

Temía aburrirse y, aunque sus demostraciones hacia mí eran afectivas, también era evidente que no le bastaban. Quería más. Precisaba notarse eje de sí mismo. Para él, los días vacíos de eventos y perdidos en soledades eran sus peores enemigos. La mente para ciertas personas puede ser un contrincante mortal. La dinámica era su principal medicina para no caer en depresiones.

Los años fueron constatando aquella impresión mía. El rey necesitaba serlo incluso en su luna de miel.

Yo era el motivo de aquel retiro en La Granja, pero él era una inmensa granja donde el retiro dañaba su calidad de hombre desasosegado y bullicioso.

Ni un solo día lo vi con un libro en las manos, ni observé en él un mirar lejano como si pensara. No. Alfonso detestaba pensar. Su inteligencia sólo le permitía planear, decidir, dejarse llevar por intuiciones y sensaciones.

Ni siquiera comprendía que yo, agotada de tanta agitación, me permitiera descansar en mis habitaciones a solas. A menudo se empeñaba en que yo saliera al balcón para ser aplaudida. También quería que admirase su destreza para domar caballos, sus saltos en los concursos de equitación, su forma de amaestrar a las jacas y obligarlas a dar piruetas especiales y difíciles; sobre todo le entusiasmaba competir y mostrar su pericia en el tiro de pichón.

Casi nunca nos sentamos solos a la mesa. Tener invitados era la norma establecida.

Al cabo de unas semanas me notaba cansada, muy cansada. Tenía el cansancio de los que esperan reposos que nunca llegan.

Yo soñé una luna de miel sosegada y un poco romántica. Pero sólo saboreé una porción de miel muy pequeña, sin luna ni sosiego.

A pesar de todo, yo seguía enamorada de mi marido. No concebía que un sentimiento tan asentado, valorado y probado con largos períodos de ausencia pudiera esfumarse como un sentimiento cualquiera.

Ni por asomo podía yo sospechar que, en ocasiones, es precisamente la lejanía lo que más refuerza los lazos con el ausente querido. La cercanía es peligrosa si no se sabe endilgar con destreza.

Existen tantos enemigos ocultos en los roces diarios. ¿Cómo evitar la crisis de un sentimiento cuando ese sentimiento se encuentra en el trance de ser juzgado?

Pocos son los que conocen el peligro que supone destrenzar día a día y minuto a minuto lo que se denomina convivencia, si el convivir no se sabe administrar.

Basarse en la fuerza del sentimiento es como circular por un puente con soportes quebradizos. Todo lo que se comparte puede partirse. Y todo lo que nos alumbra puede acabar siendo sombra si no convertimos ese «compartir» en un constante dar sin exigir, pero eso sí: por partida doble.

Recuerdo que en cierta ocasión, cuando tras un mes y medio de nuestra estancia en La Granja y dispuestos a irnos al palacio de Miramar donde nos esperaba la reina Cristina me introduje en la capilla de San Ildefonso para rezar a solas ante el altar, le pedí al Señor que no permitiese que mi amor por Alfonso se eclipsara, que la admiración que yo sentía por él nunca acabara.

De pronto mis rezos se detuvieron. Me parecía una especie de infidelidad pedir algo que, en cierto modo, me estaba acusando de ser infiel. ¿Por qué pedía lo que yo consideraba tan sólido? ¿Era verdaderamente consecuente amar a Alfonso y dudar de la solidez que suponía mi sentimiento hacia él?

Me tranquilicé pensando que también yo le pedía a Dios que no perdiera mi fe en Él.

Pero ¿era lo mismo tener fe en Dios que sentir amor por un hombre?

¿Por qué aquellas vibraciones sentimentales que durante nuestra separación obligada me dejaban casi sin aliento estaban desapareciendo?

Semejantes lucubraciones comenzaron a hacer mella en mí cuando veía la euforia de Alfonso desligada totalmente de la mía. Aunque él no se daba cuenta, yo no era ya el trofeo conquistable, sino el trofeo «adorno», la copa ganada para presumir de ella y completar un trono que hasta entonces era sólo un lugar a medio ocupar.

A pesar de todo, yo continuaba convencida de que mi enamoramiento era indestructible. Y que la culpa de aquella extraña sensación que me convertía en una mujer defraudada era mía, sólo mía.

Por eso me esforzaba en complacerlo en todo. Nunca le di a entender que el verdadero amor no consiste en dejarse llevar por el instinto, sino en compartir cada minucia interna de nuestras vidas.

Tenía miedo de que no me entendiera. Alfonso consideraba que su amor por mí se manifestaba sin tropiezos sólo porque admiraba mi cacareada belleza y porque tenerme a su lado en la cama suponía hacer el amor sin pecar.

Lo demás, esas pequeñas circunstancias que se traducen en gestos, miradas, sonrisas, roces inocentes, confidencias y un sinfín de menudencias que demuestran atenciones, confianzas y apoyos, no entraba en los recintos de lo que él consideraba amor.

Le bastaba saberse dueño de mi cuerpo para suponer que me quería. Alfonso era una de esas personas que vivían consagradas a sí mismas.

No era culpable de aquellos brotes de frialdad que poco a poco iban minando mi entusiasmo por él. Había nacido rey y, como tal, nadie le habló nunca de los desvíos que un machismo entronizado podía ocasionar.

Durante algunos días Bee, todavía soltera, permaneció en La Granja con nosotros. Al menos con ella yo podía hablar. Pero consciente de que estorbaba, pronto nos dejó.

Tal vez las inquietas maneras de Alfonso no fueron entonces únicamente propias de su constante desasosiego y su empeño en no dejarse llevar por lo que para él suponía la desalentadora serenidad: durante nuestra luna de miel fueron varios los problemas políticos que mantuvieron en vilo a mi marido. Surgieron desajustes internos. En Bilbao, mientras nosotros estábamos en el palacio de Miramar, se produjo una huelga general en la zona minera.

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