Mercedes Salisachs - Goodbye, España
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A la edad que tenía Jaime no caben equivocaciones. No existen maldades y virtudes a medias. Todo se nos antoja exacto, decisivo e inviolable.
Para él su confesor era la verdad, la rectitud y todo lo que supone realizar construcciones indestructibles.
Por si fuera poco, alguien le dijo que por haberse suicidado no merecía oraciones ni el derecho de ser enterrado en un cementerio cristiano.
Todavía escucho su voz mal timbrada y distorsionada, preguntándome desesperado si su confesor no podía salvarse. Intenté calmarlo. Pero mis argumentos se perdían en lucubraciones que ni siquiera lograban convencerme a mí misma. En aquella época el suicidio constituía un delito grave que no merecía redención alguna. La condenación eterna era la única meta segura. Dios era sólo Juez, Dios no admitía aplicar perdones a los desesperados que se quitaban la vida. Y si los desesperados eran sacerdotes, el castigo debía ser mayor.
Afortunadamente mi suegra, profundamente religiosa, pudo sosegar algo la angustia de mi hijo. Le habló de la inmensa misericordia de Dios, del Sagrado Corazón de María, de la posibilidad de que la muerte de aquel sacerdote se hubiera debido a un instante de ofuscación mental y de que los cuerpos enterrados fuera de los cementerios católicos acaso podían ser más dignos que muchos otros cuerpos sepultados en lugares religiosos.
Pero Jaime, desde aquel terrible suceso, ya nunca fue el mismo. Algo vital en su vida comenzó a flaquear. El pilar más sólido de su existencia se había desmoronado y con él, las razones esenciales que daban un sentido a lo que lo rodeaba. Todo para él cambió drásticamente. De alegre y distendido, se convirtió en un ser introverso, poco comunicativo y despegado de sus habituales propuestas siempre alegres e incluso jocosas.
A ello contribuyó sin duda alguna la falta de ayuda que Alfonso, por causas de extrema preocupación política, no pudo concederle. Pocos meses después Eduardo Dato, a la sazón jefe de Gobierno, fue asesinado acribillado por unos sindicalistas en plena calle. Su muerte caló muy hondo en los ambientes políticos. De improviso brotaban resentimientos, envidias y mucho descontento, incluso entre los que habían servido con franca dedicación a la corona.
La reacción social iba introduciéndose cada vez más en las aulas enrarecidas de los altos cargos. En Cataluña el separatismo iba incrementándose. Lejos de sentirse beneficiada por los Fueros Catalanes que la independizaban y le concedían atributos inexistentes en el resto de España, echaba mano de un victimismo que no sólo no enaltecía su tierra, sino que la estaba convirtiendo en una región acomplejada.
«Nada más peligroso que los complejos», me dijo en cierta ocasión Jaime Lécera. «Lo primero que generan es soberbia. Y la soberbia es la madre de todos los fallos humanos.»
Pero donde más se percibía el afán separatista era en el País Vasco. Ser parte de España constituía para ellos «una opresión impuesta» que incitaba a la rebelión y al despecho.
Por otro lado, las bajas de Marruecos causaban indignación y disturbios. Además los ataques a la Iglesia, las huelgas y las interferencias anarquistas eran cada vez más frecuentes.
Alfonso se notaba desbordado, sus rápidas reacciones se quedaban a medio camino y lo que se remendaba por un lado se rasgaba por otro.
De nada servían sus esfuerzos para aplacar un país que empezaba a ser un confuso caos de despropósitos. Cualquier remedio se iba al garete.
¿Cómo podía yo atosigarlo con los terribles problemas que intuía en nuestro hijo Jaime, si su padre apenas podía remendar y endilgar los problemas de España?
Recuerdo que al cabo de un tiempo no muy lejano a la desgracia que supuso el suicidio de aquel sacerdote, Alfonso, siempre dispuesto a vencer los traumas más duros del país y seguramente bien informado por el doctor Marañón, organizó una visita con él a Las Hurdes, el lugar más desolado y arrinconado de España, situado en una Extremadura cada vez más apagada y desligada del auge que experimentaba el resto de España.
Creo que nunca Alfonso sintió el dolor de ser rey de su querido país como entonces.
Las Hurdes era un mundo vacío dentro de un mundo que rebosaba historia, riquezas y cultura. Sus gentes vivían aisladas de todo lo que pudiera remediar su salvajismo arraigado. Desconocían la electricidad, el teléfono, el agua corriente. Carentes de rutas o pequeños caminos, vivían en su territorio totalmente aislados del resto del mundo.
Por las causas que fuera, la civilización era un vocablo desconocido por los hurdanos. No tenían escuelas y aunque la ignorancia de todo acrecentaba la intuición de la gente, disminuía ambiciones y deseos de mejoras. Los habitantes vivían en tugurios, sin más médicos ni medicinas que los remedios caseros. El raquitismo, el paludismo y el bocio en las mujeres eran circunstancias normales para ellos. La higiene brillaba por su ausencia y la ignorancia era la gran maestra de los instintos.
La visita de Alfonso acompañado por el doctor Marañón cambió el panorama de aquella fracción salvaje de una España que rebosaba prosperidad.
Cuando conoció la verdad de aquel lugar, Alfonso se quedó anonadado. No podía concebir que, en su querida patria, algo tan inmerso en desolaciones, pobrezas y abandonos pudiera subsistir sin que, hasta entonces, nadie hubiera propuesto remedios inmediatos.
Los propuso él. Le faltó tiempo para organizar comisiones y facilitar ayudas, no sólo económicas, sino también culturales, religiosas y hospitalarias.
Asimismo facilitó medios de comunicación a la sazón inexistentes. De hecho, Las Hurdes era como un grano de pus en España. Algo que de vez en cuando supuraba pero sin quejas, ni reclamaciones ni exigencias. La queja fue Alfonso. Nadie hasta entonces había dado la voz de alarma sobre un lugar que podía hermanarse con una selva salvaje.
En semejantes circunstancias hubiera sido totalmente demencial que yo lo atosigara con preocupaciones familiares.
Pero es evidente que la ocultación de nuestras prioridades fundamentales asfixian y pudren los cimientos de una comunicación interna importante. Callar puede evitar que se distorsionen problemas generales, pero aumenta la impotencia frente a los problemas esenciales de nuestras vidas privadas.
Alfonso se notaba tan desbordado por exigencias sociales, políticas, militares y judiciales, que le faltaba tiempo para introducirse en los asuntos cruciales de la familia.
La muerte de Dato causó un verdadero desfalco en la estabilidad de España. Conservador moderado, tenía ideas modernas principalmente abocadas a enriquecer el bienestar obrero. Pretendía establecer sistemas de seguros contra accidentes, enfermedades y paros. Y además propuso infinidad de mejoras para los agricultores, proyectó construcciones de viviendas dignas para inquilinos de escasos medios económicos y ayudas indispensables para que los más necesitados pudieran mejorar sus vidas.
En efecto, la muerte de Dato supuso para el país un alarmante desequilibrio. Su sucesor, Allendesalazar, no tuvo un auge definitivo. Las desorientaciones cundían y su presidencia fue breve. Le sucedió Maura, por quinta vez al frente del Gobierno. Sus decisiones resultaron definitivas y también eficientes. Sin embargo, no concordaban con las del ejército. Los desacuerdos fueron presentados a mi marido con cierta urgencia. Alfonso pidió que le concedieran tiempo para meditar las condiciones.
Pero los ministros de Maura se impacientaban y el presidente interpretó que su rey no confiaba en él.
Le costó mucho a mi marido aplacar los ánimos y conseguir que el Gobierno permaneciese en su puesto.
Por otro lado, las flaquezas y vacilaciones estatales fueron carnaza para los republicanos, los socialistas y los comunistas.
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