Mercedes Salisachs - Goodbye, España

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Novela que retrata la vida de la reina Victoria Eugenia y aporta nuevos datos acerca de la vida de esta soberana, de la que se cumplen 40 años de su muerte.

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Fue a raíz de aquel continuo ajetreo de visitas luctuosas y de constantes demostraciones de pésame cuando, inesperadamente, cambió el lugar opaco donde la vida me había situado, para ofrecerme un radiante e insospechado vuelco en mis constantes desalientos propios de una mujer marginada.

***

De nuevo al palacio de Liria. Mis nietos se despiden de mí.

– Hasta mañana, abuela.

Me abrazan, me besan, me insisten en que descanse.

El viaje a Niza está programado para despegar hacia la una de la tarde. Como será domingo, los Alba han organizado una misa en la capilla del palacio para que yo pueda cumplir con el precepto dominical antes de emprender mi retorno a Montecarlo.

Al llegar, la señora Rich junto con los Alba y el doctor Nicod me salen al encuentro. Preguntan, comentan, proponen; pero sus voces resuenan en mis oídos como ecos de minucias que no logran acallar el cúmulo de recuerdos todavía en carne viva.

La visita a los Jerónimos ha sido mucho más que un simple recuperar hechos pasados. En realidad para mí ha supuesto también prologar una historia que todavía exige ser recobrada.

Pepita Rich me adelanta que, para ganar tiempo, Petra y Pilar han comenzado ya a preparar mi equipaje.

– Sería conveniente que Vuestra Majestad echara un vistazo por si desea realizar algún cambio.

Acepto su propuesta y, tras disculparme ante los que han salido a recibirme, avanzo por los pasillos con ella hacia las habitaciones que me han cedido los Alba.

La señora Rich, siempre discreta, ha buscado una excusa para evitarme cansancios. Atenta a mis estados de ánimo, seguramente percibe que lo que estoy deseando es darme un baño de soledad. A mi edad los agotamientos se multiplican, cualquier detalle se agranda; escuchar y contestar puede ser un esfuerzo grande.

Por eso, mientras nos dirigimos a mis aposentos, Pepita no interrumpe mi silencio, ni pregunta. Probablemente intuye que en estos momentos cualquier intromisión podría convertirse en una violación de mis acostumbrados soliloquios internos.

No ignora que, tras lo que en los últimos cuatro días he vivido, todo en mí se ha trastocado. Recordar cansa, abruma y remueve las fibras más sensibles de nuestra existencia.

No me lo dice. Pero ella sabe que me noto extenuada. La vejez es eso: vivir derrumbes, fatigas y sobre todo renuncias. Sin ellas, sin esos decir «Ya no me interesa», «Ya no preciso precisar», los años acumulados se convertirían en una especie de mito «sisífico».

Al llegar a mi dormitorio, le ruego que retire el edredón y la cobertura de mi cama.

– Quisiera descansar -le digo-. Me noto rendida.

Aunque algo sorda, puedo escuchar el vaivén de las doncellas en la habitación lindante con la mía, ordenando el equipaje. También escucho los balanceos que el viento causa en las ramas de los árboles cercanos a los balcones del dormitorio. Asimismo oigo las voces difusas que se acumulan junto a la verja del palacio.

Probablemente, todavía hay gente esperando que yo dé señales de vida para demostrarme nuevamente afectos y lealtades.

Lo siento: mis fuerzas se debilitan. Todo en mi entorno me agobia. Para los viejos, el presente demasiado ajetreado y trémulo de emociones constituye una especie de punto final, un anhelar sigilos, quietudes y despegues.

Mientras me tumbo en la cama, la señora Rich insiste en que, si necesito algo, no dude en llamarla:

– Estaré en la estancia contigua con Petra y Pilar.

Tras descalzarme, me tumbo en la cama, vestida. Quisiera dormir. Pero también el sueño se alía con el enemigo cuando más lo precisamos. De improviso el hilo de la memoria se refuerza y los fantasmas mentales pugnan por infectarnos de insomnio.

Resulta curioso comprobar hasta qué punto los hechos consumados se suman a nuestro cansancio para recobrar vigencia. La vejez casi nunca se compadece con el presente. Todo en ella se convierte en un ayer que impone recuerdos y no admite olvidos ni transformaciones.

De pronto vuelven a mí aquellos siete años totalmente ajenos a mi condición de reina.

Comenzó tras la muerte de mi suegra.

Las demostraciones de afecto hacia la regente eran constantes. Durante seis meses, el luto en España fue completo. Luego se decretaron seis meses más de luto aliviado. Pero la costumbre de recibir en palacio gentes allegadas a nuestro entorno se alargaba y crecía a medida que el tiempo pasaba. Alfonso apenas se dejaba ver en aquellas reuniones. Su derrumbamiento psíquico se lo impedía. Generalmente era yo la que, ayudada por mis hijas, atendía a los que nos visitaban. Entonces todavía era joven, y, consciente de que el aguante social formaba parte de mis obligaciones como reina, me reafirmé intensamente en mi papel, volcándome en agradecimientos y amabilidades. También mis hijas Beatriz y Cristina colaboraron conmigo a mantener conversaciones que siempre se decantaban a lamentar la pérdida de una mujer recta y valiosa que, durante tantos años, había sostenido las riendas del país con pulso firme y certero.

A decir verdad, aquellas reuniones no me desagradaban. Eran como propuestas para que los miembros de la nobleza y las grandezas de España pudieran, al departir conmigo, convencerse de que muchas insidias ocultas que habían perjudicado mi reputación de reina antiespañola eran infundadas. Cuántas de aquellas damas encopetadas y en cierto modo desengañadas al comprobar que el rey ya no era el hombre que, por haberlas convertido en sus aliadas sexuales, merecía aplausos se acercaron a mí para no perder su categoría de allegadas a la corona.

De hecho todas las antiguas amigas de mi marido, siempre dispuestas a desacreditarme y a jugar a ser las «preferidas», se volvieron repentinamente adictas a la reina inglesa.

En ocasiones, cuando las veía departir entre ellas, me preguntaba a mí misma cuál podía, en caso de que la muerte me atrapara, ocupar mi puesto en tantas y tantas organizaciones benéficas que, con el apoyo de la reina muerta, había conseguido fundar y dirigir en España.

Casi ninguna podía servir para semejante menester. Por ejemplo, vestir el uniforme de la Cruz Roja era para casi todas ellas una frívola manifestación de privilegios, pero no una garantía de apoyos a los desamparados y necesitados de ayuda.

Pocas eran las que, a pesar de instruirse en la escuela de enfermeras, cumplían su misión correctamente.

Entre la mayoría, la única que había aportado abundantes muestras de merecer mi beneplácito era Rosario de Lécera. En ella siempre había encontrado una aliada eficaz para decidir y encarrilar proyectos que, en principio, se consideraban arriesgados. Aunque mucho más joven que yo, Rosario poseía intuiciones propias de una mujer madura. Llevaba ya dos o tres meses colaborando conmigo. Sabía que estaba casada y que tenía dos hijos. Lo demás no contaba en nuestro departir casi siempre relacionado con el afán de mejorar instituciones sociales.

No obstante, existía un «además». Lo conocí en el salón del palacio donde nos reuníamos por las tardes tras la muerte de la reina regente.

Era alto, y Rosario a su lado parecía una niña. Avanzaban lentamente hacia donde yo me hallaba departiendo con otras personas.

Al cuadrarse ante mí y besar mi mano, una media sonrisa entre amable y luctuosa trataba de profanar la severidad impuesta en el ambiente que nos rodeaba.

– Mi marido -exclamó Rosario-. Se llama Jaime.

De pronto recordé:

– Cuando llegué a España para casarme, tu padre fue uno de los que velaron mi sueño en El Pardo la noche anterior a mi boda.

Jaime Lécera acentuó su sonrisa:

– Conozco la historia -me dijo-. Entonces yo era un adolescente. -Y tras una breve pausa añadió-: Fue un honor grande para él. Jamás olvidó la impresión que Vuestra Majestad le produjo.

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