Mercedes Salisachs - Goodbye, España

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Novela que retrata la vida de la reina Victoria Eugenia y aporta nuevos datos acerca de la vida de esta soberana, de la que se cumplen 40 años de su muerte.

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Tanto Rosario como él se mostraban preocupados sobre lo que estaba ocurriendo en nuestro país. La sombra de una revolución se deslizaba siempre en nuestras conversaciones. «A veces pienso que la muerte de la reina Cristina ha sido muy oportuna», les decía. «De haber vivido no hubiera soportado ver a una España al borde de hacerse trizas.»

En efecto, las bases más sólidas de la monarquía se debilitaban. España entera se daba cuenta de que algo muy dañino crecía en las alcantarillas políticas de los que ostentaban el poder.

Entretanto el abatimiento de Alfonso iba en aumento. Inútiles resultaban mis esfuerzos por animarlo y arrancarle de aquella extraña misantropía que lo encerraba en sí mismo. Mis intentos eran siempre ineficaces. Todo cuanto le decía se convertía en motivo de enfados. Cualquier proposición o comentario planteados por mí eran para él algo parecido a una provocación. Reaccionaba como si le hubiera insultado. Se negaba a escucharme. Según él, «yo no sabía. Yo lo tamizaba todo a fuerza de sensiblerías».

La era de nuestras discusiones no tardó en subir de tono. Al margen de los problemas que los finales de la dictadura le estaban causando, seguramente le influía también la derrota sentimental protagonizada por un crítico teatral opuesto a la monarquía y empapado de ideales claramente republicanos. Se llamaba Juan Chabás y era ya un secreto a voces que Carmen Ruiz Moragas simpatizaba con él más allá de los ambientes teatrales.

Además de aquellos derrumbamientos morales, Alfonso se sentía abatido por el ambiente general contra Primo de Rivera, pero también por comprobar que la mujer a quien tanto quería lo estaba traicionando no sólo como amante, sino por decantarse hacia un ideal republicano.

Pocos eran ya los que se acordaban de lo mucho que habían ensalzado el golpe de audacia del dictador al implantar normas drásticas para desembarazar al país de tantos desafueros.

La rebelión de algunos contagiaba a otros. Los criterios adversos cundían cada vez más exigentes. A pesar de la censura, los medios de comunicación no se arredraban. Especialmente duro con Primo de Rivera fue el periódico La Nación . Basado en la picaresca, publicó un verso aparentemente lleno de alabanzas dedicadas a él. No obstante, si se leían las primeras letras de las estrofas, se tachaba a Primo de borracho.

Aquel acróstico fue leído por la mayor parte de los españoles. Sin embargo, lejos de causar indignación, motivó hilaridad y rotundos asentimientos generales.

Primo de Rivera comenzaba ya a saborear la amarga amenaza de su decadencia. En cierta ocasión recuerdo que me dijo: «La mayor parte de los españoles, Señora, son como niños. Precisan algo parecido a un torniquete para que España no se desangre y desnivele la balanza de su bienestar. Sin él, el país se hundirá siempre en desequilibrios».

Medio en broma le pregunté a qué torniquete aludía. Por unos instantes imaginé que se refería a la dictadura. Pero me equivoqué. Primo no tardó en contestar: «El torniquete es la monarquía». Tenía razón, fue precisamente la falta de aquel torniquete lo que, tras siete años de dictadura, desniveló la balanza.

Entretanto, la amistad que me unía a los Lécera, lejos de disminuir, aumentaba.

Muchas fueron las veces que mis horas libres se unificaron con las de aquel matrimonio.

En ocasiones y siempre de incógnito, me acercaba yo a su casa para departir con ellos. Conocí a sus hijos: un niño y una niña de corta edad que pronto se familiarizaron conmigo. Fueron precisamente aquellos pequeños los que conseguían, en nuestros frecuentes encuentros, anular ceremonias innecesarias.

Desde sus inocencias, jamás utilizaban términos protocolarios, ni me saludaban con la forma debida a una reina. Al contrario, en cuanto me veían corrían hacia mí para que los abrazara.

Nunca me llamaron Majestad, ni Señora, ni les arredraba gastarme bromas propias de alguien que, para ellos, era una simple amiga que los quería.

Al dirigirse a mí, lo hacían utilizando mi nombre: Ena. Eso era yo para ellos: un nuevo valor amistoso en el núcleo familiar, alguien que sus padres consideraban digno de ser aceptado en la intimidad casera.

También ellos (a veces unidos y a veces en solitario) solían entrar en el palacio a la hora del té. A mis espaldas aquella hora era considerada «la hora inglesa». Varias fueron las personas que solían acompañarme.

A los seis meses de la muerte de mi suegra, el luto continuaba pero ya entrado en alivios. En Miramar y en pleno verano, no faltaron momentos distendidos con reuniones alegres en distintos lugares próximos al palacio.

Desde los principios de mi llegada a España, fue Zarauz el lugar de veraneo elegido por los miembros de la nobleza. Pronto aquel lugar, tan cercano a San Sebastián, fue proliferando y creando ambientes atractivos que solían durar tres meses. Playas, golf, casinos. Todo se prestaba para organizar tertulias, verbenas y un sinfín de diversiones privadas que no afectaban a los duelos oficiales.

Los que no tenían casa propia, se instalaban en el lujoso Gran Hotel. Y allí se alojaban los Lécera con sus hijos. Pese a los malos tiempos que todo el mundo vaticinaba, aquel verano llegó a ser para mí un hito distendido que me permitió desviar preocupaciones.

Fueron muchos los desplazamientos que desde San Sebastián a Biarritz realizábamos juntos con otros miembros de la aristocracia.

Habían transcurrido veintitrés años desde que por primera vez mi familia y yo nos instalamos en la villa Mouriscot. Sin embargo el Biarritz que yo conocí cuando Alfonso se desplazó allí para pedir mi mano nada tenía que ver con la pequeña ciudad francesa que aquel verano visitábamos con frecuencia.

Todo era nuevo. Todo ofrecía un cariz distinto. Recordar aquellos días era como contemplar un castillo de naipes derrumbado.

Alfonso, todavía inmerso en depresiones y acosado por un constante reguero de noticias preocupantes, casi nunca nos acompañaba.

Con frecuencia debía trasladarse a Madrid. Los beneplácitos que al principio de la dictadura enarbolaron el ego del general dictador se estaban convirtiendo en críticas que auguraban un rotundo y próximo fracaso dictatorial.

En vano Alfonso intentaba remendar lo que a todas luces carecía de remiendo. Abatido y desalentado, pretendía recuperar el prestigio perdido. Le faltaban fuerzas, le faltaba ilusión y, sobre todo, le faltaba el gran rodrigón que durante toda su vida había sido su madre.

Procuré ayudarlo a salir del bache. Mis argumentos le resbalaban, no tenían consistencia.

Además también yo para él comenzaba a ser una presencia poco grata: no soportaba aquella inesperada amistad mía con los duques de Lécera.

De improviso rompía a despotricar contra ellos: «Se rumorea que», «Se critica tu modo familiar de tratarlos», decía.

Sin embargo, nunca especificaba el origen de los rumores, ni a qué clase de críticas se refería. Siempre hablaba como de segunda mano.

Era difícil saber lo que pasaba por su mente. También era imposible conocer las fuentes de las noticias que, sin venir a cuento, me echaba en cara.

Fue en los inicios de aquel año cuando sus ataques se volvieron más directos.

La súbita dimisión de Primo de Rivera tras el posible derrumbe de su dictadura y el miedo a ser desbancado por un nuevo pronunciamiento militar lo obligó a salir precipitadamente de España rumbo a París, dejando sobre las espaldas del rey la difícil carga de rehacer lo que, con la mejor intención, había destruido hacía siete años.

Con apremio y muchos fallos, se trató de sustituir al agotado y desengañado Primo, formando un nuevo Gobierno con el general Berenguer.

Pero aquel abandono inesperado de quien durante años dirigió el destino de los españoles dejó a mi marido completamente desmontado de sí mismo. Todo se estaba convirtiendo en un caos difícil de solucionar. El remiendo Berenguer no cuajaba y la vida en palacio se estaba volviendo una extraña vigilia de algo que no podía definirse. Todo era inhóspito y desconcertante.

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