Mercedes Salisachs - Goodbye, España

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Novela que retrata la vida de la reina Victoria Eugenia y aporta nuevos datos acerca de la vida de esta soberana, de la que se cumplen 40 años de su muerte.

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Yo no sé si llegaré a ver a mi hijo Juan en el trono. Tampoco sé si Juanito llegará a ser rey de España. Pero estoy convencida de que si algún día mi nieto fuera entronizado, España entera lo aceptará con los brazos abiertos.

Su modo de ser, aunque campechano como lo fue su abuelo, también es analítico, precavido y firme. Nada se le escapa aunque lo silencie. Sabe esperar. No es aturdido. Y, por supuesto, tampoco es ambicioso.

Durante años vive medio ofuscado por políticos que se afanan en someterse por encima de todo al enigmático General.

Su rango es un interrogante. Tiene trato de alteza, pero su calidad de príncipe todavía no se ajusta al título propio del sucesor de la corona.

Todo en los manejos del General constituye un arcano.

Cuando se lo expongo a mi nieto, se limita a sonreír. Claramente compruebo que su sonrisa es una forma de abstenerse de decir lo que piensa.

En estos momentos el vehículo pasa por la ligera rampa que conduce a la parte alta del templo de San Jerónimo. A la izquierda queda la fachada trasera del lujoso hotel Ritz.

En aquella época el hotel Ritz no existía. Y la posibilidad de llegar en coche al portal del templo, tampoco.

Los carruajes debían detenerse ante la gran escalinata que conducía a la entrada de la iglesia.

Me veo ahora subiendo por los alfombrados peldaños de piedra junto a mi suegra, ambas vestidas de blanco. Avanzamos hacia el altar bajo un palio adornado con el escudo real y flanqueadas por guardias con uniforme de gala.

Alfonso nos esperaba junto al ábside, donde se habían instalado reclinatorios cubiertos con lienzos de seda jalonados en lo alto por almohadones bordados y acordonados por trenzados dorados de cuyas esquinas pendían borlas del mismo color.

No sé por qué en estos momentos me vienen a la mente esos detalles. Todo aquel día estaba repleto de grandezas que jamás volví a contemplar.

Recuerdo que el carruaje real era de caoba y se hallaba cubierto con colgantes de terciopelo entorchado de oro; en su traspontín se asentaban el conductor y dos lacayos.

También evoco que el carruaje iba tirado por seis alazanes enjaezados; desgraciadamente no todos pudieron regresar a su destino.

Aquella misma mañana, tras oír misa y comulgar en la capilla de El Pardo en compañía de Alfonso para luego desayunar con él, recuerdo que al despedirse me dijo sonriendo: «Hasta luego, Ena», mientras besaba mi mano.

La mañana amaneció resplandeciente. Mayo nos ofreció su último día con verdadera generosidad. Jamás un 31 de mayo había sido tan luminoso y tan lleno de claridad prometedora como aquel día.

«Hasta luego, Ena». Nunca he podido olvidar aquel «hasta luego». Cuando menos lo espero, su voz ya perdida en el más allá lo repite como un ritornelo envuelto en vapores que todavía me emocionan. Sus ojos chispeaban drogados de alegría. Pero qué poco duró aquel «luego». Y qué largo fue aquel silencioso «hasta nunca» que se introdujo en nuestro destino.

Cierro los párpados y vuelvo a escuchar el murmullo sordo pero estimulante que se esparcía frente a la escalinata donde se detuvo el carruaje que nos transportaba a mi suegra y a mí. También contemplo otra vez la masa compacta y tranquilizadora de los alabarderos que custodiaban la plaza de la calle Bailén.

En aquellos momentos subir por la escalera que conducía al portal de la iglesia era algo así como subir, sin pisar la tierra, por un camino que conducía al cielo.

Al entrar en el templo sonaron los acordes fuertes y briosos entonando el himno inglés. Los invitados, de pie, se aliaban en silencio a las solemnes armonías mientras mi suegra y yo, cogidas de la mano, avanzábamos lentamente por el pasillo. Cientos de cuerpos erguidos pertenecientes a las realezas nos flanqueaban respetuosos.

En el ábside me esperaban Alfonso, mi madre y mis tres hermanos.

Recuerdo que mi futuro marido besó la mano de su madre en señal de respeto.

El templo rebosaba luz. Una luz intensa que la blancura de ramos y guirnaldas blancas junto al altar robustecía abanicada por altas ramas verdes que adornaban las esquinas.

En aquel tiempo la misa se celebraba en latín y de espaldas al público. Los micrófonos no existían, pero en cuanto empezó la ceremonia el silencio invadió la nave y nuestros «síes» fueron escuchados por todos.

Evoco ahora la voz del cardenal primado Sancha preguntando a la numerosa concurrencia si alguien conocía algún impedimento para realizar el enlace previsto.

Aunque se habían adoptado infinidad de precauciones para evitar que nuestra boda se malograse, nadie en aquellos momentos podía barruntar que no sólo los impedimentos trastocan los matrimonios; también suelen sucumbir por lo que nadie sospecha. Ni siquiera yo misma podía imaginar que el verdadero impedimento era yo; que mi aspecto saludable mentía, y que existen ritmos secretos capacitados para circular por nuestras venas desafiando las armonías más rotundas y sinceras de nuestra apariencia.

Por eso aquellos «síes» confirmaban tan sólidamente que nada podía amenazar la autenticidad de nuestras aquiescencias. Tras la celebración de la boda comenzó la misa solemne. Desde el coro surgieron los cantos del Orfeón de Pamplona interpretando Tota pulchra de Guilleman y el O salutaris de Laurent de Rilli.

Las misas entonces se celebraban en silencio y los feligreses leían las oraciones pertinentes en devocionarios, sin embargo la música y los cantos adornaban copiosamente las celebraciones solemnes.

Evoco ahora El Mesías de Haendel, el Aleluya de Purcell, pero lo que más me emocionó fue cuando al iniciarse el ofertorio una bellísima voz de mujer entonó el Ave María de Schubert.

Al llegar al Sanctus, sonó la briosa melodía de Gounod. Y acto seguido el Dona Nobis Pacem de Mozart.

La paz que se pedía fue rubricada y fortalecida por unas voces infantiles entonando el Panis Angelicus de César Franck. Al alzarse la Sagrada Forma, y en tonos muy suaves, se escucharon los sonidos tintineantes del campanilleo de los monaguillos.

Finalizada la misa nos dirigimos al claustro para firmar el acta matrimonial mientras ciento cincuenta ejecutantes entre cantantes y músicos interpretaban el gran Tedeum del maestro Mateos.

Después regresamos al templo para que los príncipes e infantes de todas las realezas presentes desfilaran ante el trono donde nos instalamos de pie para recibir sus saludos.

Enseguida comenzó la vuelta del cortejo hacia el palacio.

***

De improviso la voz de mi nieto:

– Llevas mucho rato en silencio, abuela.

– Soñaba. Mejor dicho, recordaba.

Juanito detiene el coche junto al muro lateral de la iglesia. El párroco y algunos sacerdotes salen a nuestro encuentro. La consigna vigente se apoya en la discreción.

– Lo único que pretendemos es entrar en el templo sin que nadie nos sorprenda -le digo.

– Así se ha procurado, Señora -me reafirma.

También confirma que, a esa hora, la iglesia suele estar prácticamente vacía.

Al traspasar el umbral, todo se vuelve silencio. Un silencio como de pozo sin agua o como extraído de un pantano que fingía ser tierra firme.

Lentamente avanzo sola por el pasillo donde hace ya sesenta y dos años entré vestida de novia junto a mi suegra, camino de mi futuro.

Nada de lo que estoy contemplando se parece a lo que contemplé aquel día. La claridad de aquel mayo ha sido engullida por un febrero húmedo y lluvioso.

En efecto, la nave por donde transito huele a moho, a brumas anticuadas, a grandezas perdidas y a erosiones que el tiempo ha ido dejando en los rincones de las paredes.

Aunque todo está en su sitio y los destrozos que la guerra causó se han restaurado a lo largo del tiempo, lo que destacó el día de mi boda se esfumó para siempre.

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