Capítulo 61
La niña madura a una velocidad asombrosa. Cada momento que pasamos juntos, cada mañana, mientras la madre de mi hija está recluida en la biblioteca dedicada a su investigación sobre algún nuevo genoma, representa un momento de gigantesco progreso y admirables triunfos. Cuando Anna vuelve a casa se inicia la representación de los éxitos del día. Es la feliz expectativa de toda la mañana, en eso consiste el juego, en poder ser testigos de su admiración y su emoción y así obtener la confirmación de que algo grande ha sucedido mientras ella estaba en la biblioteca, de que he presenciado hazañas prodigiosas que ahora hay que repetir.
La heredera de mi invernadero está en el suelo en leotardos, sujetándose a la cama matrimonial. Yo estoy buscando su jersey en el otro lado de la habitación cuando la veo con gesto concentrado separar una mano de la cama, soltar sus minúsculos deditos y separar la otra mano, con prudencia pero con asombrosa seguridad. Luego se queda de pie por unos instantes, quieta, sola y sin apoyo alguno, delante de la cama, la barriguita al aire, antes de lanzarse, osada y cierta del triunfo, hacia lo desconocido, tres pasos da en total. Tiene levantados los brazos para mantener el equilibrio, las rodillas tienen hoyuelos.
Cuando Anna llega a casa, levanto del suelo a nuestra hija, que está sentada apilando cubos de letras, la alejo de su torre de Babel a medio terminar y la coloco en el suelo, como una troupe de actores en mitad de una plaza, a punto de estrenar su divina comedia. Primero sostengo a la niña por las manos pero luego las voy soltando poco a poco, dedo a dedo. Al principio, está con gesto de total concentración en mitad de la cocina, y entonces sucede el milagro: desplaza todo el peso del cuerpo a una pierna para poder levantar la otra del suelo y moverla rápidamente un paso hacia delante. Luego repite el procedimiento con la otra pierna y da otro paso, en total da cuatro pasos con creciente seguridad, haciendo girar las caderas como un robotito. Su madre se agacha delante de ella para recibirla con alegría, la abraza y la besa con fuerza. La miro abrazar a la niña; para mí, el día ha merecido la pena. Espero tranquilo a que la madre de mi hija dé rienda suelta a su asombro, al triunfo del día. Su reacción no se hace esperar mucho.
– Es increíble, ha empezado a andar. Le has enseñado tantas cosas: a cantar montones de canciones, a silbar, a montar un puzle de veinte piezas y ahora a caminar.
Abraza otra vez a la niña con fuerza. Aunque yo esté emocionado por la alegría de Anna, sus sentimientos parecen un poco exagerados. Parece exaltada.
– Me parece una cosa tan inmensa: pares un niño y un día empieza a andar y luego se va de casa, quizá llame por teléfono de Pascuas a Ramos, y ya no puedes decirle nada -tiene lágrimas en los ojos.
– Venga, venga -le digo-. Es un poco exagerado decir que se ha ido de casa. De momento no parece que tenga que acompañar a mi hija al altar todavía.
– Perdona -dice Anna-, Flora Sol es una niña maravillosa, pero ser madre me parece una responsabilidad tan enorme -me da a la niña y se seca los ojos-. Antes de tener a Flora Sol nunca me preocupaba tanto. Ahora estoy preocupada por todo, incluso tengo miedo de que no vuelvas cuando has salido a la tienda a comprar gulasch de ternera o a ver a tu cinèfilo.
No soy dueño de mi mente, pero de pronto siento deseos de acostarme con ella. Me siento tan abrumado por mis propios" pensamientos que a toda prisa le pongo a la niña el anorak y el gorro. Tenía que ir al jardín, pero salgo con la niña a toda prisa por la puerta, en realidad sin motivo alguno, pero siento la necesidad de salir y tranquilizarme. Sin embargo, podría decirse que ya que estuvimos tan cerca los dos la cuarta parte de una noche de hace año y medio, tampoco sería ahora un paso tan inmenso.
Capítulo 62
Desde entonces hay ocasiones en que estamos sentados a la mesa los tres al mismo tiempo: Anna, yo y la niña, cada uno dedicado a sus cosas. Yo aúno mi labor paterna y mis intereses, me he hecho con un grueso volumen sobre jardinería, trata de dos mil quinientas plantas, y me siento con mi hija enfrente de Anna y nos enfrascamos en nuestro libro.
Paso rápidamente los capítulos sobre enfermedades y plagas de las plantas, también los de parterres y arbustos, y me detengo en el que trata de la construcción de estanques y arroyos en jardines, tema que a mi hija le resulta especialmente interesante. Nos limitamos casi siempre a las ilustraciones, y dejamos las páginas de texto. La niña pone tres deditos regordetes sobre una de las ilustraciones. Me pregunto qué dirán los monjes del estanque que estoy construyendo. Delante de nosotros, a menos de un brazo de distancia, la madre de mi hija está enfrascada en la cuestión de cómo se transmiten los rasgos hereditarios de una generación a otra, y parece no darse ni siquiera cuenta de nuestra presencia a sólo un brazo de distancia. De los arroyos pasamos a las plantas del cuarto de estar.
– Algunas de las plantas más hermosas crecen por todas partes en estas tierras -le digo a mi hija-. Donde vivimos nosotros, sólo se pueden cultivar en los alféizares de las ventanas que dan al sur. En estas tierras, en cambio, crecen a cielo abierto -repito, intentando así expresar un mismo concepto en formas diversas. Es mi aportación a la maduración lingüística de mi hija de nueve meses y medio de edad, a fin de que comprenda que la realidad se puede enfocar de muchas maneras distintas-. Al decir «las plantas más hermosas», me refiero sobre todo a las rosas.
Anna levanta la mirada de su libro y me observa por unos momentos, como si estuviera intentando resolver un enigma. Flora Sol y yo tomamos notas. Yo hago una cruz donde aparecen datos importantes. Luego dejo el lápiz. Mi hija estira el brazo y también hace una cruz clarísima en la misma página. La madre de mi hija levanta la mirada de sus tareas científicas, algo ha captado su atención.
– No cabe la menor duda de que es tan zurda como tú -dice.
Luego, la genetista humana señala con el dedo a la niña, que sostiene el lápiz en la mano izquierda igual que su padre. Su interés por mi hija y yo parece haber aumentado repentinamente. Como tengo abierto el libro, precisamente, en una página sobre hibridación de rosas y fecundación cruzada en la naturaleza, me planteo si debería hablar de fitogenética o de fitotecnología, lo que podría aunar nuestros ámbitos de interés: las características genéticas de las plantas. Pero en vez de hacer eso le pregunto en qué está metida de forma tan absorbente.
– Y tú, ¿qué es lo que estudias? -le pregunto, y mi hija también levanta la mirada y los dos la miramos interesados desde el otro lado de la mesa. Ella resume en pocas palabras su tema de investigación, como si pudiera condensar sus estudios científicos en una sola palabra:
– El ácido desoxirribonucleico -nos dice con una sonrisa.
– De-o -dice la niña con claridad pasmosa, y se pone de pie entre mis brazos.
– Sí, dentro de un rato vamos a la iglesia -le digo a mi hija.
– ¿A qué viene eso? -pregunta la madre de la niña, mirándonos a los dos con cara de extrañeza.
Eso es latín y significa dios -le explico-. Nuestra hija habla su lengua materna, y más -añado en un tono menos solemne-: Tiene nueve meses y medio y habla dos idiomas.
Los dos nos echamos a reír. Estoy contento.
– ¿Le estás enseñando latín a la niña?
Explico a la madre de mi hija que fuimos a la iglesia a ver una antigua pintura del Niño Jesús, que se parece muchísimo a su hija.
– Lo cierto es que por aquí no hay demasiadas cosas con las que entretenerse para pasar el día.
Mi hija está enterándose de todo, quiere enseñarle a su madre más cosas que ha aprendido en la iglesia y levanta tres dedos, igual que el niño del cuadro. Lleva una blusita de manga tres cuartos y color azul claro, tiene hoyitos en los codos. Luego hace la señal de la cruz de una forma bastante evidente. Miro a Anna de reojo, no sé cómo se tomará esos juegos. Hemos ido a la iglesia varias veces cuando el padre Tomás estaba dando misa, y la niña ha empezado, desde hace poco, a imitar los movimientos del cura y a hacer la señal de la cruz a diestro y siniestro.
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