Auður Ólafsdóttir - Rosa candida

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El joven Arnljótur decide abandonar su casa, a su hermano gemelo autista, a su padre octogenario y los paisajes crepusculares de montañas de lava cubiertas de líquenes. Su madre acaba de tener un accidente y, al borde de la muerte, aún reúne fuerzas para llamarle y darle unos últimos consejos. Un fuerte lazo les une: el invernadero donde ella cultivaba una extraña variedad de rosa: la rosa cándida, de ocho pétalos y sin espinas. Fue allí donde una noche, imprevisiblemente, Arnljótur amó a Anna, una amiga de un amigo. En un país cercano, en un antiguo monasterio, existe una rosaleda legendaria. De camino hacia ese destino, Arnljótur está, sin saberlo, iniciando un viaje en busca de sí mismo, y del amor perdido.

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Sus padres la miramos orgullosos, en mi mente me estoy transformando en padre de un bebé. Su madre me sonríe. Espero que el tipo de las escaleras de la biblioteca vea también la sonrisa. Así comienza mi nueva vida, así se crea la realidad.

Capítulo 57

Son las nueve, Anna acaba de irse a la biblioteca y mi hija y yo llevamos hora y media levantados. Aún no le he hablado a Anna del jardín, sin embargo va acercándose el momento en que no tendré más remedio que ir allí a regar, no puedo depender del hermano Matías para esas cosas, tiene más de noventa años.

Ocuparse de un niño da muchísimo trabajo, realmente no se puede estar pensando con coherencia en nada mucho tiempo seguido. Mientras el niño está despierto, uno está ocupado de modo total y absoluto. Yo soy probablemente algo torpe con mi hija y no sé hacerlo todo tan bien como su madre, pero la niña lo aguanta todo. Intento cumplir bien mi papel de padre haciendo todo lo necesario mientras sigo siendo fiel a mí mismo. Luego intento también ser bueno con la niña mientras espero que Anna vuelva de la biblioteca.

Aunque la niña esté casi siempre contenta, no deja de tener sus berrinches. Pero no dependen de mi estado de ánimo ni de cualquier otra cosa del entorno. ¿Era yo un niño alegre? Papá estaba más con Jósef y mamá y yo solíamos ir juntos.

Luego hay otro aspecto de mi hija, que es cuando quiere que la dejemos en paz, sin molestarla, entonces pone cara seria e incluso de malhumor. A veces se va a cuatro patas al dormitorio e intenta cerrar la puerta o busca algún sitio donde cree que nadie puede verla. Yo no la pierdo de vista desde lejos, pero la dejo tranquila para que haga lo que quiera.

– Hola, monjita -le digo cuando sale gateando de su celda para ponerse a jugar otra vez, lista a enfrentarse al mundo.

Hay muchas cosas divertidas y algunas incluso interesantes en relación con esta personita. Como cuando silba. Me doy cuenta esta mañana de que lleva un rato intentando hacer morritos con los labios, se corrige varias veces en el espejo mientras está sentada en el suelo del dormitorio. Cuando lo consigue, mi hija de nueve meses hincha los pulmones y sopla por el morrito. En cuanto oye una nota se queda un poco extrañada, pero al notar que le sonrío, quiere hacerme otra demostración, pone morritos otra vez y luego vuelve a soplar.

– Chica lista. Una chica listísima. ¿Quieres que papá cante mientras Flora Sol silba?

Está radiante, yo soy un padre radiante y no puedo esperar a que Anna vuelva de la biblioteca para compartir con ella mi orgullo de padre. También me gustaría que mamá pudiera ver a su nieta, querría que mamá pudiera verme en mi papel de padre. ¿Le habría gustado Anna a mamá?

Levanto del suelo a la niña y le pongo el vestido de flores y por encima el jersey azul de botones. Luego le coloco un sombrero para el sol y la dejo que se mire en el espejo antes de sentarla en el cochecito. Le encanta estar guapa.

– ¿Salimos en la sillita a ver las rosas de papá? ¿Quiere ir Flora Sol al jardín con papá y conocer a los monjes y ver la Rosa candida? Le pongo el chupete antes de salir en el cochecito, le echo la manta por encima y se duerme enseguida.

Cuando llego al sendero que conduce a la rosaleda, la saco del cochecito con la manta y la almohada y empiezo a subir la cuesta con la niña dormida en brazos. Al llegar al jardín, la acuesto a mi lado en la hierba encima de la manta, mientras trabajo en los macizos de flores. Mi hija duerme una hora más, me la llevo dos veces por el jardín cuando cambio de sitio de trabajo, y la tengo siempre al alcance de la mano.

Y de pronto está despierta y sentada, intrigadísima por lo que ve a su alrededor. Lo mira todo, me ve a mí y sonríe de oreja a oreja. Luego abandona la manta y se va a contemplar la verde, divina naturaleza.

– ¿No quieres que cambie a la nena de papá? -le pregunto, quitándome los guantes de trabajo. Después de cambiarla, me siento con ella en un banco del jardín y le doy un zumo de pera para que se lo beba en su vaso con pitorro-. ¿Quieres oler?

Las rosas recién brotadas tienen la misma altura que ella y la niña parece encantada con las flores. Justo a su lado hay un capullo de color rosa oscuro, al principio lo toca suavemente con el dedo índice, luego estira el cuello y huele la flor con gestos de lo más teatrales, para acabar suspirando de gusto. Suelto una carcajada. Me doy cuenta entonces de que el hermano Jacobo y el hermano Matías han salido de la biblioteca y están en el jardín. No sé cuánto tiempo llevarán mirando, pero los dos lucen espléndidas sonrisas. Luego van a buscar a otros hermanos y al final se juntan once, solamente falta el hermano Zacarías. Quieren que Flora Sol repita su representación al oler la rosa. A la niña le encanta ser el centro de la atención y continúa la representación sin pensárselo dos veces. Los monjes se pasan un rato riendo. Estoy un poco nervioso por haber llevado a la niña al jardín, se considera que es parte del monasterio, tampoco es que fuera mi intención quedarme allí mucho rato.

El hermano Miguel desaparece y vuelve al instante con una pelota en la mano: es del tamaño de una pelota de fútbol, pero rosa y con el dibujo de un delfín, por lo que puedo ver. Todos concuerdan en que la mejor manera de organizar el juego es poner a la niña en el centro, para poder tumbarse en la hierba y hacer rodar la pelota muy despacito hacia la criatura. Mi hija ríe y chilla y da palmadas. No tarda nada en captar las reglas del juego. Veo que acaricia la cabeza calva del hermano Pablo. Antes de irnos para casa, corto un ramillete de rosas para llevarnos. Se me ocurre, mientras bajo por el sendero llevando a la niña a caballo sobre los hombros, que la próxima vez debo recordar que el hermano Gabriel me dé la receta de la sopa de verdura. Mientras pongo el ramito en agua en el centro de la mesa de la cocina, me viene a la cabeza la idea de que me di demasiada prisa en traer a casa tantas rosas rojas, al menos debería quedar bien claro que las flores son un regalo de la niña para su madre.

Por la noche, después de dormir a la niña, charlo con Anna sobre mi trabajo en el jardín. Le digo que estoy intentando recuperar una antiquísima rosaleda, la única en su especie, que estaba en plena decadencia y abandono.

– Tu padre no me dijo nada de tu trabajo en el jardín -responde ella.

– Hay montones de especies que corren riesgo de desaparecer -digo-, y eso representaría una pérdida para la flora -añado, pues la genetista comprenderá perfectamente ese punto de vista.

– Bueno, no importa -dice Anna-, podemos organizar el día de modo que yo me quede con Flora Sol por la tarde mientras tú vas al jardín. A cambio -me dice- estudiaré un poco por las noches cuando la niña esté dormida -si es que a mí me parece bien

Capítulo 58

Tenemos un acuerdo provisional para llevar la casa y cuidar a nuestra hija. Desde que me ofrecí el primer día a cocinar, no tuve necesidad de mencionarlo más, al segundo día ya era un elemento de nuestra pauta de convivencia que fuera yo quien guisara, así fue la división de tareas en mi nueva vida familiar desde el comienzo mismo, imaginé que la genetista dispondría de conocimientos culinarios más escasos aún que los míos. Aunque ella se encargaba también de hacer compras y solía volver de la biblioteca cargada con toda clase de bizcochos y tartas de la panadería. Como no he sido capaz de aprender más platos en un tiempo tan breve, voy a preparar ternera con salsa de vino por tercera noche. En esta ocasión corto la carne en tiras, para introducir cierta variación después del gulasch de la noche anterior, y las aso con cebolletas. Luego pruebo a cocer diversas clases de verdura con las patatas: zanahorias, guisantes y espinacas, que van bastante decentemente con la salsa. Ni la madre ni la hija protestan, la niña se come con mucho apetito el puré de espinacas y zanahorias con la carne muy picadita, y Anna alaba la comida por tercera vez y repite. Y eso que está muy flaca, casi en los huesos, se le notan las costillas por debajo de la camiseta, y las caderas en los pantalones vaqueros. Tomo la determinación de hacerla engordar un poco mientras esté bajo mi techo, y crear así una madre más rellenita. Claro que lo primero que tengo que hacer es aprender a guisar con menos monotonía, y al día siguiente pregunto por posibles platos a prácticamente todos cuantos se Cruzan en mi camino. El de la carnicería me recomienda probar distintos tipos de carne, pero no me atrevo por cl momento, así que me enseña a preparar salsa de crema en vez de salsa de vino tinto.

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