Las irregularidades del suelo de piedra labrada hacen brincar el cochecito, así que lo dejo a la entrada de la iglesia, debajo de la pintura del Juicio Final, y me llevo el chupete, aunque espero que nadie vaya a poner pegas a la presencia de un bebé en la iglesia, aunque sea durante la misa. En los bancos hay unas pocas mujeres de edad. No me dirijo directamente al cuadro del Niño, sino que me siento en la trasera de la iglesia para que mi hija se pueda acostumbrar a la penumbra. Luego caminamos despacio hacia la cancela de la parte delantera de la iglesia, hacia el coro, y primero le enseño los otros cuadros, uno tras otro, y leo en voz alta los carteles de información. Pasamos bastante rato con cada cuadro, la niña está atenta y despierta en mis brazos. Miramos a María Magdalena con sus largos cabellos rojos, luego nos detenemos al llegar a San José. El cuadro muestra a un anciano ya cansado de la vida, agobiado por el peso de la lucha por la existencia. Meto una moneda en el cajetín y enciendo una vela. En el cartelito dice que San José fue esposo fiel, trabajador y devoto. Era padre adoptivo, pienso, y llevó sobre sus hombros la tarea que le había sido encomendada. Yo no soy padrastro ni padre adoptivo como José, y mi hija tiene los lóbulos de las orejas iguales a los míos y la misma mancha de nacimiento en la ingle. Es carne de mi carne, si se puede expresar así teológicamente. Sin embargo, siento simpatía por San José, él también se sentiría solo bajo su edredón.
– Mi hermano Pepe -digo en broma. Recuerdo entonces la postal que le tenía que enviar a mi hermano Jósef, porque le gustan mucho los sellos-. Este es un niño -digo cuando llegamos al cuadro de María entronizada con el Niño. Mi hija deja de removerse en mis brazos y se queda silenciosa y con cara seria. Mira a su doble con los ojos muy abiertos, las mejillas sonrosadas, los hoyuelos y los dos ricitos dorados en la frente. Ahora que tengo a mi hija al lado del cuadro, no puedo dejar de pensar que el parecido es asombroso. Incluso las orejas son iguales, hasta ese momento no me había fijado en la forma de las orejas del Niño Jesús. Hay una mujer arrodillada delante del cuadro, cuando se pone de pie mira asombrada a mi hija y luego otra vez al niño de la pintura, y repite varias veces lo mismo. Sé lo que estará pensando.
Cuando estamos saliendo, le pregunto a la señora que vende figuritas de plástico de santos en un quiosquito que hay junto a la puerta principal de la iglesia si sabe algún detalle más sobre el cuadro. Dice que no es mucho lo que se sabe de su origen. Por curiosidad (y también porque se lo han preguntado ya algunas veces), ha intentado conseguir información sobre esa pintura, preguntando entre otros al padre Tomás, que lo sabe prácticamente todo sobre los cuadros, pero no ha tenido demasiado éxito, ni siquiera hay unanimidad sobre quién pudo ser el autor.
– Pero creen que es de una pintora poco conocida, hija de un maestro de la provincia vecina, que también está ya totalmente olvidado -dice la mujer mientras le da a la niña un santo de plástico para que lo mire. La pequeña mete su dedito índice por la aureola dorada.
Capítulo 53
En estos momentos, mi mayor preocupación es comprar comida. No había pensado en tener que cocinar nada más que una cena para una mujer y una niña. En cambio, y diríamos que sin aviso previo y sin que se haya expresado directamente en palabras, me encuentro ahora integrado en plena vida familiar, con mujer e hija, aunque lo cierto es que duermen en la habitación de al lado. En realidad sucedió sin dejarme siquiera oportunidad de pensarlo a fondo ni tiempo para prepararme. A partir de ahora tendré que cambiar mi manera de hacer las compras, y tendré que pensar en las necesidades de tres personas.
¿Qué le gustará a Anna? ¿Preferirá el yogur de fresa o el de frambuesa? Uno siempre teme las dotes interpretativas de las mujeres, aunque no es probable que Anna se dedique a comprobar el contenido de grasas para luego mirarte con ojos acusadores, como tantos casos de que he oído hablar. Si se puede extraer alguna conclusión de la última cena, Anna parece comer todo lo que se le sirve a la mesa, elogia la comida y repite.
– ¿No pasa nada si me tomo lo que queda? -pregunta cuando yo ya he acabado de comer, y se termina la carne y rebaña la salsa de la olla.
Aunque resulte un poco enredoso tener que ir a todas partes con un coche de bebé, he de reconocer que es estupendo poder meter todas las compras en la cestita y a los pies de la niña. No tengo experiencia alguna en esto de comprar comida, pero empezamos en la verdulería, donde compro tres piezas de cada especie, ya que somos tres en casa por el momento. Compro tres manzanas, tres naranjas, tres peras, tres kiwis y tres plátanos, porque Hora Sol dice ba ba ba y señala los plátanos. Luego añado fresas y grosellas. A continuación compro otro kilo de patatas, porque también tengo que pensar otra vez en la cena, probablemente terminaré friendo carne de ternera y cociendo las patatas igual que ayer. Aunque no sé muy bien qué hacer con ellas, compro también varias clases de verdura: tres tomates, tres cebollas, tres pimientos y tres piezas de una cosa violeta que no estoy seguro de si es verdura o fruta.
Al salir de la carnicería con la ternera me encuentro al padre Tomás. Me saluda con un apretón de manos y luego se queda embobado mirando a la niña, como si estuviera descubriendo una nueva realidad. Flora Sol empieza a moverse sin parar para indicarme que quiere salir del cochecito y decirle hola al cura. La saco y la sostengo en brazos mientras charlamos, así pongo aún más de relieve mi papel de padre. Mi hija sonríe al padre Tomás y él le da unas palmaditas en la cabeza, con lo que a Flora Sol le entra la timidez y apoya la cabeza sobre mi hombro.
– Una niña preciosa y que parece inteligente -dice el cura-. Yo diría que tu hija y tú habéis hecho descender considerablemente el promedio de edad del pueblo, lo cierto es que aquí no abunda la gente joven.
Le digo al superior del convento que no podré ir al jardín los próximos dos o tres días, luego volveré a ir, tendré quien se encargue de la niña por la tarde. No menciono a Anna, eso no haría más que complicar el tema, pues todavía tengo que hablarle a ella del jardín.
– El hermano Matías se encargará de regar mientras tú estés fuera -dice el cura.
Antes de darme ni cuenta le he preguntado si sabe dónde puedo encontrar recetas de cocina.
– =No demasiado complicadas -añado-, no tengo mucha experiencia.
Luego le cuento que ayer hice ternera en salsa de vino tinto, que salió bastante bien, y que esta noche volveré a hacer ternera. Después tendré que empezar a innovar.
Si mi petición pilla al cura por sorpresa, al menos no deja que se note. Claro que dice que él nunca cocina, pero que le han venido a la memoria algunas películas que me podrían ser útiles. Por mencionar las que primero le acuden a la memoria, podrían ser La grande bouffe, El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, que, bueno, es de lo más experimental y no encaja del todo en este contexto, Comer, beber, amar, Chocolat, El festín de Babette, Como agua para chocolate, Chungking Express y Deseando amar -enumera, excusándose por las traducciones de los títulos, los dice como los recuerda.
Una de las películas trata sobre todo de dulces de chocolate, el elemento básico es la lucha del bien y el mal, el párroco es el malo de la película y la mujer que prepara el chocolate es la representante del bien, dice el padre Tomás con una risa alegre al tiempo que saluda a una mujer que pasa por allí.
– Naturalmente, no se entra con precisiones en la cantidad y proporción de los ingredientes -añade, pero esas películas pueden ponerme en el buen camino de la gastronomía. Dice que mi hija y yo somos bienvenidos a ir a verle después de hacer las compras, para echar un vistazo a las cintas.
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