Auður Ólafsdóttir - Rosa candida

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El joven Arnljótur decide abandonar su casa, a su hermano gemelo autista, a su padre octogenario y los paisajes crepusculares de montañas de lava cubiertas de líquenes. Su madre acaba de tener un accidente y, al borde de la muerte, aún reúne fuerzas para llamarle y darle unos últimos consejos. Un fuerte lazo les une: el invernadero donde ella cultivaba una extraña variedad de rosa: la rosa cándida, de ocho pétalos y sin espinas. Fue allí donde una noche, imprevisiblemente, Arnljótur amó a Anna, una amiga de un amigo. En un país cercano, en un antiguo monasterio, existe una rosaleda legendaria. De camino hacia ese destino, Arnljótur está, sin saberlo, iniciando un viaje en busca de sí mismo, y del amor perdido.

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Como las compras han terminado oficialmente y mi hija y yo no tenemos realmente ningún otro sitio donde ir, le acompañamos a la hospedería. Saca varias películas de las estanterías y las coloca en la mesa, luego elige una de las películas, abre la caja y pone la cinta en el aparato de vídeo. El padre Tomás afirma que ningún director representa la gastronomía como éste, pero tarda varios minutos en encontrar la escena que me podría resultar útil para mis afanes culinarios. Mientras tanto, mi hija observa con atención.

En la pantalla aparecen rostros orientales, las mujeres llevan unos espectaculares peinados y hermosos vestidos. La escena que ha elegido para mí el padre Tomás ocupa dos minutos y muestra a unas personas llevando sopas de tallarines en escudillas por estrechos callejones y húmedos pasadizos.

En la siguiente película que elige el sacerdote lo más importante es la escena inicial, que muestra al protagonista cortándole el cuello a un gallo con un cuchillo muy afilado y preparando un plato complicadísimo en un tiempo increíblemente breve. Lo que me llama más la atención de esa película es la preciosa colección de cuchillos del protagonista: cien cuchillos, a cual más afilado, llenan toda la pared de la cocina en el fondo de la escena. El cura saca la cinta y mete la tercera película en el vídeo, la avanza y retrocede, luego mira titubeante, por encima del hombro, a mi hija de nueve meses de edad, y dice:

– En realidad, ésta no es autorizada para menores de dieciséis años.

Capítulo 54

Camino a casa se me ocurre entrar a echar un vistazo en la tiendecita de ropa de niños, al lado de la barbería. Me fijo en un vestido de flores en el escaparate que podría venirle bien a mi hija. La decoración es de lo más anticuada y la ropa de niños está bastante pasada de moda. La propietaria de la tienda es una mujer anciana, debe de andar ya bastante cerca de los noventa. La señora está encantada de recibir a un cliente en su tienda, y al momento saca dos vestiditos de flores, uno con campanillas azules, el otro con rosas de color rosa. Pongo a Flora Sol encima del mostrador y compruebo aproximadamente la talla de los vestidos de flores, aunque no estoy nada seguro de que el corte le vaya bien a una personita que es en la cintura donde tiene mayor tamaño. La señora recuerda entonces un vestido amarillo que tiene guardado en algún sitio de la trastienda; tiene azucenas blancas, un cuello de ganchillo y encajes, y unos leotardos de ganchillo, a juego, también amarillos. Cedo a la tentación y compro el vestido amarillo de flores y los leotardos. Cuando voy a pagar, la mujer me hace ver que no tengo abrigo adecuado para el vestidito, y dice que me hará una buena rebaja. Vuelve al instante con un abrigo diminuto envuelto en una bolsa de plástico, un abriguito de lana de color burdeos con doble fila de botones, y cuello y bolsillos cosidos. Le pongo el abriguito a mi hija y la sostengo de pie sobre el mostrador. Parece muy pequeñita con ese abrigo que le llega hasta los pies pero que le sienta bien, tan orgullosa ella encima del mostrador, parece casi una muñeca de porcelana de colección, una persona adulta muy pequeñita. Se ha multiplicado el número de clientes de la tienda, y mi hija despierta la admiración de dos amigas bastante mayores de la propietaria, que pasaban por allí y entraron. Salgo de la tienda con el abrigo burdeos, el vestido amarillo de flores y los leotardos.

Para la cena vuelvo a guisar filetes de ternera con salsa de vino tinto, pero en lugar de freír la carne entera, la parto en trocitos y preparo un gulasch de ternera para la madre de mi hija y para mi hija de sólo nueve meses. Después cuezo las patatas como el día anterior, aunque en esta ocasión hago puré.

Después de la cena le pongo a mi hija el vestido y el abrigo y se la enseño a su madre. La niña repite el pase de modelos que hizo en la tienda, ahora en la mesa de la cocina, y da palmas emocionada.

Anna ríe, da también palmas y se queda un momento admirando a su hija, luego vuelve a enfrascarse en el libro. Me preocupa un poco lo ausente que parece cuando está con la niña: juega un ratito con su hija, saltan, ríen y chillan, y de pronto es como si hubiera empezado a pensar en otra cosa y pierde el interés y me pasa a la niña para sentarse a la mesa de la cocina y abrir los libros. Aunque no se me ocurre pensar que le interese más su trabajo de investigación que la niña, me preocupa la fugacidad de sus momentos de alegría.

Capítulo 5 5

Ningún día es como cualquier otro, literalmente todo lo relativo a las labores paternas es nuevo para mí. Por la tarde intento, por primera vez, bañar a un bebé. Como no hay mucha agua caliente y la presión es tan escasa que me llevará una eternidad llenar la bañera, pruebo a meter el cuerpecito en una palangana bastante grande y bañar allí a mi hija.

El agua corriente la emociona a más no poder, y está encantada en su palangana jugando con un vasito de plástico que llena para vaciarlo inmediatamente después; al poco, yo estoy empapado y el suelo completamente encharcado. Lo más sencillo sería bañar a la niña conmigo, cuando me bañe yo, además de que así aprovecharía mejor el agua. Pero eso choca con el hecho de que después de poner champú en el pelo y enjuagarle los dos ricitos dorados, alguien tendría que sacar a la niña del agua de mi baño. Cuando termino de bañarla en la palangana, envuelvo el pequeño y tierno cuerpecito en una toalla, y luego la peino con un cepillo suave. Veo que se le podría poner un lazo en el pelo, a juego con el vestido amarillo. Busco la palabra en el diccionario y la apunto.

– Mañana compraremos un lacito y te lo ponemos en el pelo.

– Mimi -responde ella en voz alta y clara.

Le pongo el pijama, dos botones bastan: uno sobre el ombligo y el otro en el cuello. Luego cojo en brazos a la niña, sonriente, limpita y repeinada, para enseñársela a mi amiga, que está sentada delante de su libro en la mesa de la cocina, la belleza de este mundo, para que pueda admirar su creación, nuestra creación. Ella le dice hola a la niña, le dirige una breve sonrisa y le da un beso en uno de los hoyuelos.

– ¿Tiene pijama nuevo? -pregunta.

– Sí, lo compramos hoy los dos juntos, cuando fuimos al pueblo -respondo, y pongo a mi hija sobre la mesa para que su madre pueda ver su pijama de franela rosa de dos piezas con conejitos verdes.

– Precioso -dice ella, asintiendo con la cabeza para recalcar sus palabras-, preciosísimo -pero en vez de mirar a su niña me mira a mí, con ojos verde mar. La niña extiende las manos para abrazar a su madre, luego vuelve a apoyar la cabeza en mi mejilla, quiere irse a dormir.

– Mimi -dice de nuevo la niña modelo, con voz bien clara.

Instalo a la niña en la cuna con barandilla que me trajeron los monjes, sigue siendo un misterio insondable de dónde pudo sacar la cuna el padre Tomás. Aunque he corrido las cortinas, es como si la niña estuviera siempre nimbada de luz, y no soy el único que se ha dado cuenta del brillo que rodea a mi hija, incluso cuando el cielo está nublado como hoy; entre otros, la anciana del piso de arriba, cuando fui a devolverle la plancha. La niña no tarda nada en dormirse, y cuando salgo de la habitación, la madre de mi hija sigue enfrascada en sus ciencias de la vida junto a la mesa de la cocina. Veo que ha fregado los platos y ha recogido los juguetes de la pequeña. Pienso si debería proponerle que saliera ella sola esta noche un rato a dar un paseo y ver la aldea. Le podría dibujar un mapa del pueblo, con la calle mayor y el lugar donde desemboca nuestra calle; serían dos rayas, en realidad una cruz en el papel. También podría señalar dos o tres sitios a los que podría gustarle ir: la iglesia, el ayuntamiento, la oficina de correos y el café de al lado, todo se ve en un momento. ¿Podría darle la sensación de que quiero librarme de ella, como si tuviera miedo de su presencia cuando la niña está dormida? ¿Y si se pierde y alguien la molesta? Lo que hago a lin de cuentas es sentarme delante de ella y de pronto siento la necesidad de contarle alguna cosa de carácter personal y muy importante en mi vida, de la que ella no debe de saber nada todavía.

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