Auður Ólafsdóttir - Rosa candida

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El joven Arnljótur decide abandonar su casa, a su hermano gemelo autista, a su padre octogenario y los paisajes crepusculares de montañas de lava cubiertas de líquenes. Su madre acaba de tener un accidente y, al borde de la muerte, aún reúne fuerzas para llamarle y darle unos últimos consejos. Un fuerte lazo les une: el invernadero donde ella cultivaba una extraña variedad de rosa: la rosa cándida, de ocho pétalos y sin espinas. Fue allí donde una noche, imprevisiblemente, Arnljótur amó a Anna, una amiga de un amigo. En un país cercano, en un antiguo monasterio, existe una rosaleda legendaria. De camino hacia ese destino, Arnljótur está, sin saberlo, iniciando un viaje en busca de sí mismo, y del amor perdido.

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– Tengo una burrada de cosas que hacer para mi tesina, luego tendré que encargarme del alojamiento y rellenar los papeles para la matrícula de la facultad. Naturalmente, me puedes llamar siempre que quieras -me dice a la vez que me entrega un papelito con dos números de teléfono-. Si no estoy, puedes dejarme un mensaje -tiene otra vez cara de estar al borde de las lágrimas.

Entonces me acuerdo otra vez de la comida que he tardado medio día en preparar.

– He hecho cena -vuelvo a decir, se me ha olvidado preguntarle cuándo sale su tren.

– Gracias -dice aliviada.

Ha pasado bastante rato, desde luego, así que tengo que recalentar la carne y las patatas y preparar la salsa de vino. No se me ocurrió preguntarle al carnicero por posibles guarniciones, de modo que cocí patatas, zanahorias y col en una olla. Cambio de sitio el jarrón de las rosas y pongo tres platos a la mesa, dos uno al lado del otro, y el tercero enfrente, mientras madre e hija no dejan de mirarme. Anna saca un vaso con tapa y pitorro para la niña y lo coloca al lado de uno de los dos platos que están juntos.

– Mora Sol puede comer carne si se le corta muy pequeñita -me dice.

La madre de mi hija toma dos platos de carne y elogia la comida hasta con exageración. Es obvio que tiene hambre.

– Está muy rico -dice.

Con la carne bebemos el resto de la botella, lo que me quedó de preparar la salsa. Papá hizo postre en mi cena de despedida, pero a mí no se me ocurrió.

– Tengo el tren mañana por la mañana, ¿podría quedarme a dormir aquí? -pregunta sin mirarme a los ojos-. Podría dormir en el sofá -se apresura a añadir, evidentemente ha evaluado los recursos de la casa.

Dejo a la niña y a su madre la cama grande y yo me instalo en el sofá cama. Anna desnuda a la niña y le pone un pijamita con dibujos de cachorritos. Pone crema a su hija en las mejillas, le cepilla los ocho dientes y le peina los ricitos de la frente con un cepillo muy suave, se los echa a un lado. Luego me la acerca para que me dé un beso de buenas noches. La niña se pone el chupete en la boca y apoya la cabeza en el hombro de su madre, y desaparecen en el dormitorio.

Yo friego los platos y al poco vuelve Anna, está cansada y se va a dormir con la niña.

– Gracias, muchas gracias por la cena, estaba muy rica -dice-. Y muchas gracias por tomarte tan bien lo de Flora Sol. Me salvas la vida.

Luego me da las buenas noches.

– Buenas noches.

– Buenas noches.

Me resulta extraño saber que en la habitación de al lado están la niña y su madre; es como en la maternidad, hace nueve meses: ahora dormimos otra vez bajo el mismo techo. Me pregunto si sería apropiado salir un rato esta noche, pero no me apetece dejar a Anna y la niña solas en el apartamento. Tampoco tendría sentido irme ahora a la rosaleda, con esta oscuridad total. Y aunque sería bienvenido a un licor de casis y a ver una película con el padre Tomás en la calle de al lado, miro el reloj y veo que llegaría a mitad de la proyección.

Capítulo 50

A la mañana siguiente me despierto temprano. Ayer compré todo lo necesario para la cena y ahora compraré para el desayuno. Por primera vez en dos meses, no voy al jardín.

Tengo algunas dificultades con las compras pero vuelvo a casa con un paquete de café, té, pan, mantequilla, plátanos, queso y harina de avena. Al final compro también dos bollos con crema. La leche ya la había comprado ayer.

Cuando la niña y la madre aparecen recién despiertas y con las mejillas coloradas, tengo dispuestas unas gachas de avena; las gachas las aprendí de papá, que era siempre el que nos las preparaba a Jósef y a mí por las mañanas. Anna lleva una camiseta azul claro con inscripción, tiene puestas las gafas y el pelo recogido en una coleta. No me había esperado que apareciese con camiseta azul claro con una inscripción en la parte delantera: son dos palabras, a primera vista parece finés. Me entrega a nuestra hija. Flora Sol lleva una horquilla en el pelo, en los ricitos de la frente.

Nos sentamos los tres a la mesa del desayuno, igual que una familia. Me fijo en la niña, que abre la boquita como un buzón después de cada cucharada, como un pajarito hambriento. Luego pelo un plátano y se lo doy a mi hija, que lo sujeta con las dos manos y se lo come sin necesidad de ayuda.

– Chica lista -le digo.

Cuando se ha terminado el plátano, me pone los dedos pringosos en la cara y se los beso.

Me da la sensación de que Anna se encuentra algo mejor que ayer tarde, parece más descansada. En vez de preocupada, lo que ahora parece es distraída, como si no se diera cuenta del todo de que yo también estoy a la mesa.

– ¿Es finés eso? -pregunto, señalando su camiseta.

– Sí, un congreso de ciencias de la vida -me dice con una sonrisa. Luego se levanta y se va al dormitorio a recoger sus cosas-. El tren sale a las once.

Estoy sentado con mi hija en brazos.

Cuando vuelve, abraza a la pequeña. La niña sonríe y dice ma ma.

Anna no quiere que la acompañemos a la estación de ferrocarril, dice que cogerá el autobús.

– Podría echarse a llorar -dice como explicación-. Aunque sea siempre tan dulce y razonable, a veces tiene su genio.

– Comprendo -le digo, y mi hija pone su mejilla contra la mía y me pasa un dedito por la barbilla recién afeitada.

– Volveré en tres o cuatro semanas, no llegará a un mes en total -me dice.

– Ya sabes que no tienes de qué preocuparte. Buen viaje -no quiero que note mi inseguridad.

Le da un beso a la niña. Luego me da a mí dos en cada mejilla. La niña sabe decir adiós con la mano. Ninguna de ellas llora.

– Confío en ti -dice la madre.

– No te preocupes -respondo-, la cuidaré bien.

La niña vuelve a decirle adiós a su madre con la mano.

No he hecho más que cerrar la puerta cuando llaman. Abro con mi hija, Flora Sol, en brazos.

– Me olvidé de una cosa -dice desde el umbral. Abre la cremallera de su bolsa de viaje y saca un paquete-. Es de tu padre. Me dijo que te diera sus saludos más cariñosos. Perdona lo despistada que soy -me da un paquete blando envuelto en papel de regalo de Navidad y con una cinta verde de bordes rizados. Es el mismo tipo de paquete en el que estaba envuelto el pijama.

Cojo el paquete y se lo cambio por nuestra hija, intercambiamos nuestras cargas respectivas. Le da un besito a nuestra hija en la mejilla y la abraza como si llevaran mucho tiempo sin verse. La bolsa de viaje sigue en el descansillo, delante de la puerta. Me pregunto si podría abrir el paquete sin que Anna estuviera presente, pero la niña me mira encantada, también su madre me mira, las dos están esperando a que abra el paquete, de modo que no me queda otra opción. El paquete contiene un jersey azul de punto con un dibujo en zigzag para un niño de dos o tres años. Huele a recién lavado. Como explica la carta de mi padre que acompaña al jersey, éste era mío: «Como habrás supuesto, y habrás acertado -dice la carta-, fue tu difunta madre quien tejió este jersey; en realidad hizo dos, uno para ti y otro para tu hermano gemelo, el día que cumplisteis los tres años, y es posible que éste fuera el de Jósef, pues tú eras un trasto y en poco tiempo no dejabas de tus ropas más que unos harapos, pero tu hermano era muy tranquilo y no rompía nada, ni ropas, ni libros, ni juguetes -sigue diciendo la carta manuscrita-. Ya que tú puedes gozar de la portentosa felicidad de tener una preciosa criatura con una muchacha buena y bella, ojalá este jersey pueda servir para unir con lazos aún más firmes a la niña con la estirpe de su padre, aunque sea sólo en forma simbólica, como un pequeño presente familiar que no creo que sea de mucha utilidad aun en las dulces brisas marinas de esas lejanas playas, pues sin duda ha de ser de talla demasiado grande para serle de uso a la niñita». La carta concluía con el deseo de que mi hija creciera para poder usar aquel jersey que una buena mujer había tejido justo diecinueve años antes para un muchachito de tres años, lo que acarreará a su abuelo en la tierra y a su abuela en el cielo inmensas alegría y felicidad. En el paquete iba también un cuaderno manuscrito de mamá con sus recetas.

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