No recordaba haberle dicho al padre Tomás que necesitaba una cuna para la niña. Meto la mano en el bolsillo y cuando encuentro la llave que abre la puerta del piso les ayudo a transportar la cuna y la colocamos en el dormitorio. Cuando el hermano Marcos y el hermano Pablo se han marchado sin aceptar siquiera el té de bolsita que les ofrezco, saco todas las compras de la bolsa y las dispongo encima de la mesa de la cocina. Un kilo de patatas, ocho filetes de ternera bien machacados, cien gramos de corazones de alcachofa en escabeche, una botella de agua, leche, aceite de oliva, un frasco de miel, queso, sal y un bote de pimienta.
La niña y su madre llegan por la tarde y en mi última visita al jardín esa mañana cojo un ramo de rosas y lo pongo en el jarrón donde estaban las flores de plástico. Luego llamo a la puerta de mi vecina del piso de arriba, una señora mayor de cabellos plateados, para pedirle prestada una plancha. Se queda un tanto extrañada, pero me la presta. Me plancho la única camisa que me traje de casa, es la misma que llevaba cuando nació mi hija Flora Sol.
La niña y su madre llegan a las cinco y a decir verdad no sé qué hacer con la carne que acabo de comprar. Al final vuelvo a la tienda y pregunto al carnicero cómo puedo preparar la carne que compré hace una hora. Llevo puesta la camisa blanca.
No da señal alguna de que mi pregunta le coja por sorpresa.
– ¿No era ternera?
– Sí, eso es. Un kilo.
– Sí, ocho filetes; bastarían para cinco adultos -me dice.
– Pues sí, eran ocho filetes -digo yo. Estoy haciendo progresos con el idioma, ya puedo formar frases cortas y sencillas y mantener conversaciones.
– Caliente la sartén -dice-, ponga cuatro cucharadas de aceite y dore los filetes en la sartén, primero por un lado, luego les da la vuelta y los dora por el otro lado. Al final le echa sal y pimienta a la carne. No se tarda nada.
– ¿Cuánto tiempo? -pregunto.
– Tres minutos por cada lado.
– ¿Y la salsa? -pregunto.
– Eche un poco de vino en la sartén después de freír la carne y deje que la salsa cueza un poco.
– ¿Cuánto tiempo?
– Dos minutos.
– ¿Y hierbas y especias?
– Sal y pimienta.
Lleva a mi hija en brazos al bajar del tren, apenas hay gente en el andén y las dos destacan y despiertan un interés poco disimulado. Flora Sol lleva un vestidito rosa de florecitas, leotardos, zapatos rosas y jersey de punto, ha crecido y ya no es tan bebé. Lleva un gorrito amarillo atado por debajo de la barbilla, por el borde del gorrito asoman dos ricitos dorados. Me quedo mirando a la niña, fruto de un momentáneo placer de la carne, a la que llevo dos meses sin ver, y ella me devuelve la mirada con sus grandes ojos azulados, curiosa y un poco vacilante. Anna lleva un abrigo azul, el pelo recogido en una coleta y se la ve bastante cansada del viaje, también me da la sensación de que puede tener frío aunque la temperatura es agradable y yo voy en mangas de camisa. Lo primero que se me ocurre al verla bajar del tren es que habría valido la pena conocerla mejor. Hace tres años ni siquiera me habría dado cuenta de la presencia de una chica como ella por la calle; hoy sería distinto, porque ya no soy el mismo hombre. La niña y su madre me observan, llevo mi camisa blanca recién planchada, el pelo recién cortado, más no puedo hacer para aparentar elegancia. Saludo a Anna con un beso en la mejilla y dedico una sonrisa a mi hija. Ella me sonríe también, con una sonrisa húmeda, las mejillas sonrosadas y los hoyuelos en su pálido rostro de porcelana; la niña está como nimbada de claridad. Mi hija extiende los brazos hacia mí. Su madre la mira extrañada y luego me mira a mí como si la hubiera pillado totalmente por sorpresa que la pequeña quisiera irse enseguida con su desconocido papá. Pero me da la niña, no pesa nada, como un cachorrito grande, y es muy blandita. Se remueve un poco entre mis brazos. Le acaricio las mejillas.
– No tiene miedo a los desconocidos -me explica su madre-. Se fía de la gente.
No puedo evitar preguntarme cómo es posible que dos personas desconocidas lleguen a engendrar una criatura tan divina en unas condiciones tan precarias e inadecuadas como las de un invernadero. Casi siento remordimientos. Montones de personas lo hacen todo como Dios manda, llevan una vida sentimental como debe ser, van ahorrando lo necesario, se casan, maduran lo necesario para superar las diferencias y pagan sin falta todas sus deudas, y sin embargo no consiguen hacer el hijo con el que siempre han soñado.
El viaje en coche desde la estación de ferrocarril hasta el pueblo dura quince minutos. El coche amarillo limón que lleva sin moverse casi dos meses alcanza sin titubeos su destino.
– Esto es increíblemente bonito -dice la madre de mi hija cuando nos vamos acercando al pueblo-. Pero está más aislado de lo que imaginaba.
Le explico que a partir de ese momento tendremos que seguir a pie.
– El apartamento que he alquilado está detrás de la iglesia -le digo, señalando con el dedo lo alto de la colina, la parte más alta de la aldea, en dirección al hogar que acabo de fundar. El monasterio se ve magníficamente, pero decido que no es aún el momento de mencionar la rosaleda.
La madre de mi hija lleva un cochecito plegable que abrimos y aprovechamos para meter en él el equipaje, luego cojo para la salsa una botella de vino de la caja que me regaló el propietario del restaurante, y pongo dos más en la cesta que hay debajo del carrito. Ya me había olvidado del vino, y ahora me doy cuenta de que podría regalarle una botella al padre Tomás. Llevo a mi hija en brazos mientras subimos la cuesta, y ella se dedica a mirarlo todo llena de curiosidad. Por el camino miro de reojo a la chica que va caminando a mi lado, tiene un perfil precioso.
– ¿Has sabido algo de Porlákur? -pregunto. Qué ocurrencia la mía, preguntar ahora por él.
– No, no he sabido nada de él desde que nos escapamos el día de tu cumpleaños, hace año y medio -responde riendo.
Me alegro de que se ría de mi estúpida pregunta. Tiene ojos verde mar, así puedo añadir el color de ojos a la descripción personal que necesitaba. También tiene una bonita sonrisa, es imposible que no te caiga bien, y ya que he tenido un hijo, me alegro de que fuera con ella. Hace media hora que la niña y su madre se apearon del tren, y tras el largo reencuentro me apetece decir a la madre de mi hija que me encantaría ser su amigo y organizar con ella los cumpleaños de la niña, que incluso podría ir justo antes de Pascua a podar los árboles de su jardín (no digo del jardín de su marido y ella). Luego me doy cuenta de que aquél no es el momento ni el lugar para semejantes confesiones.
No le pregunto cuándo piensa coger el tren de regreso, en cambio le digo que he preparado cena, dándole así a entender que está invitada a cenar. Ya tengo frita la ternera y cocidas las patatas, lo único que falta es preparar la salsa.
– Fue un lío considerable -le digo-, no tengo demasiada costumbre de cocinar -sonríe otra vez, con cordialidad.
La madre de mi hija parece quedarse asombrada al entrar en el piso.
– Es un piso increíble -dice-, como sacado de un cuento de hadas -entra en el dormitorio y pasa la mano por el papel pintado de azucenas rojas-. Y además está todo lleno.de flores -dice cuando abro el balconcito que sirve de fresquera.
Por el tono de su voz, noto que podría estar conmovida. En cuanto mi hija y su madre han entrado en mi casa, en mi primer intento de crear un hogar, es como si todo se iluminara, como si el piso se llenase de luz.
– ¿Estás seguro de que no habrá problema? -me pregunta, paseando la vista a su alrededor. No hay forma de imaginar los sentimientos que puedan estar bullendo en su pecho.
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