Auður Ólafsdóttir - Rosa candida

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El joven Arnljótur decide abandonar su casa, a su hermano gemelo autista, a su padre octogenario y los paisajes crepusculares de montañas de lava cubiertas de líquenes. Su madre acaba de tener un accidente y, al borde de la muerte, aún reúne fuerzas para llamarle y darle unos últimos consejos. Un fuerte lazo les une: el invernadero donde ella cultivaba una extraña variedad de rosa: la rosa cándida, de ocho pétalos y sin espinas. Fue allí donde una noche, imprevisiblemente, Arnljótur amó a Anna, una amiga de un amigo. En un país cercano, en un antiguo monasterio, existe una rosaleda legendaria. De camino hacia ese destino, Arnljótur está, sin saberlo, iniciando un viaje en busca de sí mismo, y del amor perdido.

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El asunto queda resuelto por su parte. Me dice que puedo quedarme a ver el resto de la película, me puede resumir lo que ha pasado hasta ese momento, los primeros veinte minutos. Contra su costumbre, el tema es esta vez la fe, una película de Godard de hace un cuarto de siglo.

– No sólo tenemos necesidad de saberlo todo, sino que, si una chica que está esperando un hijo dice que no se ha acostado con nadie, debemos creerla. No es necesario, en absoluto, ver para creer. A menos que ella explique el suceso de alguna forma. Y el verbo se hizo carne, como dice el Evangelio. Y así, toda mujer lleva en sí el misterio del origen, la luz de la divina concepción.

Vuelvo a meter en el bolsillo la foto de mi hija. Hay poco que añadir. Veo la película sin poderme concentrar durante media hora, luego me levanto y le doy las buenas noches.

– No te preocupes, con la ayuda de Dios encontrarás una solución al problema -me dice-. Que Dios os acompañe, a ti y a tu hija.

Capítulo 45

La madre y la niña llegarán dentro de cinco días. ¿Cómo se me pudo ocurrir aceptar que la niña se quedara conmigo, en qué estaría yo pensando? Aquí estoy organizando un jardín de ensueño donde crece absolutamente todo lo que planto, mientras intento poner orden en mi propia vida. Por muy padre que sea, no tengo ni idea de qué es lo mejor para un bebé, ni siquiera sé qué es lo mejor para mí. Puede decirse que he acabado teniendo un hijo antes de empezar siquiera a plantearme si tendría hijos alguna vez.

Decido que hoy iré al jardín más tarde de lo habitual y que aprovecharé para cortarme el pelo mientras intento repensar mi vida. En el rótulo dice «Barbería», pero parece una peluquería de señoras, con tres secadores de pelo de diseño antiguo. La señora que me atiende me lava el pelo. Se pasa un buen rato extendiendo el champú y frotándome alrededor de las orejas y por todo el cuero cabelludo, muy despacio. Ella tiene pelo negro y me dice que son dos las que trabajan allí por turnos, luego me comenta que tengo el pelo muy espeso y que me ha visto un par de veces por la calle y se ha fijado en mi pelo. Finalmente me pregunta cuánto quiero cortármelo. Entretanto pienso en Anna, a la que vi por última vez durante diez minutos, en el vestíbulo de su casa, hace casi dos meses, cuando fui a despedirme, y antes de eso en el paritorio. Bueno, esto no es totalmente conforme a la verdad, porque iba a saludar a la niña cada vez que desembarcábamos después de cada turno de pesca; la última vez llevé tomates y una muñeca.

En realidad me resultaría difícil describirá la madre de mi hija para que un desconocido pudiera reconocerla a partir de mi descripción. Digamos la policía, por ejemplo, si sucediera cualquier cosa y la madre y la niña no llegasen en el tren.

– ¿Cómo tiene la nariz?

– No estoy seguro. Femenina.

– ¿Puede explicarlo un poco más detalladamente?

– Pequeña.

– ¿Y la boca?

– Mediana.

– ¿A qué se refiere con mediana? ¿Cómo son los labios?

– Gruesos, creo -¿debería decir «boca de cereza»? Intento recordar su imagen mientras dormía en la maternidad.

– ¿Color de ojos?

– No estoy seguro, azules o verdes.

En vez de esas cosas, intento traer a la memoria lo que tuve por primera vez para mí solo, la luz del invernadero y el cuerpo cubierto de siluetas de hojas.

Me viene la idea de que tengo que ensayar la nueva situación que se ha abatido inesperadamente sobre mi vida, así que le digo a la peluquera que en unos días vendrá a visitarme mi hija, de casi nueve meses de edad, con su madre. La mujer mueve la cabeza en un gesto de comprensión. Lamento al instante haber dado esa información innecesaria que, si por mí fuera, podría haberse quedado en el fondo del mar.

Me quedo un ratito al sol en la plaza, con el pelo recién cortado, mientras se seca, y también para tranquilizar mi ánimo alterado. La gente me mira, quizá no tengan costumbre de ver a un hombre con el pelo húmedo en mitad de la calle. Al cabo de pocos días dejaré de ser el chico de las rosas y pasaré a ser el extranjero del cochecito de niño.

Cuando llego a la hospedería después de estar trabajando en el jardín, avanzada ya la tarde, el padre Tomás me está esperando en el hall.

– ¿No necesitabas alojamiento para la niña y para ti? -me pregunta sin rodeos-. He hablado en tu favor con una buena mujer. Puede dejarte un piso aquí cerca, en la calle de al lado -continúa.

– Es sólo por tiempo limitado -digo yo.

– Sí, por tiempo limitado, eso le dije. ¿Cuánto me dijiste que se quedaría la niña, cuatro semanas?

– Sí, como mucho.

– Está amueblado. No vive nadie la mayor parte del tiempo, sólo tendrás que pagar el gas y una renta ridícula.

Añade que puedo ir a ver el piso al día siguiente.

Después de darle las gracias, el padre Tomás parece tener aún algo importante que comunicarme. Dice que los monjes están encantados con todo lo que he hecho en la rosaleda hasta ese momento, que también comprenden perfectamente estos cambios temporales de mi situación y que confían en que pueda volver cuando las condiciones lo permitan.

– Puedes venir al jardín si encuentras una canguro que cuide al bebé. Me dijiste que la pequeña duerme una larga siesta a mediodía, ¿no? El hermano Martín no tiene problemas con las plantas trepadoras, en general. Aunque comparte la preocupación del hermano Jacobo, de que pueden facilitar que entren bichos en el edifìcio. Me pide que te recuerde que su habitación da hacia el sur. La misma orientación que la celda del hermano Esteban, que tiene alergia al polen.

Capítulo 46

Mi primera casa, después de la de mis padres, está en la segunda planta de un edifìcio con la fachada pintada de verde claro. El piso tiene dos habitaciones, una detrás de la otra, para llegar a una hay que atravesar la otra, y los techos son altísimos, nada que ver con la pequeñez del piso.

– Seis metros -dice la mujer cuando miro el techo, y enseña seis dedos.

El dormitorio, al que se accede por el comedor, tiene una cama doble tallada, las paredes cubiertas de papel pintado con gladiolos blancos sobre fondo granate, y encima de la cama cuelga un cuadro que tiene toda la pinta de ser antiguo.

– La huida de Egipto -me explica la señora, para lo que necesita cierto tiempo. Los muebles podrían proceder de alguna antigua mansión campestre señorial y tienen aspecto de piezas de colección. Pero el piso está limpio y es luminoso y no hay objetos personales, con la excepción de dos que están colocados encima de la cómoda del dormitorio: se trata de dos figuritas de yeso pintadas, un anciano encorvado con su aureola y un monje con un niño en brazos, igualmente con aureola.

– San José y San Antonio de Padua -me explica la señora. Añade que el piso es propiedad de su hermana, quien se fue a vivir a otro sitio y se llevó todas sus pertenencias, por eso estaba casi completamente vacío.

La otra estancia es más grande y hace las veces de salón, comedor y cocina, todo al mismo tiempo.

– Hay un sofá que se abre y se puede utilizar de cama -dice la señora-. Para caso de necesidad -añade mientras me mira de arriba abajo, como si le extrañara que el cura me hubiese tomado bajo su protección.

La renta es ridículamente baja, incluso pienso que h mujer se ha confundido, en realidad sólo pago por el gas.

– El gas es extra -me dice.

Hay espejos, literalmente por todas partes: cuento siete en total, y tienen el efecto de hacer que el piso parezca más grande y casi un laberinto, hay incluso un momento en que veo tres señoras a la vez. Aunque yo no tenga experiencia con bebés de nueve meses, se me ocurre que pueden resultarles divertidos los espejos.

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