– Es el chico de las rosas -dice mientras cuenta las postales, las mete en un sobre marrón, dobla la solapa y me lo da.
Después de haber estado charlando con el padre Tomás sobre la muerte y de ver treinta y tres películas de calidad, como las define mi anfitrión, mientras los títulos de crédito de Andréi Rubliov van deslizándose por la pantalla, me siento dispuesto a dar el siguiente paso y exponerle mis ideas un tanto obsesivas sobre el cuerpo y el sexo. Pero no es que piense confesar mis pecados ni nada por el estilo, ni que busque su absolución; tampoco estoy apelando realmente al consejo de un hombre con la experiencia que le da haber oído todo lo que sucede entre los cielos y la tierra, es más bien que quiero aliviar mi corazón con mi vecino y amigo de la habitación de al lado. Claro, que me habría gustado estar mejor preparado, incluso llevar unas cuantas notas, en vez de tener que tirarme sin más al gélido estanque glaciar.
– Desde que desperté de la anestesia cuando me operaron de apendicitis estoy muy preocupado por el cuerpo, mucho más que antes.
El padre Tomás alarga el brazo para coger la botella.
– ¿Y a qué te refieres con lo de cuerpo ?
– Ideas sobre el sexo -explico.
– No deja de ser normal estar con la mente ocupada con el cuerpo a tu edad.
– Quizá no esté pensando siempre en el cuerpo, pero sin embargo pienso mucho en él, al menos varias horas al día.
– En mi opinión, eso no se alejará mucho de la media.
– Cuando estoy en la calle, tengo la sensación de que las demás personas son fundamentalmente cuerpos.
Incluso hay momentos en que no sigo lo que me están diciendo -no incluyo aquí al padre Tomás.
Llena los vasos. Hoy, el líquido es de color rojo.
– A veces pienso que no soy más que cuerpo, al menos noventa y cinco por ciento de cuerpo -continúo.
– Licor de cerezas -dice. Se concentra en llenar los vasos, luego me parece que echa un rápido vistazo a la funda de un vídeo que hay sobre la mesa. Tengo la sensación de que pensaba hablar conmigo de esa película.
– El problema -digo yo- es que mi cuerpo parece tener una existencia independiente y sus propias ideas. Por lo demás, soy un joven bastante normal.
El padre Tomás me estudia por un momento. Luego se pone de pie, ordena varias cosas sobre el escritorio, cambia de sitio el portaplumas, coloca la Biblia en el centro exacto de la mesa y mete dos películas en sus lugares correspondientes de la estantería.
– El hombre es a un tiempo espíritu y carne -dice por fin-. En tu lugar, yo no me preocuparía por esas cosas -vuelve a poner el portaplumas en su lugar anterior de la mesa. Luego añade-: Naturalmente, a la larga debe de resultar bastante aburrido para un hombre de veintidós años de edad pasarse las tardes viendo películas con un sacerdote de cuarenta y nueve. ¿No crees que te vendría bien salir y conocer gente de tu edad, mezclarte con la gente del pueblo?
Realmente no estoy cansado, así que salgo a tomar el aire. En el camino me encuentro con un gato enclenque que está también paseando, pero me reprimo y no lo acaricio. Antes de darme ni cuenta estoy otra vez en la cabina de teléfonos y ya he metido una moneda en la ranura, tengo la sensación de que nadie más usa la cabina en todo el pueblo. Papá comienza la conversación contándome que el gato de Bogga, que ha estado perdido durante tres días, ha aparecido muerto: lo atropellaron y lo dejaron en un macizo de flores. También tiene algo que preguntarme.
– ¿Quién es Jennifer Connelly?
– Nunca he oído ese nombre. ¿Por qué lo preguntas?
– Porque se supone que viene a Islandia este Pin de semana.
– ¿Quién lo dice?
– Lo ponía en el periódico. En primera plana.
– No la conozco.
– ¿No necesitas dinero, Lobbi?
– No, voy perfecto. Aquí no se puede gastar, sólo la chatarra del teléfono.
En ese momento, en plena conversación, me doy cuenta de que hay una paloma muerta en la acera justo al lado de la cabina, me parece que le falta parte de un ala, enseguida pienso en el gato. Nunca me he sentido a gusto con los animales muertos y ensangrentados, sobre todo si tienen plumas. Al salir de la cabina de teléfonos la cojo y me doy cuenta de que no está muerta, el muñón del ala aún se mueve, pero no sé qué hacer con ella. Después de llevarla unos metros en las manos, siento en las palmas que su corazón ha dejado de latir.
Cuando estoy a punto de salir para el jardín a la mañana siguiente, llama a mi puerta el padre Tomás. Dice que trae unos datos sobre el tema.
– Se menciona el cuerpo en ciento cincuenta y dos lugares de la Biblia, la muerte en doscientos cuarenta y nueve pasajes, y las rosas y otras plantas de jardinería en doscientos diecinueve. He recogido estos datos para ti, lo que más tiempo llevó fue lo de las plantas: higueras y viñas están repartidas por todas partes, lo mismo se puede decir de las frutas y de toda clase de semillas.
Me entrega una cuartilla de papel cuadriculado un tanto arrugado, con tres columnas de cifras, y señala dos sumas subrayadas en la parte baja de cada columna, como confirmación de sus palabras; en ellas se ven tres cifras que responden a todo lo que me preocupa más íntimamente.
– Aquí está todo, negro sobre blanco -me dice-. Cuerpo, muerte y rosas -como si me estuviera informando del título de una novela rosa o algo parecido-. Deberías estudiar estos datos cuando tengas tiempo -continúa. En el papel hay solamente números escritos con un lápiz mal afilado y que carecen de cualquier referencia a versículos o páginas.
Luego me dice:
– Vamos a tomar un café y un bollo antes de que te vayas a trabajar.
Cuando estamos de camino al café, el padre Tomás recuerda de pronto otra cosa.
– Llegó una carta dirigida a ti -me dice. Saca del bolsillo un sobre y me lo da. No es la letra de papá, aunque sería perfectamente capaz de enviarme por correo toda una carta manuscrita, además de las llamadas telefónicas. El cura indica el sello y me pregunta qué pájaro es ése.
– Un escribano rival -respondo.
La carta es de Anna, página y media manuscrita con letra grande. Paso la vista primero deprisa por las páginas, luego releo la carta con atención. Anna me da noticias de mi hija, que crece estupendamente, tiene ya seis dientes y dos a punto de salir, es una niña muy precoz y un auténtico cielo, escribe, y termina pidiéndome que la llame lo antes posible, para lo que me indica su número de teléfono. Pero que no me preocupe, que sólo tiene que preguntarme una cosa. En el sobre se incluyen dos fotos recientes de Flora Sol, con casi nueve meses ya. Lleva un abriguito acolchado y un gorrito blanco; la niña mira con ojos grandes y claros al fotógrafo. Echo un vistazo a la estampilla de correos: hace ocho días que se puso la carta en el correo. La última vez que las vi a las dos fue hace casi dos meses, cuando fui a despedirme.
– ¿Todo bien en casa? -pregunta el padre Tomás.
Miro la hora. Son las ocho menos cuarto, es un poco pronto para llamar a Islandia. Esperaré a la tarde, cuando acabe en el jardín.
Me siento inseguro y noto que la madre de mi hija también tiene la voz un tanto débil. Dice que piensa irse al extranjero a hacer un posgrado en genética humana pero que primero tiene que acabar la tesina, luego tiene que ir a la facultad a una entrevista y buscar alojamiento para ella y la niña.
La cuestión es, me dice, y noto que la voz se apaga de pronto hasta el punto de que creo que se va a cortar la comunicación, si podría quedarme yo con Flora Sol mientras termina la tesina y lo organiza todo.
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