Auður Ólafsdóttir - Rosa candida

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El joven Arnljótur decide abandonar su casa, a su hermano gemelo autista, a su padre octogenario y los paisajes crepusculares de montañas de lava cubiertas de líquenes. Su madre acaba de tener un accidente y, al borde de la muerte, aún reúne fuerzas para llamarle y darle unos últimos consejos. Un fuerte lazo les une: el invernadero donde ella cultivaba una extraña variedad de rosa: la rosa cándida, de ocho pétalos y sin espinas. Fue allí donde una noche, imprevisiblemente, Arnljótur amó a Anna, una amiga de un amigo. En un país cercano, en un antiguo monasterio, existe una rosaleda legendaria. De camino hacia ese destino, Arnljótur está, sin saberlo, iniciando un viaje en busca de sí mismo, y del amor perdido.

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– Muy interesante -dice el hermano Matías-, la forma de la corola es de lo más insólita.

– Y luego los tallos, que carecen de espinas.

– De lo más interesante -repite mientras observa atentamente la fotografía-. Unos colores muy peculiares, unos colores realmente infrecuentes. No es rosa ni tampoco violeta. Rojo violáceo, ¿no es eso?

– Sí, justo -digo yo-, rojo violáceo.

– Es un color extrañamente fuerte que se extiende al entorno. A menos que sea cosa de la película, ¿es Kodak? -pregunta el hermano Matías. Camina unos pasos con la fotografía en la mano extendida y la compara con una o dos rosas de tonos rosáceos y rojizos-. Como digo, nunca he visto una coloración comparable. Deberías enseñarle al hermano Zacarías tu flor de ocho pétalos, el pobre tiene ya noventa y tres años y lleva sesenta y dos en el monasterio. Naturalmente, ha perdido visión y nunca sabemos qué es lo que ve, en realidad.

Luego dice que se va a hacer tarde para la sopa, pero de repente recuerda algo, sin que yo haya tenido ocasión de mencionar el olor de mi rosa.

– Hemos encargado unas botas nuevas para ti. No nos parecía apropiado que tuvieras que usar las botas viejas de jardín, que llevaban siete años guardadas, sin que nadie las usara. Han tardado seis semanas en hacerlas llegar hasta aquí: por error las mandaron primero a un convento en Irlanda, donde llueve un montón.

Entra conmigo en una caseta para herramientas que hay en el jardín. Las botas están en el suelo, justo delante de la puerta, son de color azul, relucientes y nuevas, sin duda alguna; exactamente como en el sueño que tuve en el hospital.

– Confío en que te vengan bien. Son del número cuarenta y cuatro, es el que dijiste, ¿no?

También pueden prestarme ropa de trabajo: pantalones, jersey y guantes. Me introduzco en los pantalones, las perneras me llegan por los tobillos, lo mismo sucede con las mangas del jersey; el último que estuvo trabajando en el jardín no era exageradamente alto.

– Claro que han estado sin usarse una buena temporada, como siete años -me explica el hermano Matías-, y naturalmente habrá que lavarlas primero.

En la caseta guardan también los aperos de jardinería. Poseen una colección relativamente buena de herramientas, incluyendo sierras y diversos tipos de tijeras, aunque probablemente llevan muchísimo tiempo sin usarlas. Algunas de las herramientas no las he visto jamás, son distintas a los aperos habituales y no me puedo ni imaginar su función.

– El hermano Zacarías tendría que enseñarte cómo funcionan -dice mi guía.

Finalmente, añade que debo saber que no todos los monjes admiran tanto su rosaleda, algunos de ellos incluso son alérgicos a las plantas y otros enferman porculpa de los bichos que entran por las ventanas desde las rosas trepadoras.

– El hermano Jacobo me pidió que te informara de que no pusieras plantas trepadoras en la pared oriental del edifìcio de dormitorios, cerca de su celda.

Tras compartir la sopa de apio con los monjes, dedico medio día en el jardín a estrenar las nuevas botas, a echar un vistazo por todos lados, a dibujar los macizos de rosas y a organizar el plan de trabajo de los próximos días. Aunque mis ideas sobre mí mismo son todo menos claras y nítidas, soy bastante bueno organizando las cosas con tiempo. También veo la posibilidad de ampliar el huerto de plantas alimenticias. La sopa del mediodía no estaba nada mal, pero se le podían añadir vegetales más variados y hierbas aromáticas de las que crecen por todas partes del jardín, y que pienso colocar en una parcelita especial.

Capítulo 36

Me he convertido en jardinero de los monjes y preveo que tendré trabajo de sobra para los próximos dos o tres meses, y hasta entonces no habrá necesidad de darles más vueltas a mis planes de futuro ni a lo que haré después, si volveré a casa o me quedaré más tiempo aquí. Pero me parece bastante probable que dentro de dos o tres meses no haya conseguido llegar a ninguna conclusión sobre mi vida. Me siento bien en el jardín, es agradable gozar la soledad entre los macizos de flores para reconocer los propios deseos y las propias aspiraciones; silencioso sobre la tierra, ni siquiera tengo que hablar el idioma. También estoy exonerado de todos los rezos, no soy más que un jardinero. Hay que organizado todo de nuevo, elaborar un nuevo plan sobre la base de lo que queda y de lo que pueda encontrar en los libros antiguos.

La primera semana me dedico a limpiar las malas hierbas y a abrir un camino entre los rosales enmarañados, en realidad entre los espinos: así podré conocer el jardín entero. A veces paseo unos momentos descalzo sobre la fresca hierba, pero por regla general llevo puestas las botas azules.

No sé cada cuánto debo informar al padre Tomás, que es mi enlace principal en el monasterio; dice que, por lo que a él respecta, tengo las manos libres y que debo confiar en mis intuiciones y mi conocimiento de las rosas, eso creo que me dijo también. Cuando le explico mis ideas, las mejoras y los cambios que tengo pensados, muestra su acuerdo inclinando la cabeza y el asunto queda resuelto en un instante.

– Estamos muy contentos de tenerte aquí -me dice, y parece contento con todo lo que le propongo, también con la idea de reconstruir el parterre con sus bancos. Como me explicó personalmente, sus intereses están en el cine y la lingüística, mientras que el hermano Matías y casi todos los demás están enfrascados en los libros y lo que les interesa es ordenar debidamente la colección de manuscritos.

Estoy descubriendo constantemente nuevas especies en la parte sin cultivar, rosales arbóreos, rosales arbustivos, rosas trepadoras y enredaderas, rosas enanas y rosas silvestres, grandes flores aisladas en largas ramas o agrupaciones de flores, distintas formas, colores y aromas. El aroma del jardín es casi asfixiante y la riqueza de colores no tiene igual: azul violáceo, lila, rosa, blanco, gris, amarillo, naranja y rojo, naturalmente habrá que ordenar mejor los colores y recolocarlos. Será bastante trabajo crear espacio para todas las rosas, dentro de dos semanas habré individualizado y anotado más de doscientas especies.

Los monjes me dejan tranquilo en el jardín, pero en la segunda semana ya empiezan a salir para observar los progresos y aspirar el aroma de las rosas. Han dejado de tirar las colillas a los macizos y no ahorran alabanzas al ver los cambios. Reconozco que para mí significa muchísimo que les guste lo que hago. Me pregunto si el hermano Jacobo quedará satisfecho con un rododendro en vez de las plantas trepadoras.

Estoy constantemente pensando en el jardín, también dedico un tiempo considerable a pensar sobre el cuerpo mientras trabajo con la tierra. Incluso soy incapaz de reprimir esos pensamientos en mis reuniones diarias con el padre Tomás: los cuerpos parecen invadir ciertas partes de la mente cada veinte minutos, más o menos, aunque no exista en el entorno motivo alguno que los convoque. Da igual que yo haya venido aquí con el único y exclusivo deseo de trabajar con las flores e incluso para encontrarme mejor con mi propia vida.

Cuando estoy dedicado a la gramática, el cuerpo no está en primer plano, pero en cuanto 110 me concentro en formar palabras, el cuerpo vuelve a aparecer, como una mancha que se transparenta desde el otro lado de una tela blanca. Tengo también cierto miedo de que el padre Tomás pueda leer mi mente como un libro abierto, tiene cara de estar a punto de echarse a reír en esos momentos.

– ¿Qué dices de eso?

– ¿De qué?

Me mira extrañado.

– De lo que estábamos comentando. De la rosa trepadora.

No logro entender el motivo por el que estos monjes están siempre felices y contentos y se echan a reír con tanta facilidad, a pesar de su abstención de las pasiones corporales. Mentalmente intento ponerme en su lugar y, aunque de momento yo también practico la castidad, no hay forma de verme como uno de ellos, vestido con su hábito blanco: por mucho que intente sentirme uno más, el hábito me queda siempre demasiado pequeño o demasiado grande.

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