Auður Ólafsdóttir - Rosa candida

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El joven Arnljótur decide abandonar su casa, a su hermano gemelo autista, a su padre octogenario y los paisajes crepusculares de montañas de lava cubiertas de líquenes. Su madre acaba de tener un accidente y, al borde de la muerte, aún reúne fuerzas para llamarle y darle unos últimos consejos. Un fuerte lazo les une: el invernadero donde ella cultivaba una extraña variedad de rosa: la rosa cándida, de ocho pétalos y sin espinas. Fue allí donde una noche, imprevisiblemente, Arnljótur amó a Anna, una amiga de un amigo. En un país cercano, en un antiguo monasterio, existe una rosaleda legendaria. De camino hacia ese destino, Arnljótur está, sin saberlo, iniciando un viaje en busca de sí mismo, y del amor perdido.

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Al salir de la iglesia han puesto ya dos mesas en el café del pueblo. Me siento en una de ellas y el dueño me trae un bollo con crema pastelera para desayunar, dice que es típico de la pastelería local.

Ayer recorrí el pueblo de cabo a rabo, y no se me ocurren muchas cosas que pueda hacer hoy. Naturalmente, en el pueblo no hacen nada los domingos, la gente se queda en casa para comer y luego echarse la siesta. De modo que se me ocurre que puedo llamar otra vez a papá y oír lo que dice; desde siempre tiene costumbre de madrugar y a esta hora de la mañana ya habrá echado aceite a los goznes que crujen y habrá cepillado bien las astillas que sobresalgan en cualquier sitio. Quizá se extrañe de que le llame dos días seguidos, pero no quiero que se quede con dudas sobre el pueblo y mis asuntos, porque de otro modo haría lo que fuese para convencerme de volver a Islandia y entrar en la universidad. Después de preguntarme por el tiempo -a lo que le respondo lo mismo que ayer, con la excepción de que la niebla amarilla se ha vuelto de color púrpura por la mañana-, me dice que allí ya hay bastante más luz.

– A partir de hoy, la luz aumenta dos minutos al día.

Enseguida me harto de papá. Antes de empezar la primavera han atravesado el país ciento veinte borrascas, y papá querría describírmelas todas.

– Sí, y luego oscurecerá otra vez, papá.

– Si uno vive hasta entonces.

– Sí, si vives hasta entonces.

– Tu madre no habría debido irse antes que yo, una persona tan joven, dieciséis años menos que yo, cincuenta y nueve tenía, ésa no es edad para morirse.

– No, no habría debido irse antes que tú.

Los dos callamos y yo echo mano al bolsillo y pongo otra moneda en la ranura. Luego me dice que Bogga le ha invitado a cenar en su casa, lomo de cerdo asado.

– Vaya, ¿qué tal anda, bien?

– Sí, estupendo, aunque nunca he sido muy aficionado al lomo de cerdo ni en general a los platos de cerdo.

– ¿Te has hecho judío?

– La cuestión es qué puedo llevarle yo.

– ¿No puedes regalarle unos tomates? ¿No tiene cuatro hijos ya crecidos?

– No es ninguna tontería eso que dices, Lobbi -hace una breve pausa antes de preguntarme si tengo problemas de efectivo.

– No, no necesito nada.

– ¿No te sientes solo?

– No-, no, en absoluto. Mañana iré al jardín.

– A la rosaleda.

– Eso es, a la rosaleda.

– Imagino que será mejor que trabajar en el mar -dice papá.

No le afecta lo más mínimo que haya tenido que conducir yo solo un camino tan largo, que me haya encontrado a las puertas de la muerte al principio del viaje y que esté ahora en el umbral de una de las rosaledas más famosas del mundo, donde se puede encontrar el mayor número de especies de rosas de cualquier lugar del mundo. Mamá me enseñó el primer libro sobre la rosaleda cuando yo era sólo un chavalito, y en cualquiera de los que he leído desde entonces sobre el cultivo de las rosas, en todas partes se menciona el jardín de los monjes, alejado de todo. Pero son muy pocos los autores que conocen el jardín personalmente, y he comprobado que incluso toman literalmente las descripciones hechas en viejos manuscritos.

– Pues despidámonos ahora, Lobbi. Dile a tu padre si necesitas dinero.

Por uno u otro motivo me siento más contento con mi situación después de hablar con papá, y ya no tengo tantas ganas de volver a casa.

Capítulo 35

Al monasterio se puede llegar a pie, está en lo más alto de la colina y hasta él conducen desde el pueblo unas empinadas escaleras. ¿Quién podría esperar una rosaleda en este lugar, tan alto sobre el nivel del mar y encima de un roquedal? Al principio no veo el jardín pues está rodeado por los muros del monasterio en tres lados, sólo está abierto por el que da al extremo opuesto al pueblo. Allí abajo se extienden las colinas cubiertas de viñedos, la base de la producción vinícola de los monjes. El hermano Matías es quien me recibe, le han encargado que me enseñe el jardín y me instruya sobre las circunstancias.

– El padre Tomás me habló de ti, y añadió que te reconocería al momento -dice sonriente-. Dijo que destacas entre la multitud, tan alto y tan pelirrojo. Estamos encantados de tenerte aquí con nosotros.

La rosaleda más famosa del mundo ya no es ni sombra de lo que fue, tal y como me advirtió hasta en tres ocasiones el padre Tomás. Senderos y losas han desaparecido cubiertos por las malas hierbas, los rosales parecen crecer convertidos en una especie de único arbusto enmarañado, y en tiempos había un estanque en el centro del jardín y parterres con bancos. Aunque, a pesar del desorden patente por todas partes, consigo reconocer el jardín que vi en dibujos y fotos.

– Sí, es cierto, el jardín está ahora hecho una pena, lo hemos descuidado durante mucho tiempo -me explica el hermano Matías-. Nos hemos centrado en la producción de vino y en la biblioteca. En estos momentos hay más de mil manuscritos aún sin catalogar. Y por si fuera poco, el número de monjes ha disminuido mucho. Los hermanos de orden más jóvenes prefieren dedicarse a los libros en vez de salir al jardín, si acaso salen un rato es para fumar -me dice el hermano Matías, que parece andar por los ochenta.

Paseamos por el jardín, hay cosas que me sorprenden: el jardín parece incluso mayor de lo que había imaginado. Y aunque haya que reconstruirlo prácticamente desde cero, veo que no es imposible, y sé cómo salvarlo. 1,a mayoría de las especies de rosas siguen en su sitio. No puedo evitar la tentación de tocar las plantas, de acariciar las suaves hojas verdes, no veo pulgón por ningún lado.

– Sí, es cierto -dice el hermano Matías-, la mayoría de las especies siguen en su sitio. Tampoco son sólo las que se ven ahora, pues las rosas florecen en distintas épocas del año; precisamente ahora no hay muchas especies en flor, probablemente no más de setenta.

Nos abrimos paso por los viejos senderos cubiertos de hierbas y arbustos, muy a lo lejos pueden distinguirse los árboles frutales, que parecen estar dispuestos en círculo alrededor del jardín.

– Rosa gallica, Rosa mundi, Rosa centifolia, Rosa hybrida, Rosa multiflora, Rosa candida - enumera el hermano Matías.

Mientras paseo por el jardín con el hermano Matías, empieza a cobrar forma poco a poco en mi mente El Majestuoso Jardín de las Rosas Celestiales, como lo llamaban en los libros antiguos. Habrá que comenzar por desarraigar las malas hierbas y podar las plantas, lo que me podría llevar dos semanas si trabajo en el jardín diez horas diarias, luego habrá que escamondar y replantar. Mentalmente ya tengo elegido un sitio, protegido y soleado, para la nueva especie de rosa que he traído. Quizá al principio no se vea ni florezca enseguida, pero aquí se dan precisamente las condiciones y la luz para una especie nueva y desconocida de rosa que podrá crecer cuando se plante en tierra fértil. No es nada conveniente seguir dejándola al cuidado de los vasos de hospital, no se puede vivir siempre envuelto en algodones. Decido no olvidarme de coger la rosa de ocho pétalos que tengo en el alféizar de la ventana de la hospedería, y una foto del invernadero donde se hallan los orígenes de la rosa.

– No, no conozco esa especie -dice el hermano Matías tras un breve silencio-, creo que ni siquiera la hay en nuestro jardín. Recuerda desde luego a una rara rosa blanca, la Rosa candida, aunque el color es diferente, de lo más infrecuente. ¿Cómo decías que se llamaba?

– Rosa de ocho pétalos. Hay ocho pétalos que crecen juntos, luego otros ocho por encima de ellos, en tres capas, en total veinticuatro pétalos que forman el capullo, que está casi siempre empapado de rocío -le explico-. Es cierto que se asemeja a la Rosa candida, aunque no es blanca. Esta pertenece a alguna cepa, es posible que se trate de la única de su especie en el mundo. Aunque he mirado muchísimos libros sobre rosas, en ninguna parte he encontrado una especie comparable.

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