La aldea está construida sobre una elevación rocosa y mis ojos descubren el monasterio inmediatamente en lo más alto del roquedal; ciertamente parece inverosímil que allí arriba pueda haber un jardín que se lleva mencionando desde la Edad Media en todos los manuales de cultivo de rosales.
Un jirón de niebla amarillenta parte en dos el edificio del monasterio, la impresión es como si estuviera libre de cualquier apoyo terrenal. Las calles son tan estrechas que parecen hendir el cielo en lo más alto, y se hacen tan empinadas que no me atrevo a seguir en el coche, de modo que cojo la mochila y la caja de las rosas y me pongo en camino cuesta arriba, a pie. No es tan difícil subir, porque llevo un equipaje muy ligero. El colorido de las casas es único, no tengo que andar más que unos metros para comprobar que aquí están todos los colores favoritos de mi hermano Jósef: la camisa rosa, la corbata verde menta, el jersey violeta, el chaleco de rombos color crema de queso se me van presentando en otras tantas fachadas; hortensias y dalias en tiestos ornamentados enmarcan el camino hacia lo más alto. Arriba del todo se encuentra la única calle que no está en cuesta, allí lo corona todo la iglesia de piedra en la abertura luminosa del final de la calle, y al lado está la hospedería del monasterio, donde debo presentarme.
Uno no tarda nada en orientarse y es fácil saber dónde está todo; parece que en este pueblo sólo hay una cosa de cada: una posada, un restaurante, una peluquería, una oficina de correos, una panadería, una carnicería y un mendigo. Las excepciones son las iglesias, que asoman encada esquina hasta el punto de que puede haber dos o hasta tres juntas, nunca he visto tantas iglesias en un espacio tan reducido, lodo tiene mil años excepto la gente. Llevo en brazos la caja de las plantas y noto que los lugareños no me quitan los ojos de encima. Tras veinte minutos de caminata estoy en lo más alto del pueblo y casi podría creer que ya he visto a la mitad de sus habitantes. Percibo el olor de salsas cociendo a fuego lento, hay varias personas de compras, algunos con grandes manojos de puerros y de apio en las manos. Me golpean palabras incomprensibles, pero llevo en la mochila un libro que me permitirá defenderme en ese dialecto casi extinto. Hago una rápida comprobación de las mujeres que se cruzan en mi camino, las hay de diversas edades. Antes de darme ni cuenta, un cálculo inconsciente se ordena ante mis ojos en la fachada violeta claro de la posada. Si partimos de los cálculos habituales de probabilidad, calculo que, de los setecientos habitantes, unos trescientos cincuenta serán mujeres, y se pueden estimar en una treintena las mujeres de mi edad, cinco años más o menos.
El superior del monasterio, el padre Tomás, me recibe en la puerta. Lleva un jersey gris de punto con cuello en V y dibujo de zigzag, dice que me estaba esperando y que ya han fregado la habitación que me tienen reservada, y que han cambiado las ropas de cama. Yo llevo un jersey azul que me tejió mamá, tiene un dibujo parecido, podría definirlo como de ochos, pero me parece que no sería muy apropiado mencionar este hecho en nuestro primer encuentro. Lo que hace él es preguntarme qué lengua prefiero hablar y me deja elegir, lo que me descoloca un poco.
– Antes me dedicaba a la lingüística -me dice-; mi hobby son las lenguas.
Me aventuro a preguntarle cuántas lenguas habla, dice que habla diecinueve con corrección y otras quince de manera aceptable, y que hay unas cuantas más que comprende aunque bastante mal.
– Cosa del parentesco -me explica-. Cuando uno ha llegado a las once, hay pocas lenguas con algo nuevo -por otra parte, en esta época del año no llegan muchos visitantes y mi carta y mi interés por el jardín fueron toda una sorpresa para él-. Lo más habitual es que vengan visitantes a ver los manuscritos -me dice, saca una botella de un líquido amarillo de un armario de cristal y llena dos vasos-. Ya que sólo tenemos dos habitaciones con calefacción, una será la tuya, porque la otra la ocupo yo. Puedes comer en el convento cuando estés en el jardín, a mediodía hay sopa, y puedes cenar en el restaurante de al lado, tenemos cuenta ahí. Si empiezas el lunes, ese día habrá sopa de apio. Imagino que querrás echar un vistazo mañana por la mañana: hay una bonita iglesia de piedra con cuadros antiguos y una preciosa ventana al coro.
Me da el otro vaso. Estoy temblando después del viaje.
– Bienvenido. Como te dije, tu interés por el jardín fue toda una sorpresa para nosotros. ¿Se puede cultivar algo donde naciste? No creo que crezcan rosas entre las piedras. Como te indiqué en la carta, el jardín tuvo tiempos muchísimo más gloriosos. Si te crees con fuerzas para organizar aquello e incluso para rehacer la rosaleda, como decías en tu carta, no pondremos la más mínima objeción.
El padre Tomás observa la caja de plantas que he dejado en el suelo con mucho cuidado.
– El hermano Matías se ocupaba él solo de ese tema; podrás descargarle un poco de trabajo, ya está harto de macizos de flores y deseando meterse en el archivo como los demás. Hay montones de manuscritos que tenemos que catalogar -el padre Tomás me da la llave de la habitación número ocho y sube delante de mí por la escalera-. Yo vivo en la número siete, justo al lado. Tu visita será bien recibida si quieres un poco más de vodka con limón, en cuanto te hayas instalado.
Estoy encantado con la habitación: las paredes están pintadas de color lila, hay una cama, una mesa, una silla, un lavabo y un armario con cuatro perchas; no tardo mucho en colgar dos jerséis y dos pantalones. Coloco las camisetas, los calzoncillos y los calcetines en los estantes, y con eso tengo ya deshecho el equipaje, como si me hubiera instalado aquí para una buena temporada. Cuando he terminado de colocar las plantas en el alféizar de la ventana, salgo y llamo a la puerta de la habitación número siete. Sólo puedo decir que para mí es una sorpresa lo que se presenta a mis ojos cuando el padre Tomás abre la puerta. Literalmente todas las paredes están cubiertas de estanterías hasta el techo llenas de cintas de vídeo. En el centro de la habitación hay un televisor viejo con dos sillones delante. En la habitación hay también un escritorio sobre el cual hay dos filas de casetes perfectamente colocados, un libro grueso que imagino podría ser la Biblia, además de otros libros y un portaplumas.
Se percata de que estoy mirando las cintas.
– Sí, es lo que supones, soy muy aficionado a las películas, aunque nunca voy al cine. Mis conocidos de todas partes del mundo saben de esta debilidad mía y llevan años enviándome buenas películas, debo de andar ya por las tres mil. Aquí hay películas de todos los rincones del mundo, en diversas lenguas, en realidad hay de todo menos películas de Hollywood. Me aburren los héroes de guerra y las comedias pretenciosas -dice el padre Tomás, mueve un sillón y me ofrece asiento.
Luego se disculpa y dice que ciertamente es capaz de descifrar textos sencillos en mi lengua materna, pero que por desgracia carece de toda práctica en la lengua hablada, probablemente no ha visto más que una película de mi país.
– Pero era muy bonita -dice-. Muy original. Hierba muy verde. Un cielo enorme. Una bella muerte.
Resulta que el padre Tomás ve las películas en la lengua original y sin subtítulos.
– Es una práctica excelente -me explica-. En el monasterio guardo mis libros, tengo otra habitación allí. Aquí disfruto de tranquilidad para ver las películas. Otros tienen un gato, yo veo películas.
El padre Tomás se levanta, me da una palmada en el hombro, va a por la botella de vodka con limón y llena los vasos.
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