Auður Ólafsdóttir - Rosa candida

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El joven Arnljótur decide abandonar su casa, a su hermano gemelo autista, a su padre octogenario y los paisajes crepusculares de montañas de lava cubiertas de líquenes. Su madre acaba de tener un accidente y, al borde de la muerte, aún reúne fuerzas para llamarle y darle unos últimos consejos. Un fuerte lazo les une: el invernadero donde ella cultivaba una extraña variedad de rosa: la rosa cándida, de ocho pétalos y sin espinas. Fue allí donde una noche, imprevisiblemente, Arnljótur amó a Anna, una amiga de un amigo. En un país cercano, en un antiguo monasterio, existe una rosaleda legendaria. De camino hacia ese destino, Arnljótur está, sin saberlo, iniciando un viaje en busca de sí mismo, y del amor perdido.

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Capítulo 27

El abuelo recién estrenado preguntó si iba a recoger a Jósef al piso de acogida para ver a la niña. Le dije la verdad: que mi amiga y yo no nos conocíamos mucho y que yo no le había hablado aún de la familia, no había mencionado a mi hermano, que cumple años el mismo día que yo, ni le había hablado de mi relación con mamá, no éramos íntimos pese a la intimidad de que gozamos en una ocasión.

– No somos pareja, papá -le dije.

– Pero no pretenderás eludir tu responsabilidad, ¿verdad, Lobbi? A tu madre no le habría gustado nada -consideró que aquello le daba una buena oportunidad para recordar su propia experiencia, el nacimiento de sus únicos hijos-. Al principio no sabían qué le pasaba a Jósef y lo metieron en una incubadora porque estaba muy débil. Como tú eras su hermano gemelo, te pusieron con él en la incubadora las primeras veinticuatro horas. Cuando me incliné a miraros, vi que tenías cogida la mano de tu hermano, sólo tenías un día de vida y ya cuidabas a tu hermano.

No dijo: vi que estabais cogidos de la mano, sino que yo estaba cuidando a mi hermano, dos horas más pequeño que yo y al que algo malo le pasaba; remodelaba los recuerdos a la luz de la experiencia.

– Tú le tenías cogido de la mano. Tu hermano durmió casi todo el tiempo durante el primer año. En cambio, tú estabas despierto y observabas el mundo.

Así nos presenta a mi hermano y a mí como opuestos.

– Tú empezaste a caminar a los diez meses, y Jósef seguía durmiendo.

»Tu madre pasaba mucho tiempo contigo. Yo estaba más con tu hermano. Lo acordamos así. Mamá y tú hablabais mucho, y Jósef y yo callábamos mucho. Así que todo funcionaba a pedir de boca.

Después, el electricista quería salir a comprar un cochecito y un abrigo bien gordo para su nieta, así como unos leo tardos y otras cosas de las que necesitan los niños. Fue mamá la que volvió a tener la última palabra.

– Tu madre no habría tolerado otra cosa.

Me insistió mucho en que comprara tres cosas de cada: tres peleles de felpa con botones en la espalda, tres leotardos, tres pijamas con distinto dibujo, elefantes, jirafas y ositos. También quería que comprase un cochecito y un abrigo. Después sacó la cartera.

«Tu madre no habría tolerado otra cosa.»-Es exactamente igual que tú a su edad -dijo papá cuando vio a su nieta. Yo pensaba que eran sólo las madres las que decían esas cosas.

– ¿A las veinticuatro horas de edad? ¿Eres capaz de recordar cómo era yo a las veinticuatro horas? -le dije al recién estrenado abuelo.

– Es la viva imagen de tu difunta madre -aseguró. Como si mamá y yo fuéramos lo mismo.

Confiaba en que la niña recibiera en el bautismo el nombre de mamá, lo noté mientras miraba a la niña, estaba buscando a mamá.

– No soy yo quien decide el nombre -le dije-. Sería distinto si viviéramos juntos. Además, la madre de mi hija se llama Anna, igual que mamá, así que eso sería ponerle su propio nombre.

Papá no comprendía esa forma de ver las cosas.

– Mi hija se llama Flora Sol -le digo a la estudiante de arte dramático.

– Guay -responde. Luego seguimos en silencio. No queda mucho camino.

Capítulo 28

El paisaje está cambiando, por delante hay colinas onduladas y a lo lejos se ven montañas. Los campos de girasoles quedaron a nuestra espalda y hemos entrado otra vez en un espeso bosque, la carretera está mojada, yo me concentro en la conducción y los dos guardamos silencio. Por delante hay luces azules parpadeantes y reduzco la velocidad y cambio a primera al aproximarme a los conos de plástico luminosos colocados en medio de la carretera. Un agente de policía con capote reflectante impermeable se pone delante del coche y me hace una indicación para que vaya al arcén, prácticamente al suelo de tierra, y pasar junto a un turismo al que le falta la parte delantera, como si lo hubieran cortado limpiamente en dos trozos. En la carretera hay una mancha de aceite. Paso por el lugar del accidente a velocidad de persona, la parte delantera del coche ha desaparecido como si el bosque se la hubiera tragado. En el arcén hay otro policía con chaleco reflectante, veo que está recogiendo una pierna de la calzada, tiene zapato de hombre y calcetín negro. El policía sostiene la pierna justo al lado de mi coche y utiliza la otra mano para indicarme que continúe. Al pasar por delante del medio coche, veo dos medios cuerpos aún sentados en sus asientos, corresponden a un hombre y una mujer ya mayores, elegantemente vestidos, en realidad de etiqueta, están allí sentados uno al lado del otro, como un matrimonio que lleva decenios sentándose silenciosos a la cena. No se ve sangre por ningún sitio, los rostros blanquecinos están enteros y sin daño aparente, casi parecen las figuras de un museo de cera. Lo que más me llama la atención es que no siento horror, aunque no soy persona insensible. En vez de eso pruebo a meterme yo, tranquilo, en la vida de la pareja de la carretera, como si tuviera que solucionar un problema de la mayor importancia, pero no me veo sentado junto a la misma mujer durante decenios, ni en un coche ni en la mesa de la cena.

¿Y si yo también hallase ahora mi destino en esta misma carretera, digamos empotrándome contra un árbol por alguna distracción al conducir, si se rompiera el parabrisas y todo se nos viniera encima y muriéramos juntos la actriz y yo, uno al lado del otro? ¿Qué pensaría Anna, la madre de mi hija, al enterarse de la noticia? Quizá encontrasen alguna cosa insignificante en el bosque, la escena final de Casa de muñecas , a los de emergencias siempre se les pasa algo por alto. O bien, lo que es igual de probable, podían meter aquel papel en mi bolsa de plástico y le enviarían a papá con todo lo demás un papel misterioso que no entendería.

Miro a la chica. Está sentada con las manos en los muslos y la cabeza gacha, los ojos llenos de lágrimas.

– Venga -le digo, y le toco el codo-. Venga -vuelvo a decirle, acariciándole la mejilla.

Ahora que hemos sido testigos los dos de un accidente mortal, se puede decir que compartimos una experiencia vital. Además, he compartido con ella mi propia experiencia del nacimiento de un niño; nuestras vivencias comunes de las seis últimas horas, lado a lado en el coche, abarcan dos de los sucesos más importantes de la existencia humana: el nacimiento y la muerte, el principio y el fin. Si ella me preguntara con gesto decidido durante los cien últimos kilómetros del viaje si querría acostarme con ella, yo no me negaría.

Cuando vuelvo a circular por la carretera, adelanto a un camión parado que se incorporó al camino del bosque por el sitio equivocado en el momento equivocado, a lo mejor el conductor estaba buscando una emisora de radio que pusiera música clásica. Eu ci retrovisor veo aún el parpadeo de las luces azules de los coches de policía, en medio de la lluvia.

Poco después tengo que irme otra vez al arcén, en realidad al borde del bosque, esta vez para vomitar el sándwich de fiambre que engullí unas horas antes. No me encuentro bien y si no me hubieran quitado el apéndice, diría que estaba sufriendo otro ataque de apendicitis.

Apago el motor y los dos nos bajamos. Yo llevo sólo la camisa blanca y tengo frío. Se oyen cigarras y toda clase de animales, y el olor de la vegetación es abrumador en medio del chirimiri.

– Venga -dice ella-, ya está.

Me parece más conveniente alejarme unos diez metros del coche para vomitar el sándwich.

Es una distancia enorme, cuando iban a fusilar a los miembros de la resistencia, les hacían alejarse diez o quince metros de la camioneta.

– Venga -dice ella otra vez cuando he terminado de vomitar, y me acaricia la manga de la camisa. Luego me coge de la mano y me lleva hacia el interior del bosque-. Tenemos que airearnos un poco mientras te pones mejor.

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