Auður Ólafsdóttir - Rosa candida

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El joven Arnljótur decide abandonar su casa, a su hermano gemelo autista, a su padre octogenario y los paisajes crepusculares de montañas de lava cubiertas de líquenes. Su madre acaba de tener un accidente y, al borde de la muerte, aún reúne fuerzas para llamarle y darle unos últimos consejos. Un fuerte lazo les une: el invernadero donde ella cultivaba una extraña variedad de rosa: la rosa cándida, de ocho pétalos y sin espinas. Fue allí donde una noche, imprevisiblemente, Arnljótur amó a Anna, una amiga de un amigo. En un país cercano, en un antiguo monasterio, existe una rosaleda legendaria. De camino hacia ese destino, Arnljótur está, sin saberlo, iniciando un viaje en busca de sí mismo, y del amor perdido.

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– ¿No te llevaste un buen susto al enterarte de que ibas a tener un hijo con una mujer desconocida?

– Sí, un poco -le contesto, pero no sigo hablando de ello con mi vecina de asiento

Capítulo 23

La futura madre de mi hija me llamó justo a primeros de año a preguntarme si podíamos vernos en un café. En cuanto me senté, me dijo a bote pronto que estaba esperando un niño.

– Esperamos un niño para el verano que viene.

Me llevé un buen susto y lo único que se me ocurrió fue llamar al camarero y pedir un vaso de leche. Ella tomó chocolate caliente. Miré unos momentos las migas de la mesa, no la habían limpiado después del último servicio.

– ¿Sueles beber leche? -preguntó.

– No, en realidad, no.

Ríe. Yo también río. Me alegra que ría. Ahora que estoy intentando recordar, me acuerdo sobre todo de sus mejillas mientras remueve la taza de chocolate. Los dos estamos en silencio un rato, ella bebe a sorbitos su chocolate y yo me bebo el vaso de leche. Me resultaba difícil imaginar un niño en mi vida. Todavía era invisible y por eso mismo no era aún real, incluso existía la posibilidad de que nunca llegara a nacer. No nos conocíamos mucho pero, aunque yo había hecho planes en los que no entraban ni ella ni el niño, igual que yo tampoco entraba en los planes de ella, la chica me gustaba bastante. Pero lo cierto es que la visita al invernadero nunca se repitió. ¿Tenía que decirle que lo sentía, que lamentaba haberla invitado a ver las tomateras del invernadero y pedirle perdón por no haber tomado medidas para impedir que ahora estuviese embarazada? ¿Tal vez eso la heriría? ¿O tendría que decirle que no pensaba rehuir la responsabilidad del niño que estaba creciendo en su interior, me gustara o no me gustara?

– ¿Cuándo nacerá el niño? -le pregunto.

– Hacia el siete de agosto.

Ese día es el cumpleaños de mamá. Creo que no tengo mucho que decir, quizá debería preguntar a mi amiga, sentada al otro lado de la mesa, cómo ve ella su parte del asunto, qué le parece tener un hijo conmigo. Pero lo que me dice es:

– No cuento contigo necesariamente.

Que no fuera a contar conmigo en el futuro me produjo sensaciones contrapuestas.

– Pero yo creo que podría querer al niño -le digo.

Toma un sorbo de chocolate y se limpia la nata de los labios, era flaca como un palo.

– ¿No quieres comer algo? -le digo al tiempo que le paso la carta. Lo que había era sobre todo sopas y sándwiches, pero descubrí pez lobo frito y se lo señalé con el dedo.

– No podría digerirlo -me dice.

En ese momento, quizá habría debido pensar en qué tal madre podía resultar para mi hijo, pero por uno u otro motivo no conseguí conectarme con el hijo de aquella mujer, no logré tender un puente entre el niño y yo. No logré ver mis actos en contexto, enlazar causas y consecuencias ni pensar en la relación entre la semilla que sembré en tierra fértil y lo que latía ahora dentro de la mujer que en aquel momento estaba delante de mí dando vueltas con la cucharilla a su taza de chocolate.

En realidad, lo único que podía hacer era esperar a que me telefoneara para invitarme a ver al niño. Era difícil saber si aquel niño llegaría a necesitarme un día, si su madre me invitaría a ir a su casa a ocuparme de él mientras ella se iba al cine, quizá acompañada del padrastro de la criatura. Primero tenía que nacer el niño.

– He de irme pitando -dice la estudiante de genética, y se sube la cremallera de su anorak azul-. Tengo que llegar a clase de anomalías cromosómicas.

Terminé mi vaso de leche y pagué la leche y el chocolate. Ella me dio la mano y yo se la estreché. No había más que mirarla correr por la calle y subir al autobús para darse cuenta de que sería perfectamente capaz de apañárselas sola, no había motivo alguno para los remordimientos.

Capítulo24

– ¿No te apetecía conocer mejor a la futura madre de tu hijo?

– Sí, quizá, pero no hubo opción, nuestras vidas se alejaron, sin más.

– ¿La volviste a ver antes de que naciera el niño?

– Sí, una vez -respondí.

La siguiente vez que vi a la madre de mi hija fue a finales de abril, cuando estaba haciendo cola para comprarse un perrito caliente. Crucé la calle corriendo y me puse en la cola detrás de ella, entre los dos había un hombre. Como yo la vi primero, pude observarla antes de saludarla. Llevaba un chaquetón azul, el espeso cabello oscuro sujeto en una coleta y una bufanda muy grande, enroscada dos vueltas al cuello, porque la primavera se presentaba fría. Ya se notaba el embarazo, el niño ya era una realidad. Sentí los latidos de mi propio corazón y no pude evitar la idea de que, desde aquella noche, en el interior de mi amiga palpitaban dos corazones, pero cuando intenté revivir la visita al invernadero, despertaron apenas otras imágenes que las de las hojas que habían caído sobre su vientre tibio.

La oí pedir su perrito con todo menos cebolla y con un poco de remolacha, y pensé en que el niño también tomaría un perrito con todo excepto cebolla, que se alimentaba de ella, aunque sus ojos pudieran parecerse a los míos.

Esperé a que el otro hombre hiciera su pedido antes de saludarla, me puse delante de ella y dije hola.

– Hola -me sonrió con el perrito en una mano, parecía extrañada de verme y también algo turbada. La madre de mi hija y yo éramos dos extraños que se saludaban en una esquina. Le pregunté qué tal estaba, pero ella acababa de darle un mordisco al perrito, de modo que tuve que esperar a que acabara de masticar y tragar. Sentí que era una torpeza preguntarle aquello de sopetón, justo cuando tenía la boca llena, pero ella hizo lo posible por masticar deprisa, y mientras tanto la miré a los ojos. Luego se limpió a toda prisa la mostaza invisible de una de las comisuras de la boca. Tenía una boca bonita. Me dijo que estar embarazada era como pasarse varios meses seguidos mareada en el mar. La comprendí perfectamente y me di cuenta de mi responsabilidad, en esos mismos días había acabado un turno de pesca y estaba esperando el siguiente. Añadió que ya había pasado lo peor y que estaba a punto de empezar los exámenes.

Miraba de tanto en tanto su medio perrito, estábamos uno frente al otro y yo veía cómo se iba secando la mostaza. Mientras se recolocaba la bufanda violeta, me dejó su salchicha y yo la cogí con la mano izquierda al tiempo que sostenía la mía en la derecha, estaba ocupándome de una cosa suya sin importancia; esas cosas que suelen hacer los amigos. Ella no tenía pinta de madre expectante, no había nada en ella especialmente maternal, sólo parecía una chica que estaba empezando los exámenes y liada con los trabajos escritos.

Le devolví su perrito y ella también me miró estudiándome, y sin querer me pasé la mano por mi espeso cabello despeinado, quería causarle buena impresión. No sabía si ella pensaba alguna vez en mí, en aquel momento estaría probablemente pensando cómo sería el niño, no era nada cómodo ser pelirrojo.

– ¿Sabes ya el sexo del bebé? -pregunto.

– No -responde-, pero tengo el presentimiento de que será un chico.

Por una fracción de segundo (como el resplandor de un rayo que atraviesa la mente) me veo llevando de la mano a un muchachito con impermeable azul y pasamontañas también azul, acabo de recogerle en casa de su madre o voy a dejarle allí, pero no consigo llenar el tiempo entre ambas cosas. Claro que había podido estar echando pan a los patos: el lago estaba helado y habíamos ido a la esquina donde el agua está siempre líquida y los patos pueden nadar. En el cuadro llevo al chico de la mano, no quiero perderle, me lo han confiado por medio día y no voy a dejar que se me caiga en el estanque de los patos ni nada por el estilo. Pero me resulta difícil escenificar algo que aún no se ha convertido en realidad. Aunque no fuese a criar al niño en compañía de la madre de mi hijo (ensayé la expresión «madre de mi hijo»), no soy ningún canalla y tuve ganas de decirle que podía confiar en mí, que yo podía llevar al chico a las clases de gimnasia y que podríamos seguir siendo amigos.

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