Auður Ólafsdóttir - Rosa candida

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El joven Arnljótur decide abandonar su casa, a su hermano gemelo autista, a su padre octogenario y los paisajes crepusculares de montañas de lava cubiertas de líquenes. Su madre acaba de tener un accidente y, al borde de la muerte, aún reúne fuerzas para llamarle y darle unos últimos consejos. Un fuerte lazo les une: el invernadero donde ella cultivaba una extraña variedad de rosa: la rosa cándida, de ocho pétalos y sin espinas. Fue allí donde una noche, imprevisiblemente, Arnljótur amó a Anna, una amiga de un amigo. En un país cercano, en un antiguo monasterio, existe una rosaleda legendaria. De camino hacia ese destino, Arnljótur está, sin saberlo, iniciando un viaje en busca de sí mismo, y del amor perdido.

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Practico la lengua, emparejo sustantivos y verbos y luego hago sitio a las preposiciones en torno a las plantas, para que mi acompañante consiga percibir cómo es su entorno exacto. Desde las quebradas bajo hacia el mar y extiendo la playa de arena. Porque me parece importante que esta muchacha extranjera (digo muchacha, como haría mi anciano padre) pueda vislumbrar las amplias playas de arena yerma, no hay ni la huella de una sola pisada, nada sino el mar infinito y tal vez la cresta de las olas que arrojan su espuma sobre el mar y, por encima de todo, el cielo infinito. Digo infinito dos veces porque quiero hacerle comprender cómo es andar sin pisar las huellas de ninguna otra persona sobre la playa negra, excluyo el graznido de la gaviota porque altera la quietud de la imagen. ¿Cómo se dice infinito ? Si supiera decir infinito, podría llevar la conversación a terrenos abstractos. La actriz me ayuda.

– ¿Atemporal?

– No, no es eso exactamente.

– ¿Inmortal?

– Sí, es posible -digo yo-, inmortal.

– Guay -dice ella.

Se me ocurre entonces que también podría contar cómo es pisar la nieve recién caída, imprimir en ella las primeras huellas de la mañana.

– En cierto modo es comparable a la arena negra de la playa -continúo-, todo es cuestión de huellas de pisadas.

La actriz asiente con la cabeza.

Me parece absolutamente increíble lo lejos que están dispuestas a ir las mujeres para seguirme y cómo se empeñan en comprender adonde quiero llegar. A veces resulta incluso que lo hacen de forma totalmente acritica. Pero esta chica no parece estar al borde de la desesperación, en absoluto, no me extrañaría ver un día fotos suyas caminando por la alfombra roja de algún festival cinematográfico.

Capítulo 22

Luego deja de apetecerme seguir hablando de botánica. Me apetece ir callado los próximos doscientos kilómetros. Hago un rápido cálculo mental de cuántos le quedan de camino a mi acompañante. En cuanto dejo de concentrarme en la gramática, vuelvo a pensar en el cuerpo. Mis dificultades lingüísticas podrían conducirnos directamente a una nueva etapa, la de la comunicación silenciosa de dos cuerpos.

Pero tengo que ocuparme de las plantas que llevo en el maletero, de modo que pongo el intermitente, me meto en el arcén y apago el motor. Ella se quita también el cinturón y se dispone a acompañarme en mi expedición de reconocimiento por el maletero. Cuando ella abre la puerta del pasajero y yo la del conductor al mismo tiempo, se le cae el manuscrito de las manos y las hojas blancas vuelan en todas direcciones. No echa a correr detrás de las hojas caídas en la espesura del bosque, sino que se va acercando a ellas con precaución y astucia, pero tan rápido como puede, como una fiera salvaje dispuesta a plantar su pie calzado con zapatos de tacón en un raudo movimiento, a la primera oportunidad. Por guardar las formas, yo le entrego unas cuantas hojas, pero como veo que la chica controla por completo la situación, la dejo sola perseguir la Casa de muñecas y abro el maletero.

– Espera -me dice la chica-, ¿qué haces con esas plantas? ¿Es marihuana? -me mira confusa mientras echo agua de la botella sobre las plantas.

– No, son rosas, esquejes de rosal que me traje de casa y dos rosales más que compré aquí.

La actrizse echa a reír.

– ¿Tienes novia? -pregunta directamente cuando estamos otra vez sentados en el coche.

– No, pero tengo una niña -es la tercera vez durante el viaje que me veo abocado a hablar de mi hija.

La chica se revuelve en el asiento. Parece que se ha quitado otra vez el cinturón de seguridad.

– Ponte el cinturón -le digo.

– ¿Estás de broma?

– Por aquí pasan animales de todas clases -le señalo un cartel con un ciervo.

– ¿Un niño?

– No, es una niña, casi siete meses -añado.

– ¿Estás divorciado?

– La madre de la niña no es mi ex esposa, sino la madre de mi hija. Hay una gran diferencia.

– No es raro que las dos cosas vayan juntas.

– Con nosotros no es así.

– ¿Cuánto duró la relación?

– Media noche -respondo-. Fue ella la que se marchó, aunque no hay que entenderlo en el sentido de que yo la hiciera irse. Ella se vistió la primera y se marchó.

Mi acompañante me mira con interés.

– Llevo una foto de mi hija en la mochila -le digo mientras señalo hacia atrás. Se suelta el cinturón a toda prisa, enciende la luz y se empotra entre los asientos para poder meter la mano en mis cosas. Su trasero está, digamos, a la altura de mi hombro mientras bucea en el compartimento delantero de la mochila.

– ¿En la billetera?

– Donde el pasaporte.

– ¿Esta es tu antigua novia?

– No, ésa es mi madre.

Me había olvidado de la foto de mamá.

En esa foto, mamá está junto a la pared de la casa, pintada de color malva, y las azucenas rojas casi le lleganHHa la cintura. Soy yo quien está con ella en la foto, y por extraño que pueda parecer, en esa ocasión fue mi hermano Jósef quien tomó la foto. Yo había enfocado previamente e hice que mi hermano trazara una línea en las piedras, que era donde tenían que llegar las puntas de sus pies, y le indiqué tres veces cómo debía apretar el botón. Al cuarto intento lo consiguió, y en ese momento estábamos mamá y yo muertos de risa. Yo le saco la cabeza y le he pasado un brazo sobre los hombros. Lleva jersey violeta, falda y botas, mamá nunca se ponía pantalones en el invernadero ni en el jardín.

Solía vestir con colores fuertes y a veces con estampados peculiares, y le gustaba toda clase de tejidos, así como pasar los dedos por las telas, y en ocasiones me dejaba tocarlas para apreciar la diferencia entre el Dralón y la muselina. A veces llegaba a casa con una tela, se sentaba a la máquina de coser y al día siguiente aparecía con una blusa nueva a la hora de desayunar. Es curioso lo del brazo sobre los hombros, no recuerdo haberla cogido nunca de esa forma. Tiene aspecto de ser muy feliz.

Mi acompañante se da la vuelta.

– La he encontrado -lleva en la mano el pasaporte, que contiene los datos más importantes sobre mí, la foto de mamá y la foto de mi hija. Miro rápidamente de reojo la foto que tiene en el aire, y al momento vuelvo a mirar la carretera. Es ella, es Flora Sol la que aparece en la foto. Mis faros iluminan los rojos ojos de un conejo, no será nada divertido tener pedazos de carne en los neumáticos cuando pare a echar gasolina. Tengo que preguntar si este bosque no piensa terminar nunca-. Qué linda -dice la chica al cabo de un rato, estudiando detenidamente la foto, la mueve para que le dé mejor la luz-. Pero no se parece mucho a ti.

– No han llegado aún los resultados del test de paternidad -consigo hacerme entender, incluso consigo bromear.

La chica ríe.

– ¿Siete meses, dices? No tiene mucho pelo para ser una chica, parece más bien calva.

La corrijo:

– Aún no ha cumplido los siete meses -le digo. Es cansado tener que explicarle lo del pelo a todo el mundo-. La foto es de hace un mes, sólo tenía seis cuando se hizo. El pelo, cuando es tan rubio, no crece tan deprisa.

Hago un último intento para explicarle a una forastera que los niños rubios tienen poco pelo el primer año. ¿Cómo se me ocurrió la estupidez de mencionar a la niña? ¿A qué vino eso de enseñarle la foto?

– Dámela -le digo, aparto una mano del volante y cojo la foto que me entrega sin decir una palabra.

Miro fugazmente a mi hija, sonriendo de oreja a oreja con dos dientes en la encía inferior, antes de meterme la foto en el bolsillo de la camisa, debajo del jersey. A la niña no se le nota nada que sea fruto de media noche de relación. Aunque hasta ahora no tengo mucho que decir de mi hija, imagino que en el futuro sí que pensaré en ella, sólo tengo que acostumbrarme a la niña. A uno le gustan sus hijos, a menos que sea un canalla.

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