Auður Ólafsdóttir - Rosa candida

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El joven Arnljótur decide abandonar su casa, a su hermano gemelo autista, a su padre octogenario y los paisajes crepusculares de montañas de lava cubiertas de líquenes. Su madre acaba de tener un accidente y, al borde de la muerte, aún reúne fuerzas para llamarle y darle unos últimos consejos. Un fuerte lazo les une: el invernadero donde ella cultivaba una extraña variedad de rosa: la rosa cándida, de ocho pétalos y sin espinas. Fue allí donde una noche, imprevisiblemente, Arnljótur amó a Anna, una amiga de un amigo. En un país cercano, en un antiguo monasterio, existe una rosaleda legendaria. De camino hacia ese destino, Arnljótur está, sin saberlo, iniciando un viaje en busca de sí mismo, y del amor perdido.

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«Que tengas suerte en los exámenes», le digo cuando nos despedimos. Lo único que podía hacer era esperar a que Anna me llamase una tarde para ir a ver al niño.

– Lo único que podía hacer era esperar a que naciese el niño -le digo a mi acompañante, y abandono el tema.

Capítulo25

Estuve pensando cuánto tiempo podría esperar para hablarle a papá del niño que probablemente llegaría al mundo el día del cumpleaños de mamá, en agosto, y también lo que pensaba hacer al respecto. Yo tenía veintidós años y seguía viviendo en casa, mi padre tenía cincuenta y cuatro cuando tuvo sus primeros y únicos hijos, los gemelos, mi hermano Jósef y yo. Por raro que pueda parecer, lo que más me preocupaba tener que decirle a papá era el día en que se esperaba el nacimiento del niño. ¿Qué era lo correcto y qué lo incorrecto en la concepción y el nacimiento de un niño? ¿Se lo debía decir durante la cena, de sopetón, incluso con indiferencia, como si no fuera gran cosa estar esperando un hijo con una mujer casi desconocida, o sería mejor anunciarlo con solemnidad y decir que tenía que hablar con él en privado sobre un asunto importante, como si en la casa hubiera alguien más, y así nos sentábamos en el sofá, apagábamos el telediario para poner de relieve la importancia de aquel suceso inevitable? Me sentía como si estuviera contándole al electricista el argumento de una novela que no había leído todavía y que, en consecuencia, no podía hacer demasiado interesante. Temía también causarle una decepción, porque seguramente habría pensado que por fin le iba a comunicar mi decisión de estudiar fitobiología.

Cuando por fin tuve la intuición de que había llegado el momento justo para darle la noticia a papá, me llamó mi amiga y me dijo que estaba camino de la maternidad, porque el niño iba a nacer ya. Dijo que me esperaría y me pareció notar que se le quebraba la voz, como si estuviera a punto de echarse a llorar.

Eran las diez y media de la noche del viernes seis de agosto.

– Me llamó cuando la niña estaba a punto de nacer -le digo a la actriz.

Hace tres horas que nos pusimos en camino y aún seguimos dentro del bosque. Veo a mi vecina de asiento meter la mano en su bolsa de arte dramático en busca de la caja roja con el lunch.

Debo confesar que fue una enorme sorpresa que mi amiga me llamara antes de que naciera el niño, hasta ese momento yo ni siquiera daba por hecho que el niño fuera a nacer realmente. Así que me metí en la ducha y luego planché la única camisa blanca que tenía, mi aportación al nacimiento de la criatura sería llevar camisa blanca y bien planchada, como en Navidades. Pero lo cierto es que no sabía el papel que podía haberme destinado Anna en el nacimiento del niño, tenía esa sensación que tienes cuando vas a un examen sin haber estudiado. De pronto, papá se puso delante de la tabla de planchar y yo le dije a toda prisa que esperaba un hijo con la amiga de un amigo mío.

– ¿Te acuerdas de Porlákur? -le digo.

Su reacción me pilló completamente por sorpresa, parecía feliz, luego cogió él la plancha e intentó terminar el trabajo.

– La verdad, no esperaba poder gozar del placer de ser abuelo -me dijo-, tu madre y yo pensábamos que tú no ibas por ahí.

No le pregunté a qué se refería con eso de que yo no iba por ahí, pero le dejé que me ayudara con la camisa, como si yo no fuera más que un adolescente que asistía a su primer baile de Navidad. Preguntó si quería que me prestase una corbata.

– No, gracias.

Aquel acontecimiento le dio ocasión de recordar.

– Tu madre, por así decir, llenaba por completo la cocina naranja las últimas semanas, cuando estaba embarazada de tu hermano y tú, de modo que me guardaba muy mucho de entrar en la cocina cuando ella estaba allí. El apartamento no era grande y estábamos siempre chocándonos, no había forma de evitarlo. Yo me sentía como si estuviera de más, como si el apartamento no fuera suficientemente grande para vosotros dos y para mí.

Capítulo 26

Al poco, pienso que conviene cambiar de cartas.

– Estuve en el parto -le digo a la actriz, aunque sé que mi conocimiento del idioma no satisface las condiciones necesarias para entrar en mayores detalles. Es lo que pasa con cualquier cosa de carácter personal que intento decirle a la chica.

Mi compañera de viaje está visiblemente encantada.

– ¿Sí? -me mira con una mezcla de admiración y asombro. Pero la admiración parece predominar en su rostro.

Aunque no sustituía a la comadrona ni nada que se le parezca, realmente estaba allí cuando nació mi hija. Y yo también me emocioné.

Una luz lechosa inundaba el corredor, no me sentía rechazado pero al mismo tiempo me sentía inútil, mi papel en el alumbramiento de la niña terminó nueve meses atrás. Anna llevaba un camisón blanco de hospital, que se hinchaba sobre su vientre dilatado, y calcetines blancos; parecía distraída y preocupada como si no fuera totalmente dueña de las circunstancias.

La comadrona me saludó cariñosa y yo le sonreí a Anna, sabía que la esperaban momentos duros y la compadecí muchísimo, ahora tenía la clara sensación de que todo era culpa mía. Me entraron deseos de pedirle perdón y decirle que lo lamentaba mucho, que nunca fue mi intención que tuviera que pasar por aquello. Pero no hice nada de eso, me limité a hacer lo que me dijeron y me senté todo tieso en la silla destinada al acompañante, al lado de la cama, y le di unas palmaditas en el dorso de la mano a la futura madre de mi hija, por la ventana se veían dos cuervos negros en el alféizar. Las mujeres hablaban entre ellas a media voz y Anna estaba en silencio, tumbada de lado, con un almohadón blanco entre los brazos.

No comprendía cómo a la madre de mi hija se le había podido pasar por la cabeza la idea de tenerme cerca, cuando apenas nos conocíamos. Me parecía totalmente inútil, pero por fortuna todo transcurrió muy deprisa, no tuve necesidad de contemplar los sufrimientos de mi amiga un día tras otro, el parto fue rápido y sin problemas y la criatura nació poco después de la medianoche del viernes siete de agosto, dos horas después de mi llegada al hospital. Era una niña viscosa y rojiza, lloró unos momentos, lo justo mientras los pulmones se le llenaban de aire, y se agitó como una desesperada, luego calló y se calmó mirando a su alrededor con sus ojitos de perla salidos de las entrañas de la tierra. Una especie de bruma cubría sus ojos de color azul profundo, como si aún perteneciesen a otro mundo.

– ¿Y cómo fue eso de ver nacer a la niña? -pregunta mi compañera de asiento en el coche.

– Una sorpresa total.

– ¿Cuál era la sorpresa?

– Uno piensa en la muerte. Cuando uno acaba de tener un hijo, sabe que algún día morirá.

– Qué raro eres -dice ella.

¿Por qué lo habrá dicho? A menos que yo haya entendido mal. Me resulta difícil pensar varias cosas a la vez, no es nada sencillo juntar el significado de unas palabras extrañas y su posible connotación. Mi compañera de viaje se expresa como quien respira, sin el más mínimo esfuerzo. No tengo valor suficiente para preguntarle qué quería decir con eso de raro. Por eso prefiero decir:

– Tú también eres rara.

No sabía lo que pasaba por la cabeza de Anna, pero me pilló un tanto por sorpresa que fuera niña. La comadrona me enseñó la mejor postura para sostener en brazos a aquella niña tan resbaladiza, cómo formar un capullo en el que cupiera aquel cuerpo diminuto que olía a algo dulzón, como a caramelo de vainilla. Mi hija parecía querer adaptarse a mi escaso saber. Me miraba con grandes ojos despiertos, oscuros de cansancio, y estaba de lo más tranquila. A primera vista parecía no tener pelo, pero cuando le limpiaron bien la cabeza asomó una pelusilla amarillenta.

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