Auður Ólafsdóttir - Rosa candida

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El joven Arnljótur decide abandonar su casa, a su hermano gemelo autista, a su padre octogenario y los paisajes crepusculares de montañas de lava cubiertas de líquenes. Su madre acaba de tener un accidente y, al borde de la muerte, aún reúne fuerzas para llamarle y darle unos últimos consejos. Un fuerte lazo les une: el invernadero donde ella cultivaba una extraña variedad de rosa: la rosa cándida, de ocho pétalos y sin espinas. Fue allí donde una noche, imprevisiblemente, Arnljótur amó a Anna, una amiga de un amigo. En un país cercano, en un antiguo monasterio, existe una rosaleda legendaria. De camino hacia ese destino, Arnljótur está, sin saberlo, iniciando un viaje en busca de sí mismo, y del amor perdido.

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Aquél es su terreno, quizá ya ha ido allí antes con su padre, el propietario del restaurante, a cazar ciervos. Me da un escalofrío porque estoy en mangas de camisa, como un hombre que se va al bosque vestido con su traje de etiqueta nada más salir del concierto.

Nos abrimos camino entre los coriáceos arbustos doblando ramas llenas de pegajosa savia, y por último nos sentamos junto al tronco de un roble que ciertamente tendrá un millar de años. Si se levanta un poco la corteza, detrás bulle la vida, toda una incansable sociedad de hormigas.

– ¿Siempre te has llamado igual? -me pregunta la chica.

– ¿Qué quieres decir, vosotros cambiáis de nombre al haceros mayores?

Ríe. Yo también río con ella.

Recojo tres pinas y me las meto en el bolsillo, luego quito una hoja muy nervada, verde claro, del hombro de la actriz y también unas briznas de hierba, antes de volver a sentarnos en el coche.

Capítulo 29

Cuando llego con la chica a nuestro destino, ella me pone la mano sobre el hombro y me va indicando el camino por la ciudad que yo tenía la intención de rodear. Me dice que además de la escuela de arte dramático hay una escuela de clowns, y que allí está también la sede de un circo muy famoso, y que además se produce un queso azul muy conocido. Giro cinco veces a la derecha hasta llegar a la casa en que vive la chica, a breve distancia del centro histórico.

– Aquí -me dice, y empieza a moverse-, ya estamos.

Cae chirimiri y tengo la peculiar sensación de estar despidiéndome de una novia, aunque desde luego carezco de experiencia directa al respecto. Ella se revuelve en el asiento, sigue teniendo la mano sobre mi hombro.

– ¿Tienes prisa? -pregunta-. ¿Tienes que llegar a tu destino a una hora determinada?

– No, en realidad no, claro que tengo por delante un largo camino -añado, para contestar de una forma más rotunda. Estoy en guardia frente a posibles sucesos inesperados, frente a un posible ruego, las mujeres siempre suelen tener algún plan y ya lo han organizado todo antes de que uno se dé ni cuenta.

– No, sólo quería invitarte a que te quedaras hoy aquí, esta noche -me dice-. Comparto piso con dos chicas que van conmigo a la escuela, pero hay sitio de sobra también para ti.

Reflexiono por un momento si puede haber algún riesgo en aceptar la oferta, si ésta podría afectar incluso a mis planes de futuro. Los que penetran en la vida de alguien por un breve tiempo pueden resultar más profundamente alterados que quienes pasan juntos años enteros, tengo la experiencia de que las casualidades pueden ser traicioneras y decisivas.

– En serio -me dice mientras se recoloca el pelo y mete un mechón debajo de la cinta. Lo cierto es que ha empezado a oscurecer y pronto será de noche.

– Bueno, pues sí, gracias -digo, decidido a compartir casa con tres actrices. En cualquier caso, me habré ido antes de que despierten.

– Sólo una cosa -me dice-, mis compañeras de piso son vegetarianas, espero que no te importe. Por la cena. Probablemente hoy habrá lasaña de espinacas.

Cuando estamos bajando del coche, me dice de pronto:

– ¿Cómo dijiste que se llamaba esa planta que era como una colchoneta de gimnasia?

Capítulo 30

Pongo el máximo cuidado para no despertar a las actrices al salir, pues no tienen que ir a la escuela hasta después de las doce. Antes de irme, pliego la sábana y la manta y las dejo en el suelo encima del colchón, debajo de un pòster de una famosísima estrella del cine con vestido negro ceñido, ojos almendrados medio cerrados, pestañas como alas de mariposa y una cascada de rizos negros. Luego escribo unas líneas para las tres inquilinas, dándoles las gracias por la agradable velada y la lasaña de espinacas, y meto la nota entre los vasos sucios sobre la mesa de la cocina. Puede decirse que desde que empecé el viaje he disfrutado de la compañía de varias personas que se han cruzado casualmente en mi camino, como la actriz y sus amigas. Apenas ha empezado a clarear cuando voy al maletero y cojo una de las rosas extranjeras, con tres capullos rosados, y la coloco en medio de la mesa, al lado de mi carta de despedida. El desorden en la vida de estas actrices es más que considerable, y uno podría perderse en su cocina, tan repleta está de platos sucios y restos de comida. Tras pensarlo un momento, cojo los platos y los vasos y los pongo en el fregadero, limpio la mesa y la ordeno un poco para que la rosa cause mejor efecto.

Aunque de vez en cuando pienso en las estrellas de cine, mientras avanzo lentamente por la carretera de montaña y vuelvo a descender al llano, me alegro de ir solo, la presencia física de una chica puede alterarlo todo. Quizá no piense en sexo a todas horas, pero en privado me rompo la cabeza para entender la relación entre mi cuerpo y yo mismo, y entre mi propio cuerpo y el cuerpo de los otros. 1 a siguiente vez que paro para estudiar el mapa, saco los esquejes del maletero y los coloco en el suelo, a mi lado. Ya han sobrevivido a un viaje en avión, a una estancia en un hospital metidos en vasos de plástico esterilizados, han sabido sobrevivir en unas condiciones bastante precarias en el maletero o en los asientos traseros de un coche, durante más de dos mil kilómetros.

Como papá está siempre preocupado por mí, le llamo desde la cabina telefónica de una estación de servicio nada más cruzar la frontera. Después de preguntarme por el tiempo y el estado de las carreteras, me cuenta que siete borrascas se han sucedido en el país a lo largo de siete días. Luego me cuenta que la sopa de fletán salió de rechupete y que ahora está pensando en hacer morcillas de cordero.

– Como las que hacía tu madre.

– Faltan más de seis meses para la temporada de la morcilla.

– Sólo quería mencionártelo con tiempo suficiente. Me parece una forma de mantener viva la memoria de tu madre. Sobre todo por Jósef.

No recuerdo que Jósef participara nunca en la preparación de morcillas. En cambio, mamá me tuvo a mí cosiendo tripa desde que cumplí los nueve años.

– Es curiosa esta manía de renovarlo todo -dice entonces.

– ¿Cómo?

– Pórarinn, el hijo de Bogga, ha cambiado un montón de cosas en el piso. En cuanto hay algo que lleva ahí dos años, hay que cambiarlo. Esa manía de renovarlo todo dista muchísimo de ser normal. Todo tiene que estar nuevecito. Se podría pensar que uno lograría dar esquinazo a la muerte si se pasa la vida renovando cables e instalaciones -dice el electricista, que sigue aún con las mismas instalaciones pintadas de azul claro que construyó cuando mamá y él se mudaron a la casa-. No tendrás problemas de dinero, ¿eh, Lobbi?

– No, no me falta nada.

– ¿Y no te sientes solo en el viaje?

– No, no.

– ¿Y la gente es amable?

– Sí, sí, la gente es muy amable.

Es cierto. La gente es increíblemente amable, yo soy de la opinión de que, en el fondo, el ser humano es bueno y honrado por naturaleza, si las condiciones se lo permiten, y que la gente suele hacer las cosas lo mejor que puede. Si la persona a la que pregunto el camino no ha oído hablar jamás del lugar que menciono y no tiene ni idea del camino, intenta pese a todo servirme de guía. En el peor de los casos, eso puede significar varias horas de rodeos por las montañas, porque la gente es incapaz de no mostrarse amable. A pesar de todo he conseguido atravesar sin problema tres fronteras en mi Opel desde que dejé a la chica, he comido cuando he tenido hambre varias clases de paté y chocolate y he dormido tres noches en sábanas limpias en otros tantos países. Como viajo solo, tengo que parar bastante para mirar el mapa. El problema es que el mapa no indica la altura a la que están las carreteras, solamente las distancias en kilómetros, y para alguien que padece vértigo no es muy agradable conducir los últimos cincuenta kilómetros por una carretera de montaña llena de curvas espeluznantes. Las curvas son pavorosamente estrechas, doy gracias a Dios por la niebla que impide ver el fondo del valle, sólo cuando llego a mi destino me doy cuenta de que hay otra carretera que va por debajo, por medio del valle. No hay mucho tráfico, los últimos kilómetros hasta la aldea solamente encuentro un coche blanco en mi camino.

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