Auður Ólafsdóttir - Rosa candida

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El joven Arnljótur decide abandonar su casa, a su hermano gemelo autista, a su padre octogenario y los paisajes crepusculares de montañas de lava cubiertas de líquenes. Su madre acaba de tener un accidente y, al borde de la muerte, aún reúne fuerzas para llamarle y darle unos últimos consejos. Un fuerte lazo les une: el invernadero donde ella cultivaba una extraña variedad de rosa: la rosa cándida, de ocho pétalos y sin espinas. Fue allí donde una noche, imprevisiblemente, Arnljótur amó a Anna, una amiga de un amigo. En un país cercano, en un antiguo monasterio, existe una rosaleda legendaria. De camino hacia ese destino, Arnljótur está, sin saberlo, iniciando un viaje en busca de sí mismo, y del amor perdido.

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Capítulo 37

Suelo despertarme al alba, por un lado es que no se puede seguir durmiendo por culpa del tañido de las campanas, la cama en la que duermo está prácticamente pegada al templo. Antes de ir al jardín me tomo un bollo con crema amarilla en el café de al lado, ése es mi desayuno; a mediodía como sopa de verdura en el monasterio y por las noches ceno en el restaurante de al lado. La segunda semana sigo ocupado sobre todo con la poda de los rosales, pero también los matorrales y los setos siempre verdes; los podo dándoles distintas formas, esferas y conos, de acuerdo con las ilustraciones de los libros antiguos. Además de rosas y arbustos, el jardín contiene robles, un bosquecillo de árboles frutales e higueras, además de otras muchas plantas: filodendros, cunas de Moisés, zarcillos de la reina, hierba de San Antonio y violetas africanas crecen en un mismo pedazo de tierra al lado de la caseta de herramientas. Casi siempre trabajo sin pausa hasta el oscurecer, hacia las seis.

Cuando vuelvo a la hospedería me doy una ducha, me quito el olor a rosas y me cambio de ropa antes de poner rumbo al pescado frito. La mujer de la esquina también me sirvió un día sopa de pescado, en una ocasión brocheta de pescado a la plancha con cebolla y beicon, y dos veces, sepia. Me costó un buen rato cortar los tentáculos y masticarlos. A las dos semanas he empezado a tener ganas de carne otra vez. Le doy vueltas a la idea de si sería una falta de consideración excesiva preguntarle a la señora del restaurante si puede guisarme algo de carne. Pero decido que más vale plantearle el asunto al padre Tomás.

(Ion pésima caligrafía, escribe cuatro palabras en un trozo ile papel, que le tengo que llevar a la señora. Después, la mujer siempre me sirve en la cena platos de carne, excepto los viernes, esos días hay pescado.

– Pensaba que quería usted pescado -es todo lo que tiene que decir al respecto.

De vez en cuando mantengo el lazo con papá al volver del restaurante, aunque sin que se haga demasiado tarde. Cuando llamo suele estar preparando la cena, lo que hace que nuestras conversaciones traten de si puedo ayudarle a descifrar las hojas de recetas de mamá. La siguiente vez que llamo dice que Jósef iba a ir a cenar, de modo que pensó en invitar también a Bogga. Ella le invitó a cenar tres veces, sopa de carne, pescado empanado y lomo de cordero, y ahora piensa que le toca a él invitarla a su casa. Papá necesita un consejo.

– ¿Recuerdas alguna receta de tu madre para hacer albóndigas?

– ¿Albóndigas de carne, o de pescado?

– De pescado. He intentado guisar unas cuantas pero todas se deshacen.

– ¿Les pusiste suficiente fécula de patata?

– ¿A las albóndigas, Lobbi? ¿Hay que mezclarla con el puré?

– Sí, como dos cucharadas.

– ¿Había algo más, Lobbi? ¿Había que añadir algo más?

– Creo recordar que huevo y cebolla.

– Ya me extrañaba a mí -se queda unos momentos en silencio, luego pregunta si ya conozco a la gente del pueblo.

– No, en realidad sólo al cura, al superior del monasterio, el padre Tomás.

– ¿Y no hay mujeres que te echen los tejos?

– No, de eso no hay nada.

– ¿Y qué hay de Anna?

– No hay nada entre Anna y yo, papá. Son cosas que pasan.

– Yo no dejaría pasar el tiempo si estuviera en tu lugar.

– Es que no hay opción, aunque tú te empeñes en creer lo contrario. Además, para eso hacen falta dos personas. Uno no puede enamorarse por encargo.

– Es cosa hecha, Dabbi.

Cambio de tema y le digo que he empezado a aprender el idioma.

– Ya, tú nunca has tenido problema con los idiomas, Lobbi. Aunque no siempre resulte práctico dedicarse a una lengua hablada por tan poca gente, cuando ya son tan pocos los que hablan la tuya propia -luego dice que se ha enterado de que cada semana muere un idioma en el mundo.

– Quizá lo mejor sea que me vaya a casa a estudiar gramática -digo para terminar la conversación.

– ¿Estás seguro de que no pierdes el tiempo con una lengua en peligro de extinción?

Cuando vuelvo a la hospedería me encuentro al padre Tomás en la puerta.

– Te invito a venir a ver la morriña conmigo.

– ¿La qué?

– La nostalgia. Hay que mirar a los ojos al sufrimiento para poder sentir empatía con los que sufren.

Capítulo 38

Las películas de por la noche me son una gran ayuda, aunque no tengan subtítulos y estén en las más diversas lenguas. De vez en cuando intento hablar con mi vecino del número siete sobre cosas simples en el dialecto local. Me [longo el diccionario encima de las rodillas, lo que hace las conversaciones muy lentas, aunque no imposibles.

– Aquí tengo prácticamente de todo excepto violencia -dice mi vecino. Es evidente que cada velada de cine le sirve a mi anfitrión para refrescar su conocimiento de antiguas obras maestras-. En realidad sólo veo películas que sean mayores que la vida -me dice, pasándome una funda que hay sobre la mesa-. En ésta hay muchísima inteligencia y otro tanto de añoranza -me coge la película y la deja en la estantería. Luego va a por la botella y corre las cortinas-. Es curiosa esa exigencia de que el arte tenga que mostrar la realidad -dice al lado de la ventana-. A mí me parece que ya tenemos suficiente vida cotidiana.

Cuando hablan en alguna lengua que no comprendo, el padre Tomás resume lo esencial de la película en unas pocas frases muy concisas. Incluso aunque a veces la detiene dos o tres veces para tenerme al tanto de lo que va pasando, no es raro que me sea difícil entender, a partir de sus resúmenes, de qué trata la película; en lo que él incide más es en la creatividad del director. No se preocupa tanto de explicarme el argumento de la película, y prefiere dirigir mi atención a la construcción de algunas escenas, hacer disquisiciones sobre la perspectiva que adopta la cámara en un momento dado, a comentar el escenario y a detener la proyección para indicarme algo peculiar del montaje, que es lo que más le interesa en la realización de las películas.

– La belleza habita en el alma del espectador -dice.

También le interesa la construcción psicológica, pero por regla general va demasiado lejos en sus explicaciones y me es difícil seguirle. Preferentemente me proporciona algunas indicaciones o claves que pueda usar yo mismo para hallar el significado. Y aunque a veces es difícil comprender lo que sucede en la pequeña pantalla, siempre es mejor que pasarme yo solo todas las tardes en mi habitación. El padre Tomás organiza también semanas temáticas, dedicadas a determinados directores, tipos de argumento o actores. Al final charlamos un rato sobre el contenido mientras acabamos los vasos.

La película de esta tarde tiene todo el rato un tono azulado que no destaca mucho en el viejo televisor, aunque el padre Tomás siempre corre las cortinas. La película comienza con un accidente de tráfico en una carretera mojada y acaba con una oda al apóstol Pablo, cantada por una voz de soprano. La muerte está flotando todo el tiempo sobre la vida de la heroína, que al final desea vivir, sin embargo, a pesar de haber perdido todo lo que hacía que vivir la vida valiese la pena. Antes de darme cuenta le he confesado al padre Tomás que estoy preocupado por mis pensamientos sobre la muerte.

– No es que me preocupe la muerte en sí -le digo-, aunque sí estoy preocupado por mis ideas sobre la muerte -se ha puesto en pie y está abriendo las cortinas; fuera, la bóveda celeste es negra.

– ¿Qué quieres decir con eso de que estás todo el tiempo pensando en la muerte?

– De siete a once veces al día, no todos los días es igual. Sobre todo por la mañana temprano, cuando acabo de llegar al jardín, y luego por la noche, cuando estoy en la cama.

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