Auður Ólafsdóttir - Rosa candida

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El joven Arnljótur decide abandonar su casa, a su hermano gemelo autista, a su padre octogenario y los paisajes crepusculares de montañas de lava cubiertas de líquenes. Su madre acaba de tener un accidente y, al borde de la muerte, aún reúne fuerzas para llamarle y darle unos últimos consejos. Un fuerte lazo les une: el invernadero donde ella cultivaba una extraña variedad de rosa: la rosa cándida, de ocho pétalos y sin espinas. Fue allí donde una noche, imprevisiblemente, Arnljótur amó a Anna, una amiga de un amigo. En un país cercano, en un antiguo monasterio, existe una rosaleda legendaria. De camino hacia ese destino, Arnljótur está, sin saberlo, iniciando un viaje en busca de sí mismo, y del amor perdido.

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Yo sigo con la niña en brazos, la parte inferior de su cuerpecito cuelga un poco. Me parece que habrá que cambiarle el pañal muy pronto.

– Ninguno, hasta tengo cuna -digo mientras le quito el gorro a mi hija. Tiene un poco de pelo rubio, aunque casi todo en la frente, donde los rizos. Miro un instante el espejo para vernos a los dos juntos, a mí con mi hija, que es una miniatura, lo que hace difícil ver parecidos claros. Le acaricio la cabeza.

– Tiene tus mismas orejas -dice la futura genetista humana, que me está observando.

Es verdad, las orejas tienen la misma forma, como fundidas en un mismo molde: los mismos pliegues, el mismo tipo de lóbulo. La comparo a toda prisa con la madre de mi hija, con sus ojos verde mar, pero no descubro parecidos indiscutibles, aparte de la forma de la boca, que es muy semejante: dos variedades de boca de cereza. Aparte de las orejas y de la boca de cereza, nuestra hija se parece sobre todo a sí misma, como si sus orígenes estuvieran en algún otro sitio. Sin embargo, y de forma indefinible, percibo la presencia de mamá, aunque no soy capaz de decir dónde, excepto tal vez en los hoyuelos, pero no podría darle a papá la satisfacción de expresarlo de modo claro e indudable. Pero también, que donde estaba mamá también lucía siempre el sol, hiciera el tiempo que hiciese. De alguna forma, era toda ella luminosa, en las fotos es como si hubiera un reflector enfocado sobre ella, y cuando había varias personas en la foto, era ella la única con las mejillas radiantes, casi como si las lotos estuvieran pasadas de luz. Había luz en el cabello de mamá, igual que en el pelo de la niña, como un leve resplandor esparcido por ellos, y había luz en su sonrisa; claro, he de reconocer que soy muy sensible en todo lo referente a mamá, lo era cuando estaba viva y sigo siéndolo ahora. Luego nací yo, pálido con guedejas pelirrojas, y nació mi hermano gemelo, de pelo oscuro, piel morena y ojos castaños. De pronto me dan ganas de enseñarle a Anna una foto de mi madre, pero sé que no sería lógico en este momento afirmar que mi parte en el aspecto de la niña es mayor que la suya, sobre todo ahora que su madre va a despedirse de ella y seguramente se sentirá bastante decaída.

– Es una niña facilísima de llevar, y muy dulce -dice su madre-, siempre está contenta y se porta muy bien, se despierta sonriendo y duerme toda la noche de un tirón.

Pasamos de la cocina al dormitorio.

– No la pierdas nunca de vista -continúa-, se dedica a gatear por todas partes y es de lo más curiosa, se podría meter en un armario o debajo de una cama, también es capaz de meter los dedos en los enchufes. Y aunque sea una niña muy precoz y más madura de lo habitual en los niños de su edad, no deja de ser un bebé. He preparado una lista -sigue diciéndome- de lo que no debes olvidar -extiende un papel doblado-. Lo que puede comer y lo que no.

– ¿Hay algo que no puede comer?

– Naturalmente, la comida tiene que estar muy triturada, tiene seis dientes y dos más que le están saliendo abajo.

Luego abre la bolsa, me enseña cómo tiene organizadas las cosas y me hace practicar cambiándole el pañal a la niña. Pone a la niña en la cama de matrimonio.

– No hace falta que le quites el jersey para cambiarla -me instruye la madre.

Levanto el vestido de llores y le quito los leotardos. Luego dos automáticos que pertenecen a una especie de bodi. Sólo queda el pañal. Mi hija sonríe con su sonrisa húmeda de oreja a oreja, luego resopla y el ruido se transforma en una especie de palabra silábica: pa pa pa pa.

– No está diciendo papá, está practicando las consonantes -se apresura a decir Anna, e incluso creo oír como si se le quebrara la voz. Probablemente esté cansada, aunque la niña parece tan cómoda y tan contenta.

Quito el pañal. No cabe ninguna duda de que es niña.

– No hace falta que le eches polvos de talco ni crema cada vez que la cambies -me explica Anna.

Está a mi lado observando, con gesto de preocupación. Levanto un poco el bodi para ver la barriguita redondeada, en lo más alto de la cúpula de su vientre destaca el ombligo, un poco saliente, como el badajo de una campana. Tiene una diminuta mancha de nacimiento en la ingle, exactamente en el mismo sitio que yo. Con eso son ya dos las cosas heredadas de la línea paterna: los lóbulos de las orejas y una mancha de nacimiento, tres si se incluyen los hoyuelos de mamá. No puedo resistir la tentación de inclinarme y soplarle flojito en la barriga. La niña se ríe con un gritito. Luego me inclino aún más y le doy un beso en el vientre. La chiquitina huele bien. No estoy del todo seguro de cómo se tomará estas cosas la mujer que me mira, tiene un gesto indescriptible, como si estuviera quizá a punto de echarse a llorar.

– ¿Tienes experiencia con niños? -pregunta Anna. Tiene cara de estar empezando a lamentar todo esto.

– En realidad, no -y es cierto, no me parece el momento de mencionar que llevaba de la mano a mi hermano gemelo, retrasado mental-. Pero no me disgusta en absoluto -añado.

Cuando he terminado de cambiarla, extiende los brazos y me sonríe. Yo también le sonrío. Sigue con los brazos extendidos e hincha el vientre. Ha dejado de sonreír, en realidad casi está haciendo pucheros, aunque 110 se vean lágrimas. Finalmente se da la vuelta sobre el vientre y se sienta sola.

– Quiere que la cojamos en brazos -dice mi intérprete, la madre de la niña, que parece algo aliviada. Me inclino y levanto de la cama a la pequeña.

A continuación me enseña a usar el carrito. Tiene dos posiciones. Así puede ir sentada y mirar a la gente y todo lo que haya a su alrededor.

– Y es que Flora Sol tiene muchísimo interés por la gente y por todo lo que la rodea -dice su madre-. Y luego está la otra posición -empuja una palanca y levanta la parte de abajo del carrito-. Ahora tienes un cochecito en el que puedes llevar a Flora Sol dormida.

Yo asiento, no parece muy complicado. No estoy seguro de haberlo pillado todo correctamente, pero ya lo averiguaré, puedo practicar las dos posiciones mientras la niña esté durmiendo.

– Tiene tres chupetes -dice la madre. Me cuelga del hombro la bolsa del bebé para enseñarme cómo llevarla. Luego tiene que explicarme también cómo funciona-. Es una especie de caja de herramientas blanda, con montones de bolsillitos y compartimentos, donde se pueden tener perfectamente ordenados pañales limpios y leotardos de repuesto, así como cremas, un chupete de repuesto, toallitas húmedas -dice Anna-, y que se puede abrir por cualquier lado y bajar los laterales, para transformarla en una tabla para cambiarla cuando se está de viaje o de paseo.

A todo esto y a mucho más se ha dedicado la madre de la niña durante nueve meses. Me quedo admirado por las habilidades de la futura genetista humana. ¿Cómo puede transformarse en madre una mujer joven, estudiante de biología, en tan poco tiempo?

– Serán como mucho cuatro semanas -me dice con gesto de no poder hacer nada contra las circunstancias-. Si todo va bien, tres y media.

No hace ninguna falta que te preocupes -le digo.

– ¿Estás seguro de que todo irá bien? -me pregunta, aunque por dos veces le he asegurado, en contra de mi más íntimo convencimiento, que no habrá el más mínimo problema. Levanto a su hija para enseñarle lo fácil que es y lo bien que voy a estar yo solo con la niña durante cuatro semanas, y la pequeña suelta risitas y grititos. Luego me pone la manita sobre la cara y me da unos cachetitos en la mejilla, consciente de su responsabilidad.

– Es muy tierna, siempre va dando palmaditas a todo el mundo -me explica su madre.

– Pa-pa -dice mi hija y pone la cabeza sobre mi hombro, en realidad debajo de la mejilla.

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