Auður Ólafsdóttir - Rosa candida

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El joven Arnljótur decide abandonar su casa, a su hermano gemelo autista, a su padre octogenario y los paisajes crepusculares de montañas de lava cubiertas de líquenes. Su madre acaba de tener un accidente y, al borde de la muerte, aún reúne fuerzas para llamarle y darle unos últimos consejos. Un fuerte lazo les une: el invernadero donde ella cultivaba una extraña variedad de rosa: la rosa cándida, de ocho pétalos y sin espinas. Fue allí donde una noche, imprevisiblemente, Arnljótur amó a Anna, una amiga de un amigo. En un país cercano, en un antiguo monasterio, existe una rosaleda legendaria. De camino hacia ese destino, Arnljótur está, sin saberlo, iniciando un viaje en busca de sí mismo, y del amor perdido.

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«Hice una copia para mí -escribe papá-, y te mando a ti el original». Abro el ajado cuaderno y paso rápido las páginas, algunas de las cuales están sueltas: son principalmente recetas de galletas pero también veo natillas de chocolate con bizcocho y nata montada.

– Tu padre se presenta en casa de vez en cuando a saludarnos -dice la madre de mi hija, algo inquieta en el umbral-, es un hombre muy especial. A Flora Sol le encanta.

Así que papá ha ido a visitar a su nieta y a la madre de ésta sin que yo lo supiera.

– Nosotras también hemos ido a verle un par de veces -dice Anna-, me enseñó fotos tuyas de cuando tenías cinco años, con botas de agua y pecas, y también tu foto de estudiante, y unos cuantos boletines de calificaciones del colegio; resulta que los tiene guardados -la madre de mi hija parece tenerle mucho aprecio a papá-. ¿Cómo te llama? Parece que usa muchos nombres cariñosos. ¿Lobbi, Addi, Dabbi?

– Sí, es cierto. Cuando me llama Dabbi es que quiere hablar de mi futuro, de lo que tendría que hacer yo -se ríe, nos reímos los dos. Me siento más cómodo, ella también parece cómoda.

Luego me despido de Anna por segunda vez, le deseo buen viaje y le digo otra vez más que no tiene de qué preocuparse; ser hombre es poderle decir a una mujer que no tiene de qué preocuparse.

Pongo a mi hija en mi cama doble y abro su bolsa de viaje para ordenar las cosas en los estantes libres del armario.

Hay bodis de algodón y leotardos, camisetas en cantidad, toda clase de pantalones suaves con elástico en la cintura y los tobillos, una cantidad ingente de leotardos pequeños, jersecitos de punto, gorros, dos vestidos y un anorak de la talla más pequeña imaginable, todo limpio y cuidadosamente plegado. Hay también algunos juguetes, muñecas, tres animalitos de peluche, un puzle y cubos con letras. La niña se da la vuelta sobre el vientre y gatea hacia el borde de la cama, con los pies por delante; mi hija repta hacia atrás como un lagarto o como un guerrero de la selva en el campo de entrenamiento. Los pies llegan al borde de la cama. Entonces se deja caer al suelo con mucho cuidado.

– Chica lista -digo en alta voz.

Se queda de pie a un lado de la cama, con una sonrisa de oreja a oreja, sobre sus piernecitas vacilantes que está aprendiendo a utilizar, unos hoyuelos en sus rodillas regordetas.

Aunque he fregado todos los suelos con detergente de aroma a limón, no estoy seguro de dejar que se deslice por el suelo, está frío y nunca se puede excluir que encuentre algo que meterse en la boca.

– No, no -le digo-, no vayas por el suelo.

La levanto y la coloco en mi cama de matrimonio a cuatro patas, como si fuera un cachorrito.

– Gatea aquí -le digo.

Doy mensajes claros, las frases se limitan a dos palabras, a tres como mucho: sujeto, verbo y objeto. Y luego añado en voz muy baja (estas palabras nuevas y extrañas escapan de mis labios como si formaran parte de una nueva descripción de mí mismo, como si a partir de ahora fueran el núcleo de mi nueva vida):

– La nena de papá gatea aquí.

La niña repite el juego y vuelve a bajar al suelo con los pies por delante.

Vuelvo a cogerla y la pongo en la cama, la sujeto por la barriguita, ella se pone de cuatro patas inmediatamente y echa a gatear hasta el borde de la cama, luego se da la vuelta y va bajando los pies hasta tocar el suelo. Tarda medio minuto en repetir el juego. La cuarta vez que la levanto y la pongo encima de la cama, está ya cansada y molesta. Se ha aburrido del juego y está enfadada conmigo por coartar su libertad y sus posibilidades de explorar el territorio. Yo también estoy cansado. Hace veinte minutos que se fue su madre y ya he agotado mis recursos. ¿Es que los niños de nueve meses nunca se entretienen solos, ni siquiera un rato? La cuestión es si no debería dormirse ahora. Su madre dice que duerme tres horas de siesta. ¿Le pregunté con cuánta frecuencia tenía que cambiarla, o me olvidé? ¿Me respondió? ¿Es ya hora de volver a cambiarle el pañal?

Capítulo 51

Al cabo de media hora vuelven a llamar a la puerta, pienso que será la vecina a buscar la plancha que ayer olvidé devolverle. Es Anna otra vez.

Está en el umbral, inquieta, con la bolsa en la mano.

– Estuve dándole vueltas -me dice con los ojos bajos-, bueno, si tú no tienes nada en contra -continúa como si estuviera preparando el terreno para lo que pensaba decir a continuación-, que también podría terminar la tesina aquí en vez de marcharme. Mientras la niña y tú os conocéis, será mejor también para Flora Sol, quiero decir que ella podrá ir conociéndote mejor mientras yo esté también aquí. Bueno, claro, eso si a ti no te parece mal -añade, parece insegura, se siente mal porque no le apetece marcharse-. Naturalmente, yo dormiría en el sofá del salón -añade enseguida- para que podáis usar vosotros el dormitorio.

Luego entra, todavía titubeante, se inclina y levanta a mi hija mientras está entretenida con un cubo, como para dejar bien claro que la niña no puede estar sin ella. Retrocede unos pasos con la niña hacia el umbral mientras espera mi reacción, y también porque formalmente aún no la he invitado a entrar en mi casa. Oficialmente ya me había hecho entrega de la niña. Mi hija mira comprensiva a su madre, tengo la sensación de que está apoyando su petición: las dos, madre e hija, me miran desde la puerta en espera de mi respuesta.

– También podría instalarme en la hospedería -dice la madre mirando hacia el suelo. Tiene la nuca y la garganta muy bonitas-. De todos modos me pasaré el día entero en la biblioteca.

Como veo lo incómoda que se siente, lo único que se me ocurre es calmarla tocándole levemente el brazo. Luego digo:

– Claro que te puedes quedar aquí -mi voz tiembla casi imperceptiblemente.

Lo he dicho sin pensar lo deprisa que estaba cambiando mi vida.

– Muchísimas gracias -me dice en voz baja-. Si estás seguro del todo de que no habrá ningún problema -no cabe duda de que se siente aliviada, casi tiene aspecto de sentirse feliz.

Primero le dejé mi cama y yo me instalé en el sofá por una noche, ahora acabo de invitarla a vivir en mi casa mientras escribe la tesina. Tengo que pensar bien a fondo dónde acabo de meterme. ¿Qué quiso decir con eso de que viviría en mi casa con la niña para que pudiera cogerle el tranquillo? Y pese a todo, en lo más hondo, de una forma extraña e indefinida, estoy encantado.

– ¿Quieres empezar con la tesina mientras me llevo a Flora Sol a dar un paseo en el carrito? -le digo-. Las dos podéis quedaros en el dormitorio, yo dormiré en el sofá -añado. Ella recoge la bolsa y la lleva directamente al dormitorio. Luego vuelve a salir con un grueso libro bajo el brazo, se sienta a la mesa de la cocina, busca un capítulo hacia la mitad del libro y se pone a estudiar genética.

Capítulo 52

De pequeño tenía problemas de oídos, de modo que le ato bien a mi hija el gorrito azul con borde de encaje antes de salir, aunque sin taparle los ricitos. Luego me pongo en camino con la niña, a recorrer el pueblo. No cabe la menor duda de que despierto la atención de la gente con el cochecito de niño, la forma de comportarse de los lugareños es muy distinta y mucho más cálida cuando estoy con la niña que cuando voy yo solo. También me doy cuenta de que antes no había notado que por el pueblo casi no se ven bebés: esta mañana soy yo la única persona del pueblo que lleva un niño pequeño.

Acomodo a mi hija para que vaya sentada bien erguida y pueda mirar a los paseantes, que a su vez la miran a ella. Produce a un tiempo admiración y curiosidad en nuestro primer paseo hasta el final de la calle mayor. Las mujeres parecen más interesadas por mí, en general, el primer cuarto de hora de paseo con el cochecito que en los casi dos meses que llevo viviendo solo en el pueblo. Tengo la sensación de que la vida emocional de las mujeres es demasiado complicada y sus reacciones imprevisibles. Cuando he terminado de recorrer la calle del pueblo de un extremo al otro con el cochecito cuatro veces, se me ocurre entrar en la iglesia con mi hija a enseñarle el cuadro del Niño Jesús que se parece a ella.

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