Juan Vásquez - El Ruido de las Cosas al Caer

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El Ruido de las Cosas al Caer: краткое содержание, описание и аннотация

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El ruido de las cosas al caer ha sido calificado como "un negro balance de una época de terror y violencia", en una capital colombiana "descrita como un territorio literario lleno de significaciones". El novelista se vale de los recuerdos y peripecias de Antonio Yammara, empezando por la "exótica fuga y posterior caza de un hipopótamo, último vestigio del imposible zoológico con el que Pablo Escobar exhibía su poder". Al dubitativo Yammara se suma la figura de Ricardo Laverde, un antiguo aviador de tintes faulknerianos que ha pasado 20 años en la cárcel y que, en cierto sentido, representa a la generación de los padres del protagonista.

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La pareja que ahora trabajaba para ella había vivido hasta entonces de arriar el ganado de otro. Ahora le limpiaban la piscina, mantenían la propiedad entera en buen estado (arreglaban los goznes de las puertas, eliminaban un nido de alimañas en el cuarto de la niña), le preparaban el viudo de pescado o el sancocho de los fines de semana. Caminando entre los pastizales, dando pasos fuertes porque había oído que así se espantaba a las culebras. Elaine se alegraba de haber podido trabajar por el bienestar de esos campesinos, aunque lo hubiera hecho menos tiempo de lo previsto, y entonces, como una sombra, como la sombra de un gallinazo volando demasiado bajo, se le cruzaba por la cabeza la idea de haberse convertido ahora en lo mismo que, como voluntaria de los Cuerpos de Paz, había combatido hasta el cansancio.

Los Cuerpos de Paz. Elaine volvió a tomar contacto con las oficinas de Bogotá cuando creyó que podía dejar a Maya en buenas manos y volver a trabajar; por teléfono, el subdirector Valenzuela escuchó sus explicaciones, la felicitó por su nueva familia y le dijo que lo llamara en unos días, cosa de comunicarse con Estados Unidos y no violar el protocolo.

Cuando Elaine lo hizo, la secretarla de Valenzuela le dijo que el subdirector había hecho un viaje de urgencia, que la llamaría a su regreso, pero los días pasaron y la llamada no se produjo.

Elaine no se dejó intimidar, y un día buscó ella misma a la gente de Acción Comunal, que la recibió como si ni un día hubiera pasado, y empezó en cuestión de horas a trabajar en dos nuevos proyectos: una cooperativa de pesca y la construcción de unas letrinas.

Durante las horas que pasaba con los líderes comunitarios -o con los pescadores, o tomando cerveza en las terrazas de La Dorada porque así se hacían los negocios- dejaba a Maya con el niño pequeño de su cocinera, o la llevaba al trabajo para que jugara con otras criaturas, pero no se lo decía a Ricardo, que tenía opiniones muy claras sobre la mezcla indiscriminada de clases sociales.

Volvió a usar el inglés, para no privar de su lengua a su propia hija, y Maya abandonaba el español con naturalidad perfecta cuando le hablaba a ella, entrando y saliendo de cada una de sus lenguas como se sale y se entra de un juego. Se había convertido en una niña viva y despierta y desvergonzada: tenía cejas largas y delgadas y una desfachatez en las maneras que desarmaba a cualquiera, pero tenía también un mundo propio, y solía perderse entre los carretos y reaparecer de nuevo con una lagartija en un vaso de vidrio, o completamente desnuda tras haber dejado sus ropas, por solidaridad, encima de un huevo.

Fue por esos días que Ricardo, al regresar de uno de sus viajes a las Bahamas, le trajo como regalo un armadillo de tres bandas en una jaula repleta de mierda fresca. No explicó nunca cómo lo había conseguido, pero se dedicó varios días a contarle a Maya las mismas cosas que, visiblemente, le habían contado a él: el armadillo vive en huecos que abre con sus propias garras, el armadillo se enrolla sobre sí mismo cuando tiene miedo, el armadillo puede pasar más de cinco minutos debajo del agua.

Maya miraba el animal con la misma fascinación -la boca entreabierta, las cejas arqueadas – con que escuchaba a su padre. Después de un par de días de verla madrugar para darle de comer al animal, de verla pasar las horas acurrucada junto a él con una mano tímida sobre el caparazón rugoso, Elaine le preguntó:

«Y bueno, ¿cómo se llama tu armadillo?».

«No tiene nombre», dijo Maya.

«¿Cómo que no? Es tuyo. Tienes que ponerle un nombre.»

Maya levantó la cara, miró a Elaine, parpadeó dos veces. «Mike», dijo entonces. «Se llama Mike el armadillo.»

Y así fue como Elaine supo que Barbieri había venido de visita un par de semanas atrás, mientras ella andaba gestionando proyectos sin futuro con el jefe departamental. Ricardo no le había dicho nada: ¿por qué? Se lo preguntó tan pronto pudo, y él cerró el tema con cuatro palabras simples: «Porque se me olvidó».

Elaine no lo dejó de ese tamaño: «¿Pero a qué vino?», dijo.

«A saludar, Elena Fritts», dijo Ricardo. «Y puede que venga otra vez, así que no te sorprendas. Como si no fuera amigo nuestro.»

«Pero es que no es amigo nuestro.»

«Mío sí es», dijo Ricardo. «Mío sí es.»

Tal como lo había anunciado Ricardo, Mike Barbieri volvió a visitarlos. Pero las circunstancias de la visita no fueron las mejores. Durante ese mes de abril de 1976. la temporada de lluvias se había convertido en un desastre civil: en los barrios de invasión de todas las grandes ciudades había casas viniéndose abajo y sepultando a sus ocupantes, en las carreteras de montaña los derrumbes cortaban el tráfico y aislaban a los pueblos, y en un caso se dio la paradoja cruel de que un caserío entero, que no tenía sistemas de recogida, se quedó sin agua potable mientras le caía encima un diluvio de proporciones bíblicas. El río La Miel se desbordó y allí acabaron Elaine y Ricardo ayudando a abrir zanjas para evacuar el agua de las casas inundadas.

Desde la pantalla del televisor, las encargadas del pronóstico del tiempo les hablaban de los vientos alisios, de un desorden en las corrientes del Pacífico, de los huracanes de nombres imbéciles que ya comenzaban a formarse en el Caribe, y de la relación que todo aquello sostenía con los aguaceros que asolaban Villa Elena, trastocando las rutinas de la casa y también las de sus vidas domésticas, pues la humedad era tal que la ropa lavada no se secaba nunca y los desagües se atascaban con hojas caídas e insectos ahogados y la terraza llegó a inundarse tres o cuatro veces, de manera que Elaine y Ricardo tuvieron que levantarse en mitad de la noche a defenderse, desnudos salvo por los trapos y las escobas, del agua que ya empezaba a invadir el comedor.

A finales de mes Ricardo tuvo que hacer uno de sus viajes, y a Elaine le tocó lidiar sola con la amenaza del agua. Luego de hacerlo volvía a la cama para tratar de dormir un poco más, pero nunca tuvo éxito, y acababa encendiendo el televisor para ver, como hipnotizada, una pantalla donde llovía otra lluvia, una lluvia eléctrica y en blanco y negro cuyo ruido estático tenía sobre ella un curioso efecto sedante.

El día en que tenía que llegar Ricardo pasó sin que Ricardo llegara. No era la primera vez que sucedía -demoras de dos días y hasta de tres entraban dentro de lo aceptado, el negocio de Ricardo no carecía de imprevistos-, y no había que preocuparse por eso. Después de comer un arroz con pescado y unas tajadas de plátano frito, Elaine acostó a Maya, le leyó unas páginas de El Principito (las del cordero dibujado, que a Maya le hacían morirse de la risa) y, cuando la niña se dio la vuelta y se quedó dormida, Elaine siguió leyendo por inercia. Le gustaban las ilustraciones de SaintExupery y le gustaba, porque le hacía pensar en Ricardo, el pasaje en que el Principito le pregunta al piloto qué es esa cosa y el piloto le dice: «No es una cosa. Eso vuela. Es un avión. Es mi avión». Y estaba leyendo la reacción alarmada del Principito, el momento en que le pregunta al piloto si entonces él también cayó del cielo, cuando oyó un motor y una voz de hombre, un saludo, un aviso. Pero al salir no se encontró a Ricardo, sino a Mike Barbieri, que había llegado en moto y empapado de pies a cabeza, el pelo pegado a la frente, la camiseta pegada al pecho, las piernas y la espalda y el interior de los antebrazos cubiertos de gruesos escupitajos de barro fresco.

«¿Pero tú sabes qué hora es?», le dijo Elaine.

Mike Barbieri estaba parado en la terraza escurriendo agua y frotándose las manos. El morral de color verde militar que traía se había quedado a su lado, tirado en el suelo como un perro muerto, y Mike miraba a Elaine con una expresión vacía en la cara, como la de estos campesinos, pensó Elaine, que miran sin ver.

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