Juan Vásquez - El Ruido de las Cosas al Caer

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El Ruido de las Cosas al Caer: краткое содержание, описание и аннотация

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El ruido de las cosas al caer ha sido calificado como "un negro balance de una época de terror y violencia", en una capital colombiana "descrita como un territorio literario lleno de significaciones". El novelista se vale de los recuerdos y peripecias de Antonio Yammara, empezando por la "exótica fuga y posterior caza de un hipopótamo, último vestigio del imposible zoológico con el que Pablo Escobar exhibía su poder". Al dubitativo Yammara se suma la figura de Ricardo Laverde, un antiguo aviador de tintes faulknerianos que ha pasado 20 años en la cárcel y que, en cierto sentido, representa a la generación de los padres del protagonista.

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«Quién sabe, hasta puede que con Ricardo.»

«Sí», dijo Mike Barbieri. «Con algo de suerte.»

Pero cuando despertó. Mike Barbieri se había ido. Una nota, eso era todo lo que había dejado, una nota en una servilleta, y en la nota tres palabras en tres renglones: Thanks, Love, Mike. Más tarde, recordando esa noche rara y confusa, Elaine sentiría dos cosas: primero, un odio profundo hacia Mike Barbieri, el odio más intenso que había conocido nunca; y segundo, una suerte de admiración involuntaria por la soltura con que aquel hombre había atravesado la noche, por la gigantesca impostura que había llevado a cabo durante tantas horas tan íntimas sin delatarse ni por un momento, por la serenidad incombustible con que había pronunciado esas últimas palabras. Con algo de suerte, pensaría Elaine, o más bien las palabras se repetirían en su mente sin descanso, con algo de suerte, eso le había dicho Mike Barbieri sin que se le moviera un músculo de la cara, hazaña digna de un Jugador de póquer o de un aficionado a la ruleta rusa, porque Mike Barbieri sabía perfectamente que Ricardo no iba a volver a Villa Elena esa noche y lo había sabido desde el comienzo, desde su llegada en moto a la casa de Elaine Fritts. De hecho, había venido precisamente para eso: para avisarle a Elaine. Había venido para decirle que Ricardo no iba a llegar. Bien lo sabía él.

Bien lo sabía él, que había venido a ver a Ricardo días antes para hablarle del nuevo negocio que no podían perderse, para convencerlo de que los cargamentos de marihuana eran plata de bolsillo comparado con lo que ahora podrían ganar, para explicarle qué era aquello de la pasta de coca que estaba llegando de Bolivia y de Perú y cómo unos lugares de magia lo transformaban en el polvito blanco y luminoso por el cual todo Hollywood, no, todo California, no, todos los Estados Unidos, de Los Ángeles a Nueva York, de Chicago a Miami, estaban dispuestos a pagar lo que hiciera falta. Bien lo sabía él que tenía el contacto directo con esos lugares, donde unos veteranos de los Cuerpos de Paz. que acababan de pasar tres años en el Cauca y en Putumayo, se habían convertido de la noche a la mañana en expertos en éter y en acetona y en ácido clorhídrico, y donde se armaban ladrillos de producto que podrían alumbrar un cuarto oscuro con su fosforescencia.

Bien lo sabía él, que había echado números en un papel con Ricardo y calculado que un Cessna cualquiera, si se quitaban los asientos de pasajeros, podía cargar unas doce tulas repletas de ladrillos, unos trescientos kilos en total, y que, a cien dólares el gramo, un solo viaje podía producir noventa millones de dólares de los cuales el piloto, que tantos riesgos corre y tan indispensable resulta para la operación, podía quedarse con dos. Bien lo sabía él, que había escuchado el entusiasmo de Ricardo, los planes de hacer este viaje y este viaje solamente y después retirarse, retirarse para siempre, retirarse del pilotaje de carga y también de pasajeros y de todo pilotaje que no fuera de placer, retirarse de todo menos de su familia, millonario para siempre antes de la treintena.

Bien lo sabía él.

Bien lo sabía él. que acompañó a Ricardo en el Nissan a una hacienda sin límites visibles en Doradal, poco antes de llegar a Medellín, y allí le presentó la parte colombiana del negocio, dos hombres de bigote y pelo ondulado y negro que hablaban con voz suave y daban la impresión de sentirse muy a gusto con su conciencia y después de saludar a Ricardo lo atendieron y lo agasajaron como nunca antes nadie lo había agasajado ni atendido.

Bien lo sabía él, que estaba Junto a Ricardo cuando los patrones le enseñaron la propiedad, los caballos de paso fino y las caballerizas lujosas, la plaza de rejoneo y los establos, la piscina como una esmeralda tallada, los prados que la mirada no llegaba a abarcar.

Bien lo sabía él, que ayudó con sus propias manos a cargar el Cessna 310R, que con sus propias manos sacó las tulas de una LandRover negra y las puso en el avión, que no se pudo contener y acabó dándole a Ricardo un abrazo fuerte, un abrazo de camaradas de verdad, sintiendo al dárselo que nunca había querido tanto a un colombiano.

Bien lo sabía él, que vio despegar el Cessna y lo siguió con la mirada, su figura blanca sobre el fondo grisáceo de las nubes que ya amenazaban lluvia, y lo vio hacerse más y más pequeño hasta desaparecer en la distancia, y luego se subió a la LandRover y dejó que lo llevaran a la carretera principal donde cogió el primer bus que pasó en dirección de La Dorada. Bien lo sabía él.

Bien lo sabía él, que doce horas antes de llegar a Villa Elena había recibido la llamada que le dio la noticia y, en tono perentorio y luego amenazante, le exigió explicaciones. Y él no pudo darlas, claro, porque nadie podía explicarse que a Ricardo lo esperaran los agentes de la DEA en el punto mismo de su aterrizaje, ni que no se dieran cuenta de su presencia los dos distribuidores -uno de Miami Beach, otro de la zona universitaria de Massachusetts- que esperaban en una Ford de platón cubierto para llevarse la carga que Ricardo había traído.

Se decía que Ricardo fue el primero en notar que algo andaba mal. Se decía que trató de regresar a la cabina, pero debió de entender que el esfuerzo era inútil, pues nunca podría poner el Cessna en movimiento a tiempo para escapar. De manera que echó a correr por la pista hacia los bosques que la rodeaban, perseguido por dos agentes y tres pastores alemanes que acabaron por darle caza treinta metros bosque adentro.

Ya había perdido en el momento de lanzarse a correr, era evidente que ya había perdido, y por eso nadie se explicó lo que sucedió enseguida. Es posible pensar que fue por miedo, una reacción a la vulnerabilidad del momento, a los gritos amenazantes de los agentes y a sus propias armas empuñadas, o quizás por desconsuelo o por rabia o por impotencia. Desde luego, Ricardo no pudo pensar que disparar un tiro suelto lo ayudaría en algo, pero eso fue lo que hizo, echando mano de una Taurus calibre.22 que había comenzado a cargar en enero: fue un tiro suelto y solo un tiro, disparado hacia atrás sin esfuerzos por apuntar ni voluntad de herir a nadie, con tan mala suerte que la bala atravesó la mano derecha de uno de los agentes, y esa misma mano enyesada bastaría después, durante el juicio por tráfico de drogas, para agravar la pena, aunque se tratara de una primera ofensa.

Ricardo soltó la Taurus al entrar al bosque y lanzó un grito, dicen que lanzó un grito, pero los que lo oyeron no entendieron lo que dijo. Cuando lo encontraron los perros y el segundo agente, que venían un poco rezagados, Ricardo estaba tirado en un charco fresco con un tobillo roto, las manos negras de tierra, las ropas estropeadas con resina de pino y la cara desfigurada por la tristeza.

VI. Arriba, arriba, arriba

La edad adulta trae consigo la ilusión perniciosa del control, y acaso dependa de ella. Quiero decir que es ese espejismo de dominio sobre nuestra propia vida lo que nos permite sentirnos adultos, pues asociamos la adultez con la autonomía, el soberano derecho a determinar lo que va a sucedemos enseguida. El desengaño viene más pronto o más tarde, pero viene siempre, no falta a la cita, nunca lo ha hecho. Cuando llega lo recibimos sin demasiada sorpresa, pues nadie que viva lo suficiente puede sorprenderse de que su biografía haya sido moldeada por eventos lejanos, por voluntades ajenas, con poca o ninguna participación de sus propias decisiones.

Esos largos procesos que acabarán por toparse con nuestra vida -a veces para darle el empujón que necesitaba, a veces para hacer estallar en pedazos nuestros planes más espléndidos- suelen estar ocultos como corrientes subterráneas, como meticulosos desplazamientos de las capas tectónicas, y cuando por fin se da el terremoto invocamos las palabras que hemos aprendido a usar para tranquilizarnos, accidente, casualidad, a veces destino.

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