Juan Vásquez - El Ruido de las Cosas al Caer

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El Ruido de las Cosas al Caer: краткое содержание, описание и аннотация

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El ruido de las cosas al caer ha sido calificado como "un negro balance de una época de terror y violencia", en una capital colombiana "descrita como un territorio literario lleno de significaciones". El novelista se vale de los recuerdos y peripecias de Antonio Yammara, empezando por la "exótica fuga y posterior caza de un hipopótamo, último vestigio del imposible zoológico con el que Pablo Escobar exhibía su poder". Al dubitativo Yammara se suma la figura de Ricardo Laverde, un antiguo aviador de tintes faulknerianos que ha pasado 20 años en la cárcel y que, en cierto sentido, representa a la generación de los padres del protagonista.

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«Pero no por mucho tiempo», dijo Ricardo.

Cuatro días después llegó a recogerlas. Aparcó el Nissan en frente de la verja y del murito de ladrillo, se bajó de prisa como si estuviera interrumpiendo el tráfico y abrió para Elaine la puerta del campero. Ella, que llevaba a Maya envuelta en pañolones blancos y con la cara cubierta para que no le entrara un viento, pasó de largo.

«No, adelante no», dijo. «Las mujeres vamos atrás.»

Y así, sentada en uno de los asientos replegables con la niña en brazos y los pies apoyados en el otro asiento, mirando a Ricardo desde atrás (los vellos de su nuca, debajo de la línea del pelo bien cortado, eran como las patas triangulares de una mesa), recorrió el camino a La Dorada.

Sólo se detuvieron una vez, a medio camino, en un restaurante de carretera donde tres mesas vacías los miraban desde una terraza de cemento pulido. Elaine entró a un baño y se encontró con un óvalo abierto en el suelo y dos huellas que le señalaban dónde poner los pies; orinó acuclillada, agarrándose la falda con ambas manos y sintiendo el olor de su propia orina; y allí se dio cuenta, no sin cierto sobresalto, de que era la primera vez desde el parto que no había más mujeres alrededor. Estaba sola en un mundo de hombres, Maya y ella estaban solas, y nunca antes lo había pensado, llevaba más de dos años en Colombia y no lo había pensado nunca.

Cuando bajaron al valle del Magdalena y estalló el calor, Ricardo abrió ambas ventanas y la conversación dejó de ser posible, así que fue en silencio que recorrieron la recta hacia La Dorada. Aparecieron las llanuras a ambos lados, los farallones como hipopótamos acostados, las vacas pastando, los gallinazos trazando círculos en el aire y viendo y oliendo algo que Elaine no olía ni veía. Sintió que una gota de sudor, luego otra, le bajaban por el flanco y morían en su cintura todavía gruesa; Maya también había comenzado a sudar, así que le quitó las mantas y acarició con un dedo los muslos rollizos, los pliegues de la carne pálida, y se quedó un instante mirando esos ojos grises que no la miraban, o bien que miraban todo con la misma desatención alarmada.

Cuando levantó la vista de nuevo vio un paisaje que no reconoció. ¿Habían pasado la entrada al pueblo sin que se diera cuenta? ¿Tenía que hacer algo Ricardo antes de llegar a casa? Lo llamó desde atrás: «¿Dónde estamos, qué pasa?». Pero él no le contestó, o el ruido no permitió que escuchara la pregunta.

Habían abandonado la carretera principal y ahora se internaban entre los pastizales, siguiendo una trocha abierta por el paso mismo de los carros, metiéndose entre árboles que no dejaban pasar la luz, bordeando un terreno marcado por cercas: estacas de madera -algunas tan inclinadas que casi tocaban el suelo-, alambres de púas que, cuando estaban templados, servían de percha a pájaros de colores. «¿A dónde vamos?», dijo Elaine, «la niña tiene calor, quiero darle un baño».

Entonces el Nissan se detuvo y, en ausencia del viento, se sintió en la cabina el golpe inmediato del trópico.

«¿Ricardo?», dijo ella.

Él se bajó sin mirarla, le dio la vuelta al campero, le abrió la puerta. «Baja», le dijo.

«¿Para qué? ¿Dónde estamos, Ricardo? Yo tengo que llegar a casa, tengo sed. la niña también.»

«Baja un segundo.»

«Y tengo ganas de hacer pipí.»

«No nos demoramos», dijo él. «Baja, por favor.»

Ella obedeció. Ricardo le alargó la mano, pero entonces se dio cuenta de que Elaine tenía las manos ocupadas. Entonces le puso la mano en la espalda (Elaine sintió el sudor que le mojaba ya la camisa) y la condujo al borde de la trocha, donde la cerca se convertía en un marco de madera, un cuadrado hecho de troncos finos que hacía las veces de puerta. Con gran dificultad Ricardo levantó la estructura para hacerla girar.

«Entra», le dijo a Elaine.

«¿A dónde?», preguntó ella. «¿A este potrero?»

«No es un potrero, es una casa. Es nuestra casa. Lo que pasa es que no la hemos construido todavía.» «No entiendo.»

«Son seis hectáreas, hay salida al río. Pagué la mitad ya y la otra mitad se paga en seis meses. Comenzamos a construir cuando tú sepas.»

«¿Cuando sepa qué?»

«Cómo quieres que sea tu casa.»

Elaine trató de mirar tan lejos como pudiera y se dio cuenta de que sólo la sombra gris de la cordillera le cortaba la vista. El terreno, su terreno, estaba ligeramente inclinado, y allá, detrás de los árboles, comenzaba a bajar como una colina hacia el valle abierto, hacia la ribera del Magdalena.

«No puede ser», dijo. Sintió calor en la frente y en las mejillas y supo que un rubor le había subido a la cara. Vio el cielo sin nubes. Cerró los ojos, respiró hondo; sintió, o creyó sentir, un soplo de viento en la cara. Se acercó a Ricardo y lo besó. Brevemente, porque Maya había comenzado a llorar.

La nueva casa tenía paredes blancas como el cielo del mediodía y una terraza de suelo liso y baldosines claros, tan limpios que uno podía ver una fila de hormigas bordeando la pared.

La construcción tardó más de lo esperado, en parte porque Ricardo quiso participar en ella, en parte porque el terreno carecía de servicios, y ni siquiera los sobornos generosos que Ricardo distribuía a izquierda y derecha contribuyeron a acelerar la llegada de la luz eléctrica y del acueducto (el alcantarillado era imposible, pero en cambio allí, tan cerca del río. fue fácil abrir un buen pozo séptico).

Ricardo construyó una caballeriza para dos caballos, por si a Elaine le daba en el futuro por volver a montar; construyó una piscina y mandó ponerle un rodadero para Maya, aunque la niña ni siquiera caminaba aún, y mandó sembrar carretos y ceibas allí donde no había sombra, y observó impávido cómo, a pesar de las protestas de Elaine, los obreros pintaban de blanco la parte inferior de los troncos de las palmeras.

También construyó un cobertizo a doce metros de la casa, o lo que él llamaba un cobertizo a pesar de que sus paredes de cemento fueran tan sólidas como la casa misma, y allí, en ese calabozo sin ventanas, en tres armarios que se cerraban con candado, guardaría las bolsas herméticas llenas de billetes de cincuenta y de cien dólares bien atados con bandas elásticas.

En 1973, poco antes de la creación de la Drug Enforcement Agency, Ricardo mandó a pirograbar, en un tablón, el nombre de la propiedad: Villa Elena.

Cuando Elaine le dijo que estaba muy bien, pero que no tenía dónde poner un tablón de ese tamaño. Ricardo hizo construir un portal de ladrillo, dos columnas cubiertas de estuco y de cal y un travesaño entejado con tejas de barro, e hizo colgar el tablón del travesaño con dos cadenas de hierro que parecían sacadas de un naufragio. Después mandó poner una puerta de madera pintada de verde del tamaño de un hombre con un pasador bien aceitado.

Era un añadido inútil, pues bastaba con meterse entre los alambres de púas para entrar en la propiedad, pero a Ricardo le permitía irse de viaje con la sensación -artificial y hasta ridícula- de que su familia quedaba protegida.

«¿Protegida de qué?», le decía Elaine. «¿Qué nos va a pasar por aquí, si todo el mundo nos quiere?» Ricardo la miró con ese paternalismo que ella detestaba y le dijo:

«Eso no va a ser así toda la vida».

Pero Elaine se dio cuenta de que quería decirle otras cosas, le estaba diciendo otras cosas también.

Mucho más tarde, recordándolos para su hija o para sí misma, Elaine tendría que aceptar que los tres años siguientes, los tres años monótonos y rutinarios que siguieron a la construcción de la casa de Villa Elena, fueron los más felices de su vida en Colombia. Apropiarse de la tierra que Ricardo había comprado, acostumbrarse a la idea de que fuera suya, no fue fácil: Elaine solía salir a caminar entre las palmeras y sentarse en el bohío y tomarse un jugo frío mientras pensaba en el tránsito de su vida, en la distancia insondable que se abría entre sus orígenes y este destino. Luego empezaba a caminar -aunque fuera a pleno sol no le importaba- en dirección al río, y veía desde lejos las haciendas vecinas, los campesinos de chanclas hechas con viejos neumáticos cortados que iban arriando el ganado a gritos, sus voces propias e inconfundibles como verdaderas huellas dactilares.

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