Barrió la plaza con la mirada y se preguntó cuánta gente diría al mirarla que era gringa, cuánta diría que llevaba apenas más de un año en Colombia, cuánta diría que se había casado con un colombiano, cuánta diría que estaba embarazada. Después, con los zapatos de charol brillando tanto que el cielo manizalita se reflejaba en la puntera, volvió al hotel, escribió una carta en papelería membreteada y se recostó para pensar en nombres. Ninguno se le ocurrió: antes de darse cuenta, se había quedado dormida. Nunca se había sentido tan cansada como esa tarde.
Cuando despertó, Ricardo estaba a su lado, dormido y desnudo. No lo había sentido llegar. Eran las tres de la madrugada: ¿qué tipo de porteros o vigilantes tenían estos hoteles? ¿Con qué derecho habían dejado entrar a un extraño sin avisarle? ¿De qué manera había probado Ricardo que esa mujer era su esposa, que él tenía derecho a ocupar su cama? Elaine se puso de pie con la mirada fija en un punto de la pared, para no marearse. Se asomó por la ventana, vio una esquina de la plaza desierta, se llevó una mano al vientre y lloró con un llanto callado. Pensó que lo primero que haría al llegar a La Dorada sería buscar una casa de acogida para Truman. porque montar a caballo estaría prohibido durante los meses siguientes, tal vez durante un año entero. Sí, eso sería lo primero, y lo segundo sería ponerse a buscar otra casa, una casa para la familia.
Se preguntó si debía avisar a su jefe de voluntarios, o incluso llamar a Bogotá. Decidió que no era necesario, que trabajaría hasta que su cuerpo se lo permitiera, y luego las circunstancias dictarían su curso. Miró a Ricardo, que dormía con la boca abierta. Se acercó a la cama y levantó la sábana con dos dedos. Vio el pene dormido, el vello ensortijado (ella lo tenía liso). Se llevó la mano al sexo, luego otra vez al vientre, como para protegerlo. What's there to live for?, pensó de repente, y tarareó en su cabeza: Who needs the PeaceCorps? Y luego se volvió a dormir.
Elaine trabajó hasta cuando ya no pudo más. Su vientre creció más de lo esperado en los primeros meses, pero, aparte del cansancio violento que la obligaba a hacer siestas largas antes del mediodía, el embarazo no modificó sus rutinas. Otras cosas cambiaron, sin embargo. Elaine comenzó a estar consciente del calor y de la humedad como nunca lo había estado; de hecho, comenzó a estar consciente de su cuerpo, que dejó de ser silencioso y discreto y se empeñó de un día para el otro en llamar la atención desesperadamente sobre sí mismo, como un adolescente problemático, como un borracho.
Elaine odió la presión que su propio peso ejercía sobre sus pantorrillas, odió la tensión que aparecía en sus muslos cada vez que subía cuatro escalónenos de nada, odió que sus areolas pequeñas, que siempre le habían gustado, se agrandaran y se oscurecieran de repente. Avergonzada, culpable, comenzó a ausentarse de las reuniones diciendo que no se sentía muy bien, y se iba al hotel de los ricos para pasar la tarde en la piscina por el solo placer de engañar a la gravedad durante unas horas, de sentir, flotando en el agua fresca, que su cuerpo volvía a ser la cosa liviana que había sido toda la vida.
Ricardo se dedicó a ella: sólo hizo un viaje durante todo el embarazo, pero debió de ser un cargamento grande, porque regresó con un maletín de tenista -cuero sintético de color azul oscuro, cremallera dorada, una pantera blanca saltando desde abajo- repleto de fajos de dólares tan limpios y luminosos que parecían de mentiras, papeles impresos que fueran parte de un Juego de mesa. No sólo iba repleto el maletín, sino también la funda de la raqueta, que en este modelo venía cosida al exterior como un compartimiento separado. Ricardo lo guardó bajo llave en el armarlo que él mismo había construido y un par de veces al mes subía a Bogotá para cambiar los dólares por pesos.
A Elaine la llenó de atenciones. La llevaba y la traía en el Nissan, la acompañaba a los controles médicos, la miraba subirse a la pesa y veía la aguja dubitativa y anotaba en un cuadernito el nuevo resultado, como si la anotación del médico fuera a ser imprecisa o menos fidedigna. También la acompañaba a trabajar: si había que construir una escuela, él agarraba de buen grado una paleta y ponía cemento en los ladrillos, o llevaba recebo de un lado al otro en una carretilla, o arreglaba con sus propias manos la malla rota de un colador; si había que hablar con la gente de Acción Comunal, él se sentaba al fondo de la habitación y escuchaba el español cada vez mejor de su esposa y a veces aportaba la traducción de una palabra que Elaine no recordara.
En cierta oportunidad Elaine debió visitar a un líder comunitario de Doradal, un hombre de bigote frondoso y camisa abierta hasta el ombligo que, a pesar de su locuacidad de culebrero paisa, no lograba la aprobación de una campaña de vacunación contra la polio. Era una cuestión de burocracias, las cosas iban lentas y los niños no podían esperar.
Se despidieron con una sensación de fracaso. Elaine se subió al campero con trabajo, apoyándose en la manija de la puerta, agarrándose del espaldar del asiento, y ya estaba bien acomodada cuando Ricardo le dijo:
«Espérame un momento, ya vuelvo».
«¿A dónde vas?»
«Ya vuelvo, ya vuelvo. Espérame un segundo.»
Y lo vio entrar de nuevo y decirle algo al hombre de la camisa abierta, y entonces los dos se perdieron tras una puerta.
Cuatro días después, cuando le llegó la noticia a Elaine de que la campaña había sido aprobada en tiempo récord, una imagen se figuró en su cabeza: la de Ricardo metiéndose una mano al bolsillo, sacando un incentivo para funcionarios públicos y prometiendo más. Hubiera podido confirmar sus sospechas, confrontar a Ricardo y exigirle confesiones, poro decidió no hacerlo. El objetivo, al fin y al cabo, se había conseguido. Los niños, pensar en los niños. Los niños eran lo importante.
Desde las treinta semanas de embarazo, cuando ya el tamaño de su barriga se convirtió en un obstáculo para su trabajo, Elaine obtuvo un permiso especial del Jefe de voluntarios y luego una licencia emitida por la dirección de los Cuerpos de Paz en Bogotá, para la cual tuvo que enviar por correo un informe médico redactado mal y a las carreras por un jovencito que hacía su año rural en La Dorada y que quiso, sin ningún conocimiento de obstetricia ni justificación médica ninguna, hacerle una revisión genital. Elaine, que para ese momento de la cita ya estaba medio desnuda, se opuso y hasta llegó a enfadarse, y lo primero que pensó fue que no podía decirle nada a Ricardo, cuya reacción era imprevisible. Pero después, regresando a casa en el Nissan, mirando el perfil de su marido y sus manos de dedos largos y vellos oscuros, sintió un ramalazo de deseo. La mano derecha de Ricardo descansaba sobre la perilla de la palanca de cambios; Elaine la agarró de la muñeca y abrió las piernas y la mano entendió, la mano de Ricardo entendió.
Llegaron a la casa sin hablar y entraron de prisa como ladrones, y cerraron las cortinas y pusieron la tranca en la puerta trasera, y Ricardo se desnudó dejando la ropa tirada por el suelo y sin que le importara que se le llenara de hormigas. Elaine, mientras tanto, se acostaba de medio lado sobre las sábanas, de cara a la cortina blanca, al recuadro iluminado que se formaba en ella. La luz del día era tan fuerte que hacía sombras a pesar de que las cortinas estuvieran cerradas; Elaine se miró el vientre grande como una medialuna, la piel lisa y templada y la línea violeta que la cruzaba de arriba abajo como pintada con un plumón, y vio las sombras difusas que sus senos hinchados hacían sobre la sábana. Pensó que nunca jamás sus senos habían hecho sombras sobre nada y entonces sus senos desaparecieron bajo la mano de Ricardo.
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