Juan Vásquez - El Ruido de las Cosas al Caer

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El Ruido de las Cosas al Caer: краткое содержание, описание и аннотация

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El ruido de las cosas al caer ha sido calificado como "un negro balance de una época de terror y violencia", en una capital colombiana "descrita como un territorio literario lleno de significaciones". El novelista se vale de los recuerdos y peripecias de Antonio Yammara, empezando por la "exótica fuga y posterior caza de un hipopótamo, último vestigio del imposible zoológico con el que Pablo Escobar exhibía su poder". Al dubitativo Yammara se suma la figura de Ricardo Laverde, un antiguo aviador de tintes faulknerianos que ha pasado 20 años en la cárcel y que, en cierto sentido, representa a la generación de los padres del protagonista.

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Por las noches, con un par de tragos encima, Mike Barbieri sacaba la hierba y armaba un cigarrillo, Ricardo encendía el ventilador y los tres se ponían a hablar de política, de Nixon y de Rojas Pinilla y de Misael Pastrana y de Edward Kennedy, cuyo carro rompió el puente y se fue al agua, y de Mary Jo Kopechne, la pobre muchachita que lo acompañaba y que murió ahogada.

Al final Elaine, exhausta, se iba a dormir. Para ella, como para los campesinos de su zona de influencia, la última semana del año no era de vacaciones, y durante esos días siguió saliendo de casa tan temprano como pudiera para llegar a sus citas. Cuando volvía en la tarde, sucia y frustrada por la falta de progresos y con las pantorrillas adoloridas por las horas pasadas sobre Truman, Ricardo y Mike la esperaban con la comida ya medio lista. Y tras la comida, la misma rutina: ventanas abiertas de par en par, ron, marihuana, Nixon y Rojas Pinilla, el Mar de la Tranquilidad y cómo cambiaría la vida, la muerte de Ho ChiMinh y cómo cambiaría la guerra.

El primer lunes hábil de 1970 -un día seco y duro y caluroso, un día de tanta luz que los cielos parecían blancos y no azules-, Elaine salió montada en Truman y en dirección a Guarinocito, donde estaban construyendo una escuela y ella iba a hablar de un programa de alfabetización que los voluntarios del departamento habían comenzado a coordinar, y al doblar una esquina le pareció ver de lejos a Carlos y a Mike Barbieri. En la tarde, al regresar, Ricardo le tenía la noticia: le habían conseguido un trabajo, se iba a tener que ausentar un par de días. Se trataba de traer unos televisores de San Andrés, nada más simple, pero iba a tener que dormir en destino. Así dijo, «en destino». Elaine se alegró de que ya le comenzaran a salir trabajos: tal vez, después de todo, no iba a ser tan difícil ganarse la vida como piloto.

«Todo va bien», escribió Elaine a principios de febrero. «Claro, es mil veces más fácil volar un avión por instrumentos que lograr la cooperación de los políticos de pueblo.» Añadió: «Y más siendo mujer». Y después: Una cosa aprendí: ya que la gente de los pueblos está acostumbrada a que los manden, comencé a comportarme como un patrón. Lamento mucho decir que la cosa da resultados. Así logré que las mujeres de Victoria (es un pueblo de por aquí) exigieran al médico una campaña de nutrición y de salud dental.

Sí, es raro ver las dos cosas Juntas, pero alimentarse sólo con aguapanela le destroza los dientes a cualquiera. Así que por lo menos eso he logrado. No es mucho, pero es un comienzo.

Ricardo, eso sí, está feliz. Como un niño en una tienda de juguetes. Le comenzaron a salir trabajos, no muchos, pero suficientes. Todavía no tiene las horas para ser piloto comercial, pero eso es mejor, porque cobra más barato y lo prefieren por eso (en Colombia todo es mejor si se hace por debajo de cuerda). Claro, lo veo menos. Se va tempranísimo, vuela desde Bogotá y esos trabajos se le comen el día. A veces hasta le toca dormir en su casa vieja, en la casa de sus padres, a la ida o a la vuelta o ambas. Y yo aquí sola. A veces es desesperante, pero no tengo derecho a quejarme.

Entre los días de trabajo de Ricardo pasaban semanas de ocio, de manera que en las tardes, cuando Elaine llegaba de sus frustrantes intentos por cambiar el mundo, Ricardo había tenido tiempo de aburrirse y de volverse a aburrir y de empezar a hacer cosas en la casa con su caja de herramientas, y la casa tomaba el aspecto de una constante obra gris. En marzo Ricardo le construyó a Elaine un baño en el patio de tierra, ya convertido en pequeño jardín: un cubículo de madera adosado a la pared exterior de la casa que le permitía a Elaine sacar una manguera y darse una ducha bajo el cielo nocturno. En mayo construyó un armario para guardar sus herramientas, y le puso un candado inexpugnable del tamaño de una baraja para desanimar a cualquier ladrón. En Junio no construyó nada, porque estuvo ausente más de lo acostumbrado: tras conversarlo con Elaine, decidió volver al Aeroclub para sacar la licencia de piloto comercial, lo cual le permitiría llevar carga y, lo más importante, pasajeros. «Así vamos a dar un paseo en serio», dijo.

La obtención de la licencia le implicaba casi cien horas más de vuelo, aparte de diez horas de instrucción en doble comando en avión, así que se iba durante la semana a Bogotá (dormía en su propia casa, recibía noticias de sus padres, daba noticias de su vida de recién casado, todos brindaban y se alegraban) y regresaba a La Dorada en la tarde del viernes, en tren o en bus y una vez en taxi fletado.

«Con lo que cuesta», dijo Elaine.

«No importa», dijo él. «Quería verte. Quería ver a mi esposa.»

Uno de esos días llegó pasada la medianoche, no en bus ni en tren y ni siquiera en taxi, sino en un campero blanco que invadió con el escándalo de su motor y la potencia de sus luces la tranquilidad de la calle. «Pensé que no venías ya», le dijo Elaine. «Es tarde, estaba preocupada.» Hizo un gesto hacia el campero blanco. «¿Y eso de quién es?»

«¿Te gusta?», le dijo Ricardo.

«Es un campero.»

«Sí», dijo él. «¿Pero te gusta?»

«Es grande», dijo Elaine. «Es blanco. Hace ruido.»

«Pues es tuyo», dijo Ricardo. «Feliz Navidad.»

«Estamos en junio.»

«No, ya es diciembre. No se nota porque el clima es el mismo. Ya tendrías que saber, tú que te las das de colombiana.»

«Pero de dónde viene», dijo Elaine, marcando las consonantes. «Y cómo podemos, cuándo…»

«Demasiadas preguntas. Esto es un caballo, Elena Fritts, lo único es que va más rápido y si llueve no te mojas. Ven, vamos a dar una vuelta.»

Era un Nissan Patrol modelo 68, según supo Elaine, y el color oficial no era blanco, mucha atención, sino marfil. Pero estas informaciones le interesaron menos que las dos puertas traseras y el compartimiento de pasajeros, un espacio tan amplio que una colchoneta se hubiera podido poner en el suelo. Salvo que eso no hubiera sido necesario, porque el campero tenía dos bancas plegables de cojinería beige en las que podía acostarse un niño sin incomodidad ninguna. El asiento delantero era una especie de gran sofá, y allí se acomodó Elaine, y vio la palanca de cambios larga y delgada que salía del suelo y su perilla negra con las tres velocidades marcadas, y vio el tablero blanco y pensó que no era blanco, sino marfil, y vio el timón negro que ahora Ricardo comenzaba a mover, y se agarró a una barandilla que encontró sobre la guantera.

El Nissan empezó a moverse por las calles de La Dorada y pronto salió a la carretera. Ricardo dobló en dirección a Medellín.

«Las cosas me están yendo bien», dijo entonces.

El Nissan dejó atrás las luces del pueblo y se hundió en la noche negra. Bajo las luces nacían los árboles frondosos de la vereda, un perro de ojos brillantes que pasaba asustado, un charco de agua sucia que soltaba un destello. La noche era húmeda y Ricardo abrió las rendijas de la ventilación y un soplo de aire cálido entró en la cabina.

«Las cosas me están yendo bien», repitió.

Elaine lo veía de perfil, veía la expresión intensa de su cara en la penumbra: Ricardo trataba al mismo tiempo de mirarla a ella y de no perder el control sobre un camino lleno de sorpresas (podía haber otros animales distraídos, hundimientos de la calzada que más parecían pequeños cráteres, algún borracho en bicicleta).

«Las cosas me están yendo bien», dijo Ricardo por tercera vez. Y Justo cuando Elaine estaba pensando me quiere decir algo, Justo cuando había llegado a asustarse por la revelación que se le venía encima como saliendo de la noche negra, Justo cuando estaba a punto de cambiar de tema por vértigo o por miedo, habló Ricardo con un tono que no abría espacio a la duda:

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