«Me baño temprano y con agua fría», escribió a sus abuelos, «yo que tanto me quejé del agua fría en Bogotá. Lo que uno usa para bañarse se llama totuma. Les mando una foto».
Durante los primeros días se proveyó de algo que se revelaría esencial: un caballo para ir a los pueblos vecinos. Se llamaba Tapaueco, pero el nombre le costó tanto trabajo a Elaine que acabó cambiándolo por Truman, y tenía tres velocidades: un paso lento, un trote y un galope de carreras. «Por cincuenta pesos al mes», escribió Elaine, «un campesino me lo cuida y me lo alimenta y me lo trae todos los días a las ocho de la mañana. Tengo ampollas en el trasero y me duelen todos los músculos del cuerpo, pero estoy aprendiendo a montar mejor cada vez. Truman sabe más que yo y me ayuda a aprender. Nos entendemos bien, y eso es lo que importa. Con caballo uno aprende a manejar mejor el tiempo. No hay que depender de nadie y es más barato. No soy uno de los Siete Magníficos, pero no pierdo el entusiasmo».
También se dedicó a hacer contactos: con la ayuda del voluntario saliente, un muchachito de Ohio que Elaine despreció desde el primer instante (tenía una barba de apóstol de película, pero carecía por completo de iniciativa), compiló una lista de treinta personalidades: ahí estaba el cura, los jefes de las familias más influyentes, el alcalde, los terratenientes de Bogotá y Medellín, una especie de poderes ausentes que tenían la tierra pero nunca estaban en ella, y vivían de ella pero nunca pagaban los impuestos que ella les causaba: Elaine se quejaba de esto en las noches, en su cama matrimonial, y luego se quejaba de que en Colombia todos los ciudadanos fueran políticos pero ningún político quisiera hacer nada por los ciudadanos.
Ricardo, que actuaba como si ya estuviera de vuelta de la vida, se divertía sin disimularlo y la llamaba ingenua y la llamaba cándida y la llamaba gringa incauta, y después de burlarse de ella y de sus pretensiones de misionera social, de Buena Samaritana para el Tercer Mundo, ponía una expresión de insoportable paternalismo y canturreaba, con pésimo acento, What's there to live for? Who needs the Peace Corps? Y cuanto más se indignaba Elaine, a quien el sarcasmo de la cancioncita había dejado de hacer gracia, con más entusiasmo la cantaba él:
I'm completely stoned, I'm hippy and I'm trippy, I'm a gypsy on my own.
«Go fuck yourself», le decía ella, y él entendía perfectamente.
Un par de días antes de Navidad, tras una larga y frustrante Junta con el médico local. Elaine llegó a casa muerta de ganas de darse un baño y quitarse del cuerpo el polvo y el sudor, y se encontró con que tenían visita. Estaba atardeciendo, las débiles luces de las ventanas vecinas comenzaban a encenderse. Ató a Truman al poste más próximo y, dando un rodeo, entró a la casa por el pequeño Jardín y la cocina, y mientras buscaba una coca cola en la nevera de lcopor le llegaron las primeras voces. Como venían del salón y no del cuarto, y como eran dos voces masculinas, supuso que se trataba de algún conocido que se había presentado por sorpresa para pedirle algo a la gringa. Ya había sucedido en varias ocasiones: los colombianos, se quejaba Elaine, creían que la labor de los Cuerpos de Paz era llevar a cabo todo lo que a ellos les daba pereza o les parecía difícil.
«Es la mentalidad de la colonia», solía decirle a Ricardo cuando hablaban del tema. «Tantos años acostumbrados a que otro les haga las cosas no se borran así.»
De repente la idea de saludar a una de esas personas, la idea de tener que cruzar una serie de banalidades y preguntar por la familia y los niños y sacar el ron o la cerveza (porque uno nunca sabía en qué momento del futuro esta persona podría ser útil, y porque en Colombia las cosas no se hacían por trabajo, sino por amistad real o fingida), le produjo un cansancio infinito. Pero entonces oyó un acento en una de las voces, un vago timbre le resultó familiar, y al asomarse, todavía sin ser vista, reconoció primero a Mike Barbieri y enseguida, casi de manera automática, a Carlos, el hombre del labio leporino que tanto les había ayudado en Caparrapí. Entonces los hombres debieron de oírla o sentir su presencia, porque los tres giraron la cabeza al mismo tiempo.
«Ah, por fin», dijo Ricardo. «Ven, ven, no te quedes ahí parada. Esta gente vino para verte a ti.»
Mucho tiempo después, recordando ese día, a Elaine no dejaría de maravillarla la certeza con que supo, sin ninguna prueba ni razón para sospechar, que Ricardo le había mentido. No, no la habían venido a ver a ella: Elaine lo supo en el instante mismo en que las palabras fueron pronunciadas. Fue un escalofrío, una incomodidad al estrechar la mano de Carlos sin que Carlos la mirara a los ojos, una cierta ansiedad o desconfianza al saludar en español a Mike Barbieri, al preguntarle cómo estaba, cómo le iban las cosas, por qué no había asistido a la última reunión departamental.
Ricardo estaba sentado en una mecedora de mimbre que habían conseguido a buen precio en el mercado de artesanías; los dos invitados, en bancas de madera. En el centro, sobre la lámina de vidrio de la mesa, había unos papeles que Ricardo recogió de un manotazo, pero en los cuales Elaine alcanzó a ver un dibujo desordenado, una especie de gran ectoplasma con la forma del continente americano, o con la forma que habría tenido un continente americano dibujado por un niño.
«Hola, ¿qué hacen?», preguntó Elaine.
«Mike viene a pasar Navidad con nosotros», dijo Ricardo.
«Si no te importa», dijo Mike.
«No, claro que no», dijo Elaine. «¿Y vienes solo?»
«Solo, sí», dijo Mike. «Con ustedes dos. no necesito a nadie más.»
Entonces Carlos se puso de pie y le señaló su banca a Elaine, como para cedérsela, y musitando algo que podía o no ser una despedida, y levantando una mano de dedos gordos, comenzó a caminar hacia la puerta.
Una gran mancha de sudor le bajaba por la espalda.
Elaine lo miró de arriba abajo y vio que su cinturón había pasado por encima de una trabilla y vio sus pantalones bien planchados y le llamó la atención el ruido que hacían sus sandalias y el tono grisáceo de la piel de sus talones. Milke Barbieri se quedó un rato más, el tiempo de beber dos rones con coca cola y de contar que un voluntario de Sacramento había venido a pasar Thanksgiving con él, y que le había enseñado a llamar por teléfono a Estados Unidos con un ham radio. Era magia, pura magia. Había que conseguir un radioaficionado aquí y un radioaficionado en Estados Unidos, gente amiga que estuviera dispuesta a prestar el aparato y hacer la conexión, y así uno podía hablar de inmediato con la familia sin pagar un dólar, pero tranquilos, era todo legítimo, nada fraudulento, o tal vez sí, un poco, pero qué importaba: él mismo había hablado con su hermana menor, con un amigo al que debía dinero e incluso con una novia de la universidad que alguna vez lo echó de su vida y que ahora, con el tiempo y la distancia, ya le había perdonado hasta los peores pecados. Y todo eso completamente gratis, ¿no era extraordinario?
Mike Barbieri pasó la Nochebuena con ellos, y también la Navidad, y también la semana siguiente, y también la Noche vieja y también el Año Nuevo, y el 2 de enero se despidió como si se despidiera de su familia, con ojos llorosos y abrazos emocionados y frases enteras dedicadas a agradecerles la hospitalidad, la compañía, el cariño y el ron con coca cola.
Fueron días largos para Elaine, que no conseguía entusiasmarse con estas fiestas sin bastones ni medias colgando de la chimenea y seguía sin entender muy bien en qué momento ese gringo desorientado se había instalado entre ellos. Pero Ricardo parecía pasársela de maravilla:
«Es mi hermano perdido», le decía abrazándolo.
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