Juan Vásquez - El Ruido de las Cosas al Caer

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El Ruido de las Cosas al Caer: краткое содержание, описание и аннотация

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El ruido de las cosas al caer ha sido calificado como "un negro balance de una época de terror y violencia", en una capital colombiana "descrita como un territorio literario lleno de significaciones". El novelista se vale de los recuerdos y peripecias de Antonio Yammara, empezando por la "exótica fuga y posterior caza de un hipopótamo, último vestigio del imposible zoológico con el que Pablo Escobar exhibía su poder". Al dubitativo Yammara se suma la figura de Ricardo Laverde, un antiguo aviador de tintes faulknerianos que ha pasado 20 años en la cárcel y que, en cierto sentido, representa a la generación de los padres del protagonista.

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El padre, por su lado, había esperado hasta llegar al andén central para sacar su regalo, y ahora, en medio del ajetreo de la gente y de las ofertas de los limpiabotas y de las peticiones de los mendigos, explicaba que era el libro de un periodista, que había salido hace un par de años pero seguía vendiéndose, que el tipo era un guache pero el libro, por lo que decían, no estaba mal.

Elaine rasgó el papel de regalo, vio un diseño de nueve marcos azules de esquinas cortadas, y en los marcos vio campanas, soles, gorros frigios, esbozos florales, lunas con cara de mujer y calaveras cruzadas con tibias y diablillos bailantes, y todo le pareció absurdo y gratuito, y el título, Cien años de soledad, exagerado y melodramático.

Don Julio puso una uña larga sobre la E de la última palabra, que estaba al revés. «Me di cuenta después de comprarlo», se disculpó. «Si quiere, tratamos de cambiarlo por otro.» Elaine dijo que no importaba, que por una errata tonta no iba a quedarse sin lectura para el tren. Y días después, en carta a sus abuelos, escribió: «Mándenme lectura, por favor, que por las noches me aburro. Lo único que tengo aquí es un libro que me regaló mi señor, y he tratado de leerlo, juro que he tratado, pero el español es muy difícil y todo el mundo se llama igual. Es lo más tedioso que he leído en mucho tiempo, y hasta hay erratas en la portada. Parece mentira, llevan catorce ediciones y no la han corregido. Cuando pienso que ustedes estarán leyendo el último de Graham Greene. Es que no hay derecho». La carta sigue así:

Bueno, déjenme que les cuente un poco dónde estoy y dónde voy a estar las próximas dos semanas. Hay tres cadenas montañosas en Colombia: la Cordillera Oriental, la Central y (sí, lo adivinaron) la Occidental. Bogotá queda a 8.500 pies de altura en esta última. Lo que hizo mi tren fue bajar la montaña hasta llegar al río Magdalena, el más importante del país. El río corre por un valle hermoso, uno de los paisajes más bonitos que he visto en mi vida, es verdaderamente el Paraíso. El trayecto hasta acá también fue impresionante. Nunca había visto tantos pájaros y tantas flores. ¡Cómo envidié al tío Philip! Envidié sus conocimientos, claro, pero también sus binóculos. ¡Cómo disfrutaría él aquí! Díganle que le mando mis mejores deseos.

En fin, les hablaba del río. En otros tiempos venían vapores de pasajeros desde Mississippi e incluso desde Londres, así de importante era el río. Y todavía hay barcos por aquí que parecen sacados directamente de Huckleberry Finn, no estoy exagerando. Mi tren llegó hasta un pueblo llamado La Dorada, que es donde voy a estar estacionada permanentemente. Pero por disposición de los Cuerpos de Paz, los voluntarios tenemos que hacer tres semanas de site training en un lugar distinto del permanent site y en compañía de otro voluntario.

Teóricamente el lugar de tránsito debe quedar cerca del destino definitivo, pero no siempre es así. Teóricamente el otro voluntario debe tener más experiencia, pero no siempre es así. Yo he tenido suerte. Me pusieron en un municipio a pocos kilómetros del río, en las faldas de la cordillera. Se llama Caparrapí, un nombre que parece diseñado para que me vea ridícula diciéndolo. Hace calor y mucha humedad, pero se puede vivir. Y el voluntario que me tocó es un muchacho terriblemente simpático y sabe muchísimas cosas, en particular sobre los temas que yo ignoro del todo. Se llama Mike Barbieri, es un dropout de la Universidad de Chicago. Uno de esos tipos que te hacen sentir bien inmediatamente, dos segundos y ya sientes que los conoces de toda la vida.

Hay gente así, con carisma. La vida en otros países es más fácil para ellos, de eso me he dado cuenta. Ésta es la gente que se come el mundo, la que no va a tener problemas para sobrevivir. Ojalá yo fuera más así.

Barbieri llevaba dos años ya en los Cuerpos de Paz de Colombia, pero antes había pasado otros dos en México, trabajando con campesinos entre Ixtapa y Puerto Vallarta, y antes de México había pasado unos cuantos meses en los barrios pobres de Managua. Era alto, fibroso, rubio pero bronceado, y no era raro encontrárselo sin camisa (un crucifijo de madera colgaba invariablemente sobre su pecho), con unas bermudas y unas sandalias de cuero por toda prenda. Le había dado la bienvenida a Elaine con una cerveza en la mano y un plato de pequeñas arepas de una textura que para ella era novedosa. Elaine nunca había conocido a alguien tan locuaz y a la vez tan sincero, y en pocos minutos se enteró de que iba a cumplir veintisiete años, de que su equipo eran los Cubs, de que detestaba el aguardiente y eso por aquí era un problema, de que les tenía miedo, no, verdadero pavor, a los alacranes, y le aconsejaba a Elaine que comprara zapatos abiertos y los revisara bien todos los días antes de ponérselos. «¿Hay muchos alacranes por aquí?», preguntó Elaine.

«Puede haberlos, Elaine», dijo Barbieri con voz de pitonisa. «Puede haberlos.»

El apartamento tenía dos cuartos y un salón sin apenas muebles, y quedaba en el segundo piso de una casa de paredes de color azul cielo. En la primera planta funcionaba una tienda con dos mesas de aluminio y un mostrador -panelitas de leche, mantecadas, cigarrillos Pielroja-, y detrás de la tienda, donde el mundo se volvía doméstico por arte de magia, vivía la pareja que regentaba la tienda. Su apellido era Villamil; su edad no bajaba de los sesenta. «My señores», dijo Barbieri al presentárselos a Elaine, y, al darse cuenta de que sus señores no habían comprendido muy bien el nombre de la nueva inquilina, les dijo en buen español: «Es una gringa, como yo, pero se llama Elena».

Y así se referían los Villamil a ella: así la llamaban para preguntarle si tenía agua suficiente, o para que se asomara a saludar a los borrachos. Elaine lo soportaba con estoicismo, echaba de menos la casa de los Laverde, se avergonzaba por esos pensamientos de niña malcriada. Con todo, evitó a los Villamil siempre que le fue posible. Una escalera de concreto adosada a la pared exterior de la construcción le permitía subir sin ser vista.

Barbieri, afable hasta la impertinencia, nunca la usaba: no había día en que no pasara por la tienda para contar su día, los logros y los fracasos, para escuchar las anécdotas que tuvieran los Villamil y aun sus clientes, y para empeñarse en explicarles a estos viejos campesinos la situación de los negros en Estados Unidos o el tema de una canción de The Mamas & the Papas.

Elaine, muy a su pesar, lo veía hacer y lo admiraba. Tardó más de lo debido en descubrir por qué: a su manera, este hombre extrovertido y curioso, que la miraba con desfachatez y hablaba como si el mundo le debiera algo, le hacía pensar en Ricardo Laverde.

Durante veinte días, los veinte días calurosos que duró el aprendizaje rural, Elaine trabajó codo con codo junto a Mike Barbieri, pero también junto al líder de Acción Comunal para la zona, un hombre bajito y callado cuyo bigote cubría un labio leporino. Tenía un nombre simple, para variar: se llamaba Carlos, Carlos a secas, y había algo hermético o amenazante en esa simpleza, en su carencia de apellido, en la cualidad fantasmal con que aparecía para recogerlos en las mañanas y volvía a desaparecer en las tardes, después de dejarlos de nuevo.

Elaine y Barbieri, por una especie de acuerdo previo, almorzaban en casa de Carlos, un interregno entre dos jornadas intensas de trabajo con los campesinos de las veredas circundantes, de entrevistas con políticos locales, de negociación siempre infructuosa con los terratenientes de la zona.

Elaine descubrió que todo el trabajo en el campo se hacía hablando: para enseñarles a los campesinos a criar pollos de carne blanda (encerrándolos en lugar de dejarlos correr salvajemente), para convencer a los políticos de construir una escuela con recursos de aquí (ya que nadie esperaba nada del Gobierno central) o para tratar de que los ricos no los vieran simplemente como cruzados anticomunistas, había primero que sentarse alrededor de una mesa y beber, beber hasta que ya no se entendieran las palabras.

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