Juan Vásquez - El Ruido de las Cosas al Caer

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El Ruido de las Cosas al Caer: краткое содержание, описание и аннотация

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El ruido de las cosas al caer ha sido calificado como "un negro balance de una época de terror y violencia", en una capital colombiana "descrita como un territorio literario lleno de significaciones". El novelista se vale de los recuerdos y peripecias de Antonio Yammara, empezando por la "exótica fuga y posterior caza de un hipopótamo, último vestigio del imposible zoológico con el que Pablo Escobar exhibía su poder". Al dubitativo Yammara se suma la figura de Ricardo Laverde, un antiguo aviador de tintes faulknerianos que ha pasado 20 años en la cárcel y que, en cierto sentido, representa a la generación de los padres del protagonista.

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Bajaban en teleférico, igual que habían subido. Atardecía, y el cielo bogotano se había convertido en un gigantesco manto violeta. Debajo de ellos, en la luz escasa, los peregrinos que habían subido a pie y a pie bajaban eran como chinchetas de colores en las escaleras de piedra.

«Qué luz tan rara hay en esta ciudad», dijo Elaine Fritts. «Uno cierra los ojos un segundo y ya se ha hecho de noche.»

Pasó una ráfaga de viento, sacudió la cabina, pero esta vez los turistas no gritaron. Hacía frío. El viento soltó un susurro al cruzar la cabina. Elaine, abrazada a Ricardo Laverde, recostada a la barra horizontal que protegía la ventana, se vio de pronto a oscuras. Las cabezas de los pasajeros se recortaban contra el cielo, negro sobre negro. La respiración de Ricardo le llegaba en oleadas, un olor de tabaco y agua limpia, y allí, flotando sobre los cerros orientales, viendo la ciudad encenderse para la noche, Elaine quiso que esa cabina nunca llegara abajo. Pensó, acaso por primera vez, que una persona como ella podría vivir en un país como éste. En más de un sentido, pensó, este país estaba todavía comenzando, apenas descubriendo su lugar en el mundo, y ella quería ser parte de ese descubrimiento.

El subdirector de los Cuerpos de Paz en Colombia era un hombrecito delgado y distante, de gafas de marco grueso a la Kissinger y corbata tejida. Recibió a Elaine en camisa, lo cual no hubiera tenido nada de particular si el hombre no usara camisas de manga corta, como si estuviera en el calor insoportable de Barranquilla o Girardot en lugar de morirse de frío en estos páramos. Usaba tanta brillantina en el pelo negro que la luz de un tubo de neón podía producir la ilusión de canas prematuras en sus sienes, o de raíces blancas en su carrera nítida como la de un militar. No podía saberse si era norteamericano o local, o un norteamericano hijo de locales, o un local hijo de norteamericanos; no había pistas, ni afiches en las paredes ni música sonando en ninguna parte ni libros en las estanterías, que permitieran conjeturar una vida, unos orígenes. Hablaba un inglés perfecto, pero su apellido -el largo apellido que miraba a Elaine desde el escritorio, grabado en una enseña de bronce que parecía maciza- era latinoamericano o por lo menos español, Elaine no sabía si había alguna diferencia.

La entrevista era una rutina: todos los voluntarios de los Cuerpos de Paz habían pasado o pasarían por esta oficina oscura, por esta silla incómoda donde ahora Elaine se soliviaba para alisarse con las manos la larga falda aguamarina. Aquí, frente al delgado y distante Mr. Valenzuela, todos los que habían sido entrenados en el CEUCA se sentaban tarde o temprano y escuchaban un pequeño discurso sobre cómo se acercaba el final del entrenamiento, cómo pronto los voluntarios estarían viajando a los lugares donde cumplirían su misión, discursos sobre la generosidad y la responsabilidad y la oportunidad de marcar la diferencia. Escuchaban las palabras permanente site placement y enseguida la misma pregunta: «¿Tiene usted alguna preferencia?». Y los voluntarios pronunciaban nombres de adquisición reciente y de contenido ignoto: Bolívar, Valledupar, Magdalena, Guajira. O Quindío (pronunciado Cuindio). O Cauca (pronunciado Cohca). Luego eran trasladados a un lugar cercano al destino final, una especie de escala intermedia donde pasaban tres semanas junto a un voluntario de más experiencia. Field training, se llamaba. Todo eso se decidía en media hora de entrevista.

«Bueno, what's it gonna be?», dijo Valenzuela. «Cartagena no se puede, ni Santa Marta. Ya están llenos. Todo el mundo quiere ir allá, es por el Caribe.»

«Yo no quiero ciudades», dijo Elaine Fritts.

«¿No?»

«Creo que puedo aprender más en el campo. El espíritu de los pueblos está en sus campesinos.»

«El espíritu», dijo Valenzuela.

«Y uno puede ayudar más», dijo Elaine.

«Bueno, eso también. Vamos a ver, ¿tierra fría o tierra caliente?»

«Donde más pueda ayudar.»

«Ayuda se necesita en todas partes, señorita. Este país está a medio hornear todavía. Piense también en las cosas que usted sabe, las que se le dan bien.»

«¿Las cosas que sé?»

«Claro. No se va a ir a cultivar papas si no ha visto un azadón ni en fotos.»

Valenzuela abrió una carpeta marrón que había tenido bajo la mano todo el tiempo, pasó una página, levantó la cara.

«Universidad George Washington. Estudiante de Periodismo, ¿no?»

Elaine asintió. «Pero he visto azadones», dijo. «Y aprendo rápido.»

Valenzuela hizo una mueca de impaciencia.

«Pues tiene tres semanas», dijo. «Eso, o convertirse en una carga y hacer el ridículo.»

«Yo no voy a ser una carga», dijo Elaine.

«Yo-» Valenzuela removió unos papeles, sacó una nueva carpeta. «Mire, en tres días me reúno con los líderes regionales. Ahí voy a saber quién necesita qué, y voy a saber dónde puede usted hacer el field training. Pero lo que sé con seguridad es que hay un sitio cerca de La Dorada, ¿sabe de qué le estoy hablando? El valle del Magdalena, señorita Fritts. Es lejos, pero no es otro mundo. En el sitio este no hace tanto calor como en La Dorada, porque queda subiendo un poco la montaña. Se va uno en tren desde Bogotá, es fácil llegar y devolverse, usted ha visto que aquí los buses son un peligro público. En fin, es un buen sitio y poco solicitado.

Es bueno saber montar a caballo. Es bueno tener un estómago fuerte. Hay que trabajar mucho con los de Acción Comunal, desarrollo comunitario, ya sabe usted, alfabetización, nutrición, esas cosas. Son sólo tres semanas. Si no le gusta, hay manera de echar marcha atrás.»

Elaine pensó en Ricardo Laverde. De repente, tener a Ricardo a unas cuantas horas en tren le pareció buena idea. Pensó en el nombre del lugar, La Dorada, y tradujo en su cabeza: The Golden One.

«La Dorada», dijo Elaine Fritts, «me parece bien».

«Primero el otro sitio, luego La Dorada.»

«Sí, el sitio ese también. Gracias.»

«Bueno», dijo Valenzuela. Abrió un cajón metálico y sacó un papel. «Mire, antes de que se me olvide. Esto es para que lo llene y lo devuelva en Secretaría.»

Era un cuestionario, o más bien una copia al carbón de un cuestionario. El encabezado era una sola pregunta, escrita a máquina en letras mayúsculas: ¿En qué se diferencia su hogar en Bogotá de su lugar de origen?

Debajo de la pregunta había varios apartes separados por espacios generosos, ostensiblemente para ser llenados por los voluntarios con tanto detalle como fuera posible.

Elaine contestó el cuestionario en un motel de Chapinero, acostada boca abajo en la cama destendida y olorosa a sexo, usando un directorio telefónico para apoyar la página y cubriéndose las nalgas con la sábana para protegerse de la mano de Ricardo, sus vagabundeos atrevidos, sus incursiones obscenas.

Bajo el capítulo Incomodidades y molestias físicas, escribió: «Los hombres de la familia nunca levantan el bizcocho para orinar». Ricardo le dijo que era una muchachita quisquillosa y malcriada.

En Restricciones a la libertad de los huéspedes escribió: «Cierran con tranca pasadas las nueve, y siempre tengo que despertar a mi señora». Ricardo le dijo que era demasiado trasnochadora.

En Problemas de comunicación escribió: «No entiendo por qué tratan de usted a los niños». Ricardo le dijo que todavía le quedaba mucho por aprender.

En Comportamiento de los miembros de la familia escribió: «Al hijo le gusta morderme los pezones cuando se viene». Ricardo no le dijo nada.

La familia entera la acompañó a coger el tren en la Estación de la Sabana. Era un edificio grande y solemne de columnas estriadas con un cóndor de piedra en la parte alta de la fachada, las alas extendidas como si estuviera a punto de levantar el vuelo y llevarse el ático en las garras. Doña Gloria le había regalado a Elaine un ramo de rosas blancas, y ahora, al atravesar el vestíbulo con una maleta en la mano y la cartera terciada sobre el pecho, las flores se le habían convertido en un estorbo detestable, una suerte de plumero que se estrellaba contra los otros transeúntes dejando en el suelo de piedra un rastro de pétalos tristes, y cuyas espinas Elaine se clavaba cada vez que intentaba agarrarlo mejor o protegerlo de la hostilidad ambiente.

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