Juan Vásquez - El Ruido de las Cosas al Caer

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El Ruido de las Cosas al Caer: краткое содержание, описание и аннотация

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El ruido de las cosas al caer ha sido calificado como "un negro balance de una época de terror y violencia", en una capital colombiana "descrita como un territorio literario lleno de significaciones". El novelista se vale de los recuerdos y peripecias de Antonio Yammara, empezando por la "exótica fuga y posterior caza de un hipopótamo, último vestigio del imposible zoológico con el que Pablo Escobar exhibía su poder". Al dubitativo Yammara se suma la figura de Ricardo Laverde, un antiguo aviador de tintes faulknerianos que ha pasado 20 años en la cárcel y que, en cierto sentido, representa a la generación de los padres del protagonista.

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Elaine no dijo nada.

Desde el otro lado de la mesa la miraba el hijo menor de la pareja, una sonrisa ladeada y burlona, unas pestañas largas y espesas que le daban a los ojos negros un rasgo vagamente femenino. La había mirado así desde el principio, con una insolencia que a ella, por alguna razón, la halagaba. Nadie la había mirado así en Colombia: meses después de su llegada, todavía Elaine no se había acostado con alguien que no fuera norteamericano, que no tuviera orgasmos en inglés.

«Ricardo no cree en el futuro», dijo don Julio.

«Claro que sí creo», dijo el hijo. «Pero en mi futuro no hay que pedir plata prestada.»

«Bueno, no comiencen con eso», dijo doña Gloria con una sonrisa. «Qué va a pensar la visita, recién llegada como está, y todo.»

Ricardo Laverde: demasiadas erres para el terco acento de Elaine. «A ver, Elena, diga mi nombre», le había ordenado Ricardo al enseñarle el baño que le correspondía y la habitación donde viviría, la mesita de noche de color pastel y la cómoda de tres cajones y la cama con dosel que habían sido de la hermana mayor hasta su matrimonio (había una foto de estudio de la niña: la raya limpia en la mitad del pelo, la mirada perdida en el aire, la firma barroca del fotógrafo).

El cuarto de huéspedes: legiones de gringos como ella habían pasado por allí. «Diga mi nombre tres veces y le doy otra cobija», le decía este Ricardo Laverde. Era un juego, pero un juego hostil. Incómoda, Elaine entró en él.

«Ricardo», dijo con la lengua enredada. «Laverde.»

«Mal, muy mal», dijo Ricardo. «Pero no importa, Elena, la boquita se le ve linda.»

«No me llamo Elena», dijo Elaine.

«No le entiendo, Elena», dijo él. «Va a tener que practicar, si quiere le ayudo.»

Ricardo era un par de años menor que ella, pero se comportaba como si le llevara de ventaja toda la experiencia del mundo. Al principio se encontraban al atardecer, cuando Elaine llegaba de sus clases en el CEUCA, y cruzaban algunas frases en el saloncito del segundo piso, casi debajo de la jaula del canario Paco: qué tal, cómo le fue, qué aprendió hoy, diga mi nombre tres veces y sin enredarse.

«Los bogotanos son buenísimos para hablar sin decir nada», escribió Elaine a sus abuelos. «I'm drowning in a smalltalk.»

Pero una tarde se encontraron en plena carrera Séptima, y les pareció una casualidad notable que ambos acabaran de pasar la mañana gritando consignas frente a la embajada de Estados Unidos, llamando criminal a Nixon y cantando «EnditNow, EnditNow, EnditNow!».

Mucho después Elaine se enteraría de que el encuentro no había tenido nada de casual: Ricardo Laverde la había esperado a la salida del CEUCA y la había perseguido durante horas, espiándola desde lejos, escondiéndose entre la gente de la calle y detrás de pancartas con las leyendas

Calley = Murderer…y

Proud to be a DraftDodger…y

Why are We There, Anyway?,

y tragándose los cánticos un par de metros detrás de donde Elaine se había estacionado, todo eso mientras ensayaba diversas versiones, diversas entonaciones, de las palabras que eventualmente le dijo:

«Bueno, pero qué coincidencia tan rara, ¿no? Venga, la invito a tomar algo, y así me da todas las quejas que tenga de mis papas.»

Fuera de la casa de los Laverde, lejos de las porcelanas bien arregladas y de la mirada de un militar al óleo y del silbido irritante del canario, su relación con el hijo de los anfitriones se transformó o comenzó de nuevo. Allí, sentada con un chocolate caliente entre las manos, Elaine contó cosas y escuchó lo que Ricardo le contaba. Así supo que Ricardo se había graduado de un colegio de jesuitas, que había comenzado a estudiar Economía -una especie de legado o de imposición de su padre- y que hacía unos meses había dejado la carrera para perseguir lo único que le interesaba: pilotar aviones.

«A papá no le gusta, claro», le diría Ricardo mucho después, cuando ya podían hacerse esas confesiones. «Siempre se ha resistido. Pero yo cuento con mi abuelo, mi abuelo está de mi lado. Y papá no puede hacer nada. No es fácil llevarle la contraria a un héroe de guerra. Aunque se trate de una guerra pequeñita, una guerra de aficionados comparada con la que hubo antes y la que hubo después en el mundo, una guerra de entreguerras. Pero en fin, una guerra es una guerra y todas las guerras tienen sus héroes, ¿no?

El valor del actor no es una función del tamaño del teatro, decía mi abuelo. Y claro, para mí fue una suerte. Mi abuelo me apoyó con lo de los aviones.

Cuando empecé a interesarme por aprender a volar, mi abuelo fue el único que no me dijo loco, inmaduro, desquiciado. Me apoyó, me apoyó francamente, incluso enfrentándose a mi padre, y al héroe de la aviación de guerra no es fácil decirle que no. Mi padre trató, de esto me acuerdo perfectamente, pero sin éxito. Eso fue hace ya un par de años, pero me acuerdo como si fuera ayer. Aquí sentados, mi abuelo donde está usted, debajo de la jaula, y mi papá donde estoy yo. Mi abuelo pasándole una mano a papá por la cicatriz de la cara y diciéndole que no me fuera a pegar los miedos que tenía él.

Tuvo que morirse el abuelo para que yo entendiera del todo la crueldad que había en ese gesto, un hombre ya viejo y cansado aunque no lo pareciera dándole palmaditas en la cara a un hombre que era joven y fuerte aunque no lo pareciera.

No era sólo eso, claro, sino también la cicatriz, el hecho de que fuera la cicatriz la que recibiera las palmadas… Usted me dirá que era muy difícil darle a mi padre una palmada en la cara sin tocar de algún modo la cicatriz, y sí, puede que sí, y más cuando mi abuelo era diestro. Y claro, las palmadas de un diestro caen sobre la mejilla izquierda del que las recibe, sobre la mejilla izquierda de mi padre, su mejilla dañada.»

La conversación sobre el origen de la mejilla dañada llegaría mucho después, cuando ya eran amantes y a la curiosidad por los cuerpos se había sumado la curiosidad por las vidas. El sexo les llegó sin sorpresa, como un mueble que ha estado ahí todo el tiempo sin que uno se dé cuenta. Todas las noches, después de la cena, el anfitrión y la huésped se quedaban hablando un buen rato, luego se despedían y subían juntos las escaleras, y al llegar al segundo piso Elaine seguía hasta el fondo, se metía al baño, pasaba el pestillo y minutos después volvía a salir con un camisón blanco y el pelo agarrado en una larga cola de caballo.

Un viernes de lluvia -el agua estallaba en la marquesina y ahogaba los ruidos-, Elaine salió del baño como había salido siempre, pero, en lugar de encontrarse con el corredor oscuro y el resplandor del alumbrado público que atravesaba las claraboyas del patio interior, se vio frente a la silueta de Ricardo Laverde recostada a la baranda. A contraluz su cara no se veía bien, pero Elaine leyó el deseo en su pose y en su tono de voz.

«¿Se va a dormir?», le dijo Ricardo.

«Todavía no», dijo ella. «Entre y me cuenta cosas de aviones.»

Hacía frío, la madera de la cama crujía con cualquier movimiento de los cuerpos, y además era la cama de una jovencita, demasiado estrecha y corta para estos juegos, de manera que Elaine acabó quitando el cubrelecho de un manotazo y extendiéndolo sobre la alfombra, junto a sus pantuflas de felpa.

Allí, sobre el cubrelecho de lana, muriéndose de frío, tuvieron un encontrón rápido y al punto. A Elaine le pareció que sus senos se hacían más pequeños en las manos de Ricardo Laverde, pero no se lo dijo. Volvió a ponerse el camisón para salir al baño, y allí, sentada en el inodoro, pensó que le daría tiempo a Ricardo de volver a su cuarto. Pensó también que le había gustado acostarse con él, que lo haría de nuevo si la ocasión se diera, y que esto que acababa de ocurrir debía de estar prohibido por los estatutos de los Cuerpos de Paz.

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