Juan Vásquez - El Ruido de las Cosas al Caer

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El Ruido de las Cosas al Caer: краткое содержание, описание и аннотация

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El ruido de las cosas al caer ha sido calificado como "un negro balance de una época de terror y violencia", en una capital colombiana "descrita como un territorio literario lleno de significaciones". El novelista se vale de los recuerdos y peripecias de Antonio Yammara, empezando por la "exótica fuga y posterior caza de un hipopótamo, último vestigio del imposible zoológico con el que Pablo Escobar exhibía su poder". Al dubitativo Yammara se suma la figura de Ricardo Laverde, un antiguo aviador de tintes faulknerianos que ha pasado 20 años en la cárcel y que, en cierto sentido, representa a la generación de los padres del protagonista.

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«Hola», dije. «Gracias.»

«¿Por qué?»

«Por pasarme a Leticia.»

«Le da miedo el corredor», dijo Aura.

«¿A la niña?»

«Dice que en el corredor hay cosas. Ayer no quiso irse sola de la cocina a su cuarto. Me tocó acompañarla.»

«Es la edad», dije. «Todos los miedos se pasan después.»

«Quiso dormir con la luz prendida.»

«Es la edad.»

«Sí», dijo Aura.

«El pediatra nos lo había dicho.»

«Sí.»

«Es la edad de las pesadillas.»

«Es que no quiero», dijo Aura. «No quiero que sigamos así, Antonio. No se puede.» Antes de que yo pudiera responder, añadió: «No es bueno para nadie. No es bueno para la niña, no es bueno para nadie».

Entonces era eso.

«Ya entiendo», dije. «Entonces la culpa es mía.»

«Nadie ha hablado de culpas.»

«Es culpa mía que la niña le tenga miedo al corredor.»

«Nadie ha dicho eso.»

«Qué idiotez, por favor. Como si el miedo fuera hereditario.»

«Hereditario no», dijo Aura. «Contagioso.» Y enseguida: «No quería decir eso». Y luego: «Tú me entiendes».

Me sudaban las manos, en particular la que sostenía el teléfono, y tuve un miedo absurdo: pensé que el aparato podría escurrirse entre mi puño sudoroso y caer al suelo, y la comunicación se cortaría entonces sin que mi voluntad hubiera intervenido. Un accidente: los accidentes pasan. Aura me estaba hablando de nuestro pasado, de los planes que habíamos hecho antes de que una bala que no llevaba mi nombre me tocara en suerte, y yo la escuchaba con atención, juro que lo hacía, pero en mi mente no se formaba ninguna memoria. En el ojo de la mente, se dice a veces.

El ojo de mi mente trató de ver a Aura antes de la muerte de Ricardo Laverde; trató de verme a mí mismo; pero fue en vano. «Tengo que colgar», me escuché decir, «estoy en teléfono prestado». Aura -esto lo recuerdo bien- me estaba diciendo que me quería, que podíamos salir de esto juntos, que íbamos a trabajar para lograrlo.

«Tengo que colgar», le dije.

«¿Cuándo vienes?»

«No sé», le dije. «Aquí hay información, hay cosas que quiero saber.»

Hubo un silencio en la línea.

«Antonio», dijo entonces Aura, «¿vas a volver?».

«Pero qué pregunta es ésa», dije. «Claro que voy a volver, no sé dónde crees que estoy.»

«Yo no creo nada. Dime cuándo.»

«No sé. Apenas pueda.»

«Cuándo, Antonio.»

«Apenas pueda», dije. «Pero no llores, no es para tanto.»

«No estoy llorando.»

«No es para tanto. La niña se va a preocupar.»

«La niña, la niña», repitió Aura. «Vete a la mierda, Antonio.»

«Aura, por favor.»

«Vete a la mierda», dijo ella. «Nos vemos cuando puedas.»

Después de colgar salí a la terraza. Allí, reposando debajo de una hamaca como un animal de compañía, estaba la caja de mimbre; allí estaban, repartidas en documentos, las vidas de Elena Fritts y Ricardo Laverde, las cartas que se habían escrito, las que habían escrito a otra gente. El aire había dejado de moverse. Me acomodé en la hamaca que Maya Fritts había usado la noche anterior y allí, con la cabeza sobre un cojín de funda blanca y bordada, saqué la primera carpeta y me la puse sobre el vientre, y de la carpeta saqué la primera carta. Era de un papel verdoso y casi translúcido.

«Deargrandpa & grandma», decía el encabezado. Y luego la primera línea, suelta y solitaria, apoyada sobre el párrafo que la seguía como un suicida sobre su cornisa.

Nadie me había advertido que Bogotá iba a ser así.

Olvidé el calor húmedo, olvidé el jugo de naranja, olvidé la incomodidad de mi posición (y desde luego no imaginé la tortícolis violenta que me causaría). Acostado en la hamaca de Maya, me olvidé de mí mismo. Después trataría de recordar la última vez que había experimentado algo así, esa anulación sin miramientos del mundo real, ese secuestro absoluto de mi conciencia, y llegué a la conclusión de que nada similar me había pasado desde la niñez.

Pero ese razonamiento, ese esfuerzo, vendrían mucho más tarde, durante las horas que pasé hablando con Maya para llenar los vacíos que dejaban las cartas, para que ella me contara todo lo que las cartas no contaban sino apenas sugerían; todo lo que no revelaban, sino que escondían o callaban.

Eso sería después, como digo, esa conversación sólo pudo tener lugar después, cuando yo había pasado ya por los documentos y sus revelaciones. Allí, en la hamaca, mientras los leía, sentí otras cosas, algunas inexplicables y sobre todo una muy confusa: la incomodidad de saber que aquella historia en que no aparecía mi nombre hablaba de mí en cada una de sus líneas. Todo eso sentí, y al final todos los sentimientos se redujeron a una soledad tremenda, una soledad sin causa visible y por lo tanto sin remedio. La soledad de un niño.

La historia, según logré reconstruirla y según vive en mi memoria, comenzaba en agosto de 1969, ocho años después de que el presidente John Fitzgerald Kennedy firmara la creación de los Cuerpos de Paz, cuando, tras cinco semanas de entrenamiento en la Florida State University, Elaine Fritts, futura voluntaria con el número 139372, aterrizaba en Bogotá dispuesta a varios clichés: tener una experiencia enriquecedora, dejar su huella, poner su granito de arena.

El viaje no comenzaba demasiado bien, pues los ramalazos de viento que sacudieron su avión, un DC3 de Avianca, la obligaron a apagar su cigarrillo y hacer algo que no hacía desde los quince años: darse la bendición. (Pero fue una bendición rápida, apenas un dibujo descuidado en la cara sin maquillaje, en el pecho adornado con dos collares de cuentas de madera. Nadie la vio. Antes de partir, su abuela le había hablado de un avión de pasajeros que se había estrellado el año anterior al llegar a Bogotá desde Miami, y allí, mientras el suyo comenzaba el descenso al gris verdoso de las montañas, mientras salía de las nubes bajas en medio de golpes de aire y con las ventanillas marcadas por carreteras de lluvia gruesa, Elaine trató de recordar si en el avión accidentado habían muerto todos los pasajeros.

Se aferró a sus rodillas -en sus pantalones quedó la huella arrugada y sudorosa de sus manos- y cerró los ojos cuando el avión, con un estrépito de latas crujiendo, tocó tierra.

No dejó de parecerle milagroso haber sobrevivido al aterrizaje, y pensó que escribiría su primera carta a sus abuelos tan pronto se pudiera sentar frente a una mesa en su sitio de acogida. He llegado, estoy bien, la gente es muy amable. Hay mucho trabajo por hacer. Todo va a salir de maravilla.

La madre de Elaine había muerto en el parto, y ella había crecido al amparo de sus abuelos desde que su padre, en misión de reconocimiento cerca de Old Baldy, puso un pie sobre una mina antipersonas y volvió de Corea con la pierna derecha amputada hasta la cadera y perdido para la vida.

No había pasado un año de su regreso cuando salió a comprar cigarrillos y desapareció para siempre. No se volvió a saber de él. Elaine era una niña cuando eso sucedió, de manera que nunca notó realmente la ausencia, y sus abuelos se hicieron cargo de su educación y también de su felicidad con tanta prolijidad como cuando habían educado a sus propios hijos, pero con mucha más experiencia. Así que los adultos en la vida de Elaine fueron esas dos figuras de otros tiempos, y ella misma creció con nociones de responsabilidad que no eran las de los demás niños. A su abuelo, en reuniones sociales, le escuchaban opiniones que a Elaine la llenaban de orgullo y de tristeza al mismo tiempo: «Así me tendría que haber salido mi hija».

Cuando Elaine decidió suspender los estudios de Periodismo para involucrarse con los Cuerpos de Paz, el abuelo, que había hecho un luto de nueve meses tras el asesinato de Kennedy, fue el primero en apoyarla.

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