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John Connolly: El Libro De Las Cosas Perdidas

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John Connolly El Libro De Las Cosas Perdidas

El Libro De Las Cosas Perdidas: краткое содержание, описание и аннотация

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John Connolly, el aclamado autor irlandés de novela negra, sorprende agradablemente con la publicación de El libro de las cosas perdidas, una espeluznante y genial novela para el público juvenil y también adulto. En su dormitorio del desván, David, un niño de doce años, llora la muerte de su madre. Está enfadado y solo, con la única compañía de los libros de sus estantes. Pero los libros han empezado a susurrarle en la oscuridad, y, mientras se refugia en los mitos y los cuentos que su madre tanto amaba, descubre que el mundo real y el mundo imaginario han empezado a mezclarse. Mientras la guerra se extiende por Europa, David aterriza de golpe en una tierra que es producto de su imaginación, pero aterradoramente real… John Connolly nació en Dublín en 1968. Considerado como uno de los escritores de suspense más importantes de la actualidad, todas sus novelas se han convertido en best sellers según la lista de ventas del Sunday Times. Esta novela abre la colección avalado por magníficas críticas en la prensa internacional: The Times, The Independent, Daily Mail, Sunday Times…

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John Connolly El Libro De Las Cosas Perdidas Este libro está dedicado a una - фото 1

John Connolly

El Libro De Las Cosas Perdidas

Este libro está dedicado a una persona adulta, Jennifer Ridyard, y a Cameron y Alistair Ridyard, que serán adultos antes de lo que nos gustaría.

Porque en cada adulto mora el niño que fue, y en cada niño espera el adulto que será.

Encuentro un significado más profundo en los cuentos de mi infancia que en las verdades que enseña la vida.

Friedrich Schiller (1759-1805)

Todo lo que puedas imaginar es real.

Pablo Picasso (1881-1973)

I. Sobre todo lo que se encontró y todo lo que se perdió

El Libro De Las Cosas Perdidas - изображение 2

Érase una vez, porque así es como deberían empezar todas las historias, un niño que perdió a su madre.

En realidad, llevaba ya mucho tiempo perdiéndola, puesto que la enfermedad que la estaba matando era un enemigo sigiloso y cobarde que se la comía por dentro, que consumía lentamente su luz interior, de modo que perdía el brillo de los ojos con cada día que pasaba y tenía la piel cada vez más pálida.

A medida que la enfermedad se la iba robando poco apoco, el miedo del niño a perderla del todo crecía en consonancia. Quería que se quedara. No tenía hermanos ni hermanas y, aunque amaba a su padre, sería justo reconocer que amaba más a su madre y no soportaba la idea de vivir sin ella.

El niño, que se llamaba David, hizo todo lo que pudo por mantenerla viva. Rezó. Intentó ser bueno, para que ella no tuviera que ser castigada por los errores que cometía él. Caminaba de puntillas por la casa procurando no hacer ruido, y bajaba la voz cuando jugaba a la guerra con sus soldaditos de plomo. Se inventó una rutina e intentó ceñirse a ella todo lo posible, porque, en parte, creía que el destino de su madre estaba unido a las acciones que él realizaba. Siempre se levantaba de la cama poniendo primero el pie izquierdo en el suelo y después el derecho. Siempre contaba hasta veinte cuando se cepillaba los dientes y siempre paraba al terminar la cuenta. Siempre tocaba los grifos del cuarto de baño y los pomos de las puertas un número concreto de veces: los números impares eran malos, pero los pares estaban bien; dos, cuatro y ocho eran los mejores, aunque no le gustaba el seis, porque el seis era dos veces tres, tres era la segunda parte de trece, y trece era un número realmente malo.

Si se golpeaba la cabeza contra algo, lo hacía de nuevo para que el número de veces fuera par, y, a veces, lo hacía una y otra vez, porque su cabeza parecía rebotar en la pared y arruinarle la cuenta o el pelo rozaba la superficie cuando no debía, hasta que la cabeza le dolía del esfuerzo, y se sentía mareado y enfermo. Durante todo un año, en la peor época de la enfermedad de su madre, lo primero que hacía por la mañana era llevar ciertos objetos del dormitorio a la cocina, y lo último que hacía por la noche era devolverlos al dormitorio: se trataba de un pequeño ejemplar de los cuentos escogidos de Grimm y un tebeo Magnet manoseado. El libro tenía que estar perfectamente colocado en el centro del tebeo, y los bordes de ambos debían estar alineados en la esquina de la alfombra de su dormitorio por la noche, o en el asiento de su silla favorita de la cocina por la mañana. De esta forma, David contribuía a la supervivencia de su madre.

Todos los días después del colegio se sentaba junto a ella en la cama y, si la mujer se sentía con fuerzas, hablaban un rato. Sin embargo, otras veces se limitaba a verla dormir mientras contaba cada fatigoso resuello de la enferma y deseaba que se quedase con él. A menudo se llevaba un libro, y su madre, si estaba despierta y no le dolía mucho la cabeza, le pedía que se lo leyera en voz alta. Ella tenía sus propios libros, novelas de amor y misterio, y gordos tomos de tapas negras con letras diminutas, pero prefería que él le leyese historias mucho más antiguas: mitos, leyendas y cuentos de hadas, relatos de castillos, hazañas y peligrosos animales parlantes. A David no le parecía mal porque, aunque a sus doce años ya no era tan crío, seguía teniéndoles cariño a aquellos cuentos, y el hecho de que a su madre le gustase oírselos leer no hacía más que aumentar su amor por ellos.

Antes de caer enferma, la madre de David solía decirle que las historias estaban vivas, aunque no de la misma forma que las personas, ni siquiera como los perros o los gatos. Las personas estaban vivas independientemente de que les hicieras caso o no, mientras que los perros preferían llamarte la atención si decidían que no les prestabas la suficiente. Por otro lado, a los gatos se les daba muy bien fingir que las personas no existían cuando eso les convenía, pero aquello era otro tema muy distinto.

Sin embargo, las historias eran diferentes: cobraban vida al contarlas. Sin una voz humana que las leyera en voz alta o un par de ojos bien abiertos que las siguieran a la luz de una linterna bajo la manta, no tenían una existencia real en nuestro mundo. Eran como semillas en el pico de un pájaro, esperando caer en la tierra, o como las notas de una canción escrita en una partitura, deseando que un instrumento las convirtiese en música. Yacían dormidas, a la espera de una oportunidad para despertarse. Cuando una persona empezaba a leerlas, podían empezar a cambiar, podían echar raíces en la imaginación y transformar al lector. La madre de David le susurraba al oído que las historias querían que alguien las leyese, que lo necesitaban, porque era lo que las hacía salir de su mundo para entrar en el nuestro: querían que les diésemos vida.

Éstas eran las cosas que la madre de David le contaba antes de que la enfermedad se hiciese con ella. A menudo tenía un libro en la mano mientras hablaba, y acariciaba con cariño la cubierta, como acariciaba a veces el rostro de David o el de su padre cuando uno de ellos hacía o decía algo que le hacía recordar lo mucho que lo quería. El sonido de la voz de su madre era como una canción para David, una que revelaba constantemente nuevas improvisaciones o sutilezas previamente ocultas. Conforme crecía y la música ganaba importancia en su vida (aunque nunca tanta como los libros), empezó a pensar que la voz de su madre era menos como una canción y más como una especie de sinfonía, capaz de infinitas variaciones sobre los mismos temas y melodías, que cambiaban según su humor y su capricho.

Con el paso de los años, la lectura se convirtió en una experiencia más solitaria para David, hasta que la enfermedad de su madre los devolvió a ambos a su primera infancia, pero con los papeles invertidos. Sin embargo, antes de ponerse enferma, el niño a menudo entraba en la habitación en la que ella leía, la saludaba con una sonrisa siempre correspondida y se sentaba cerca para sumergirse en su propio libro, de modo que, aunque ambos estaban perdidos en mundos distintos, los dos compartían el mismo espacio y tiempo. Al mirarla mientras leía, David sabía si la historia que contaba el libro estaba viviendo dentro de su madre, y recordaba de nuevo todo lo que ella le había contado sobre las historias y los cuentos, sobre el poder que tenían sobre nosotros, y que nosotros, de igual modo, teníamos sobre ellos.

David nunca olvidaría el día en que murió su madre. Estaba en el colegio, aprendiendo (o no aprendiendo) cómo analizar un poema, con la mente llena de dáctilos y pentámetros que, más que versos, parecían nombres de extraños dinosaurios que habitaran una tierra prehistórica.

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