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John Connolly: El Libro De Las Cosas Perdidas

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John Connolly El Libro De Las Cosas Perdidas

El Libro De Las Cosas Perdidas: краткое содержание, описание и аннотация

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John Connolly, el aclamado autor irlandés de novela negra, sorprende agradablemente con la publicación de El libro de las cosas perdidas, una espeluznante y genial novela para el público juvenil y también adulto. En su dormitorio del desván, David, un niño de doce años, llora la muerte de su madre. Está enfadado y solo, con la única compañía de los libros de sus estantes. Pero los libros han empezado a susurrarle en la oscuridad, y, mientras se refugia en los mitos y los cuentos que su madre tanto amaba, descubre que el mundo real y el mundo imaginario han empezado a mezclarse. Mientras la guerra se extiende por Europa, David aterriza de golpe en una tierra que es producto de su imaginación, pero aterradoramente real… John Connolly nació en Dublín en 1968. Considerado como uno de los escritores de suspense más importantes de la actualidad, todas sus novelas se han convertido en best sellers según la lista de ventas del Sunday Times. Esta novela abre la colección avalado por magníficas críticas en la prensa internacional: The Times, The Independent, Daily Mail, Sunday Times…

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Los globos tenían la forma de bombas enormes, y el padre de David decía que resultaba irónico. David le preguntó que qué quería decir, y él respondió que le resultaba gracioso que algo que estaba destinado a proteger la ciudad de las bombas tuviese también forma de bomba. David asintió, suponiendo que era extraño. Pensó en los hombres de los bombarderos alemanes, los pilotos que intentaban esquivar el fuego antiaéreo, y los hombres que se agachaban junto al visor mientras la ciudad pasaba bajo sus pies. Se preguntó si alguna vez pensaban en la gente de las casas y fábricas antes de soltar las bombas. Desde mucha altura, Londres debía de parecer una maqueta, con casitas de juguete y árboles en miniatura en calles diminutas; quizás era la única forma de poder soltar las bombas: fingir que no era real, que nadie ardería y moriría cuando explotasen.

David intentó imaginarse en un bombardero, en uno británico, quizás un Wellington o un Whitley, volando sobre una ciudad alemana, con las bombas listas. ¿Sería capaz de soltar la carga? Al fin y al cabo, era una guerra, y los alemanes eran malos, todo el mundo lo sabía. Ellos lo habían empezado, y era como una pelea en el patio del colegio: si la empezabas, la culpa era tuya y no podías quejarte por lo que había pasado después. David pensó que sería, capaz de soltar las bombas, pero que no pensaría en la posibilidad de que hubiese personas debajo. Serían sólo fábricas y astilleros, formas en la oscuridad, y todos los empleados estarían a salvo en sus camas cuando cayesen las bombas y sus lugares de trabajo volasen hechos pedazos.

Entonces, se le ocurrió algo.

– Papá, si los alemanes no pueden apuntar bien por los globos, sus bombas podrían caer en cualquier parte, ¿verdad? Quiero decir que intentarán apuntar a las fábricas, ¿verdad? Pero no podrán, así que soltarán las bombas sin más y esperarán que caigan en un buen sitio. No se van a volver a casa y dejarlo para otra noche sólo por los globos.

El padre de David no respondió durante unos momentos.

– Creo que no les importa -dijo al fin-. Quieren que la gente pierda los ánimos y la esperanza. Si de camino hacen volar fábricas de aviones o astilleros, mucho mejor. Así es como funcionan algunos matones: te ablandan antes de darte el golpe de gracia. -Entonces, suspiró-. Tenemos que hablar de algo, David, de algo importante.

Acababan de salir de otra sesión con el doctor Moberley, y el médico le había preguntado de nuevo si echaba de menos a su madre. Pues claro que la echaba de menos, era una pregunta estúpida; la echaba de menos y estaba triste por esa razón, no necesitaba a un médico para que le dijese eso. En cualquier caso, la mayor parte del tiempo le costaba entender lo que decía el doctor Moberley, en parte porque el médico usaba palabras que David no entendía, pero, sobre todo, porque su voz quedaba prácticamente ahogada por los murmullos de los libros de sus estanterías.

David cada vez oía mejor los sonidos de los libros. Sabía que el doctor Moberley no podía oírlos como él, o, de lo contrario, no podría trabajar en aquella consulta sin volverse loco. A veces, cuando el médico le hacía una pregunta que los libros aprobaban, todos decían al unísono «mmm», como un coro de voces masculinas practicando una sola nota. Si decía algo que no aprobaban, murmuraban insultos.

– ¡Payaso!

– ¡Charlatán!

– ¡Tonterías!

– Este hombre es idiota.

Un libro que tenía grabado en la cubierta el nombre de Jung en letras doradas se enfadó tanto que se cayó de la estantería y aterrizó en la moqueta, echando humo. El doctor Moberley pareció bastante sorprendido, y David estuvo tentado de contarle lo que el libro decía, pero no creía que fuese buena idea explicarle al médico que podía oír cómo hablaban los libros. David sabía que había gente a la que «ingresaban» porque «estaban mal de la cabeza», y no quería acabar así. De todos modos, tampoco los oía todo el rato, sino sólo cuando estaba preocupado o enfadado. Intentaba mantener la calma, pensar en cosas buenas siempre que podía, pero, a veces, era difícil, sobre todo cuando estaba con el doctor Moberley o con Rose.

En aquel momento estaba sentado junto al río, y todo su mundo iba a cambiar otra vez.

– Vas a tener un hermanito o una hermanita -le dijo su padre-. Rose va a tener un bebé.

David dejó de comer patatas fritas, porque le sabían mal. Sintió que la presión aumentaba dentro de su cabeza, y, por un momento, creyó que se caería del banco y sufriría otro ataque, pero, de algún modo, consiguió mantenerse derecho.

– ¿Te vas a casar con Rose? -preguntó.

– Eso espero -contestó su padre.

David le había oído discutir el tema con Rose la semana anterior, cuando ella los había visitado y se suponía que David estaba en la cama. Lo cierto era que estaba sentado en las escaleras, escuchando su conversación. A veces lo hacía, aunque siempre se iba a la cama cuando acababa la charla y oía el ruido de un beso, o a Rose riendo en tono bajo y gutural. La última vez que los había escuchado, Rose hablaba sobre la «gente» y sobre lo que esa «gente» decía. No le gustaba lo que decía. Y entonces surgió el tema del matrimonio, pero David no oyó más, porque su padre salió del dormitorio para poner agua a hervir, y el niño a duras penas evitó ser visto. Creyó que su padre sospechaba algo, porque entró en el cuarto de David un momento después, pero él cerró los ojos y fingió estar dormido. Aunque aquello pareció dejar satisfecho a su padre, David estaba demasiado nervioso para volver a las escaleras.

– Sólo quiero que sepas una cosa, David -le decía su padre-. Te quiero, y eso no cambiará nunca, da igual con quién compartamos nuestra vida. También quería a tu madre y siempre la querré, pero estar con Rose me ha ayudado mucho estos últimos meses. Es una buena persona, David, y te aprecia. Intenta darle una oportunidad, ¿vale?

David no contestó, sino que tragó saliva con dificultad. Siempre había querido un hermano, pero no así: quería que fuese con su madre y su padre. Aquello no estaba bien, porque, en realidad, no sería su hermano si salía de Rose. No era lo mismo.

– Bueno -dijo su padre, rodeándole los hombros con el brazo-, ¿tienes algo que decir?

– Me gustaría volver a casa ya -respondió David.

Su padre mantuvo el brazo donde estaba un par de segundos más y luego lo dejó caer. Pareció hundirse un poco, como si alguien lo hubiese dejado momentáneamente sin aliento.

– Vale -respondió con voz triste-, vámonos a casa.

Seis meses después, Rose dio a luz a un niño, y David y su padre dejaron la casa en la que David había crecido para irse a vivir con Rose y el nuevo hermanastro, Georgie. Rose vivía en una gran casa antigua de tres plantas al noroeste de Londres, con grandes jardines en la parte delantera y en la parte trasera, y un bosque alrededor. La casa pertenecía a su familia desde hacía varias generaciones, según el padre de David, y era al menos tres veces más grande que la de ellos. Al principio, el niño no quería mudarse, pero su padre le había explicado amablemente las razones: estaba cerca de su nuevo lugar de trabajo, y, a causa de la guerra, iba a tener que pasar cada vez más tiempo allí; si vivían más cerca, podría ver más a menudo a David y, quizás, iría a casa a comer alguna que otra vez. Su padre también le contó que la ciudad iba a ser más peligrosa y que allí estarían un poco más seguros. Los aviones alemanes estaban de camino, y, aunque el padre de David estaba seguro de que al final vencerían a Hitler, las cosas se iban a poner mucho peor antes de mejorar.

David no sabía muy bien lo que hacía su padre para ganarse la vida. Sabía que se le daban bien las matemáticas y que había sido profesor en una gran universidad hasta hacía poco, pero la había dejado para trabajar con el gobierno en una vieja casa de campo en las afueras de la ciudad. Había barracones del ejército cerca, y unos soldados controlaban las puertas que llevaban a la casa y patrullaban el recinto. Normalmente, cuando David le preguntaba a su padre por el trabajo, el hombre se limitaba a decirle que tenía que ver con comprobar cifras para el gobierno, pero, el día que finalmente se mudaron a casa de Rose, creyó que le debía algo más.

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