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John Connolly: El Libro De Las Cosas Perdidas

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John Connolly El Libro De Las Cosas Perdidas

El Libro De Las Cosas Perdidas: краткое содержание, описание и аннотация

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John Connolly, el aclamado autor irlandés de novela negra, sorprende agradablemente con la publicación de El libro de las cosas perdidas, una espeluznante y genial novela para el público juvenil y también adulto. En su dormitorio del desván, David, un niño de doce años, llora la muerte de su madre. Está enfadado y solo, con la única compañía de los libros de sus estantes. Pero los libros han empezado a susurrarle en la oscuridad, y, mientras se refugia en los mitos y los cuentos que su madre tanto amaba, descubre que el mundo real y el mundo imaginario han empezado a mezclarse. Mientras la guerra se extiende por Europa, David aterriza de golpe en una tierra que es producto de su imaginación, pero aterradoramente real… John Connolly nació en Dublín en 1968. Considerado como uno de los escritores de suspense más importantes de la actualidad, todas sus novelas se han convertido en best sellers según la lista de ventas del Sunday Times. Esta novela abre la colección avalado por magníficas críticas en la prensa internacional: The Times, The Independent, Daily Mail, Sunday Times…

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La madre de David decía que las historias de los libros odiaban a las de los periódicos. Las historias de los periódicos eran como peces recién pescados, merecedores de atención siempre que permaneciesen frescos, lo que no ocurría durante mucho tiempo. Eran como los golfillos que pregonaban las ediciones de la noche, gritones e insistentes, mientras que las historias, las de verdad, las historias inventadas, eran como bibliotecarios severos y serviciales en una biblioteca bien surtida. Las historias de los periódicos eran tan insustanciales como el humo, tan longevas como las libélulas; no echaban raíces, sino que eran como las semillas que se arrastran por el suelo, robando la luz del sol a los cuentos más dignos. La mente del padre de David estaba siempre ocupada por voces agudas y competitivas que se silenciaban en cuanto les concedía su atención, sólo para ser sustituidas por el clamor de otras. Todo eso solía susurrarle su madre con una sonrisa, mientras su padre fruncía el ceño y mordía la pipa, consciente de que estaban hablando de él, pero en absoluto dispuesto a darles el placer de saber que lo estaban irritando.

Por tanto, David fue el encargado de salvaguardar los libros de su madre, y los añadió a los que le habían comprado a él. Estos últimos eran cuentos de caballeros y soldados, de dragones y bestias marinas, cuentos populares y cuentos de hadas, porque aquéllas eran las historias que a su madre le gustaban de pequeña, y que él, a su vez, le había leído cuando la enfermedad fue haciéndose con ella, reduciéndole la voz a un suspiro y la respiración al rasguño de una lija vieja sobre madera podrida, hasta que, por fin, el esfuerzo había sido demasiado para ella y dejó de respirar. Después de su muerte, el niño intentó evitar aquellas viejas historias porque estaban demasiado ligadas a su madre para poder disfrutar de ellas, pero no se dejaban rechazar tan fácilmente y empezaron a llamarlo. Parecían reconocer en él, o eso creía el niño, algo curioso y fértil. David las oyó hablar: primero en voz bajita, pero después en voz más alta y autoritaria.

Estas historias eran muy antiguas, tanto como los seres humanos, y habían sobrevivido gracias a su enorme poder. Se trataba de cuentos cuyos ecos permanecían en la cabeza mucho después de que los libros que los contenían fuesen desechados. Eran tanto una forma de escapar de la realidad como una realidad alternativa en sí mismos; eran tan viejos y extraños que habían encontrado un tipo de existencia independiente de las páginas que ocupaban. El mundo de los cuentos antiguos existía de forma paralela al nuestro, como la madre de David le había explicado una vez, pero, a veces, el muro que separaba ambos mundos se volvía tan delgado y quebradizo que los dos empezaban a mezclarse.

Fue entonces cuando empezaron los problemas.

Fue entonces cuando vinieron las cosas malas.

Fue entonces cuando el Hombre Torcido empezó a visitar a David.

II. Sobre Rose, el doctor Moberley la importancia de los detalles

El Libro De Las Cosas Perdidas - изображение 3

Era muy extraño pero, poco después de la muerte de su madre, David recordaba haber experimentado una sensación semejante al alivio. No había otra forma de describirlo, y era algo que hacía que David se sintiese mal. Su madre ya no estaba y no volvería jamás, le daba igual lo que el cura había dicho en su sermón: que estaba en un lugar mejor y más feliz, y que el dolor ya se había terminado. No ayudaba que le hubiese dicho a David que su madre siempre estaría con él, aunque no la viera, porque una madre invisible no podía ir de paseo con él en las tardes de verano, sacando los nombres de árboles y flores de sus aparentemente infinitos conocimientos sobre la naturaleza; ni tampoco podía ayudarlo con los deberes, mientras olía su familiar perfume al inclinarse sobre él para corregir una falta de ortografía o preguntarse por el significado de un poema desconocido; ni leer con él en las frías tardes de domingo, cuando el fuego ardía en la chimenea, la lluvia golpeaba las ventanas y el techo y la habitación se llenaba del olor a madera quemada y bollos.

Pero, entonces, David recordó que, en los últimos meses, su madre no había sido capaz de hacer ninguna de aquellas cosas. Las medicinas que le daban los médicos la dejaban atontada y enferma, así que no podía concentrarse, ni siquiera en las tareas más sencillas, y, desde luego, no podía salir a dar largos paseos. A veces, ya cerca del final, David ni siquiera estaba seguro de que su madre pudiera reconocerlo. Empezó a oler raro: no mal, sino raro, como la ropa vieja que lleva mucho tiempo sin usarse. Durante la noche, la mujer a veces gritaba de dolor y el padre de David la abrazaba e intentaba consolarla. Cuando se ponía muy mal, tenían que llamar al médico, y, al final, estaba demasiado enferma para quedarse en su cuarto, así que vino una ambulancia para llevársela a un hospital que no era exactamente un hospital, porque nadie parecía ponerse bien y nadie volvía nunca a casa, sino que cada vez hablaban menos y menos, hasta que sólo quedaban silencio y camas vacías.

El hospital que no era del todo un hospital estaba muy lejos de su casa, pero el padre de David la visitaba cada dos noches después de volver del trabajo y cenar los dos juntos. El niño iba con él en su viejo Ford al menos dos veces a la semana, aunque el viaje de ida y vuelta lo dejaba con poco tiempo después de terminar los deberes y comerse la cena También dejaba a su padre muy cansado, y David se preguntó donde encontraba la energía para levantarse cada mañana prepararle el desayuno, ver cómo se iba al colegio antes de irse a trabajar, volver a casa, preparar el té, ayudarle con los deberes que le resultaran difíciles, visitar a su esposa, regresar a casa, darle un beso de buenas noches y leer el periódico durante una hora antes de acostarse.

En una ocasión, el niño se despertó de noche con la boca muy seca y bajó las escaleras para beberse un vaso de agua en la cocina. Oyó ronquidos en la salita y vio que su padre se había quedado dormido en el sillón, con las hojas del periódico desperdigadas por encima y la cabeza colgando a un lado. Eran las tres de la mañana. David no sabía bien qué hacer, pero, al final, había despertado a su padre, porque recordaba que una vez él se había quedado dormido en el tren durante un viaje largo, y el cuello le había dolido durante varios días. Su padre pareció un poco sorprendido y un poquito enfadado por la interrupción de su sueño, pero se levantó del sillón y subió a su cuarto a dormir. En cualquier caso, David estaba seguro de que no era la primera vez que se quedaba dormido así, completamente vestido y bastante lejos de la cama.

Así que la muerte de la madre de David significaba que ya no habría más dolor para ella, pero también que no habría más visitas al gran edificio amarillo en el que la gente se marchitaba hasta morir, ni más noches en el sillón, ni más cenas a toda prisa. En vez de todo aquello, llegó ese silencio que suele aparecer cuando alguien se lleva un reloj para repararlo, y, al cabo de un tiempo, te das cuenta de su ausencia, porque su tictac delicado y tranquilizador ya no está y lo echas de menos.

Pero el sentimiento de alivio desapareció al cabo de pocos días, y después David se sintió culpable por haberse alegrado de que ya no tuvieran que hacer todas las cosas que les exigía la enfermedad de su madre; en los meses siguientes, la culpabilidad no desapareció, sino que empeoró cada vez más, tanto que David empezó a desear que su madre siguiera en el hospital. De seguir allí, la habría visitado todos los días, aunque significara despertarse antes por las mañanas para hacer los deberes, porque no podía soportar pensar en una vida sin ella.

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