Juan Vásquez - El Ruido de las Cosas al Caer

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El ruido de las cosas al caer ha sido calificado como "un negro balance de una época de terror y violencia", en una capital colombiana "descrita como un territorio literario lleno de significaciones". El novelista se vale de los recuerdos y peripecias de Antonio Yammara, empezando por la "exótica fuga y posterior caza de un hipopótamo, último vestigio del imposible zoológico con el que Pablo Escobar exhibía su poder". Al dubitativo Yammara se suma la figura de Ricardo Laverde, un antiguo aviador de tintes faulknerianos que ha pasado 20 años en la cárcel y que, en cierto sentido, representa a la generación de los padres del protagonista.

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«De todo menos desconocido», dijo Dale Cartwright. «Ya se sabe dónde está, lo que pasa es que no han querido que la cosa se vuelva noticia.»

«¿Quiénes no han querido?»

«La Embajada. El CEUCA.»

«¿Y por qué? ¿Dónde está?»

Dale Cartwright miró a ambos lados y hundió la cabeza.

«Se fue al monte», dijo casi en susurros. «Va a hacer la revolución, parece. En fin, eso no es importante. Lo importante es que su cuarto quedó libre.»

«¿El cuarto?», dijo Elaine. «¿Ese cuarto?»

«Ese cuarto, sí. El mismo que es la envidia de toda la clase. Y pensé que tal vez a ti te gustaría quedarte con él. Ya sabes, vivir a diez minutos del CEUCA, ducharte con agua caliente.»

Elaine se quedó pensando.

«Yo no vine aquí para tener comodidades», dijo al fin.

«Ducharte con agua caliente», repitió Dale. «No tener que moverte como un quarterback para bajar del bus.»

«Pero es que la familia», dijo Elaine.

«¿Qué pasa con la familia?»

«Les pagan setecientos cincuenta pesos por alojarme», dijo Elaine. «Es la tercera parte de lo que ganan.»

«Y eso qué tiene que ver.»

«Pues que no quiero quitarles la plata.»

«Pero quién te crees que eres, Elaine Fritts», dijo Dale con un suspiro teatral. «Te crees única e irrepetible, qué barbaridad. Elaine querida, hoy mismo llegaron quince voluntarios más a Bogotá. Hay otro vuelo de Nueva York el sábado. En todo el país son cientos, tal vez miles, los gringos como tú y como yo, y muchos de ellos van a venir a trabajar en Bogotá. Créeme, tu cuarto se va a llenar antes de que hayas empacado la maleta.»

Elaine tomó un trago de cerveza.

Tiempo después, cuando ya había ocurrido todo, recordaría esa cerveza, el ambiente sombrío de la tienda, el reflejo de la tarde que ya se acababa en los cristales del mostrador de aluminio. Ahí comenzó todo, pensaría. Pero en ese momento, ante el ofrecimiento transparente de Dale Cartwright, hizo una ecuación rápida en su cabeza. Sonrió.

«Y cómo sabes que yo hago movimientos de quarterback», dijo al fin.

«Todo se sabe en los Cuerpos de Paz, mi querida», dijo él. «Todo se sabe.»

Y así fue como tres días más tarde Elaine Fritts hacía por última vez el trayecto desde el Hipódromo, pero esta vez cargada de maletas. Le habría gustado que la familia se entristeciera un poco, no lo podía negar, le habría gustado un abrazo sentido, quizás un regalo de despedida como el que ella les había dado, una cajita de música que empezaba a escupir las notas de El golpe cuando uno la abría.

No hubo nada de eso: le pidieron la llave y la acompañaron a la puerta, más por desconfianza que por cortesía. El padre salió de prisa, de manera que fue la madre sola, una mujer que llenaba con su figura el vano de la puerta, quien la vio bajar las escaleras y ganar la calle, sin ofrecerse nunca a ayudarla con las maletas.

En ese instante apareció el niñito (era hijo único, llevaba la camisa por fuera del pantalón y en la mano un camión de madera pintada de azul y rojo), y preguntó algo que no se entendió bien. Lo último que Elaine escuchó antes de darse la vuelta fue la respuesta de su anfitriona.

«Se va, mijito, se va para una casa de ricos», dijo la mujer. «Gringa desagradecida.»

Una casa de ricos. No era cierto, porque los ricos no recibían a voluntarios de los Cuerpos de Paz, pero en ese momento Elaine no tenía los argumentos para embarcarse en un debate sobre la economía de su segunda familia. La nueva casa de acogida, había que confesarlo, tenía lujos que a Elaine le hubieran parecido inimaginables unas semanas atrás: era una cómoda construcción de la avenida Caracas, de fachada estrecha pero muy profunda, con un pequeño jardín en el fondo y un árbol frutal en una esquina del jardín, junto a un muro tejado. La fachada era blanca, los marcos de las ventanas de madera pintada de verde, y para entrar había que abrir una verja de hierro que separaba el antejardín de la acera pública y que soltaba un chillido animal cada vez que alguien llegaba. La puerta principal daba a un corredor penumbroso pero amable. A la izquierda del corredor se abría la doble puerta cristalera de la sala, y más adelante estaba la del comedor, y más adelante el corredor bordeaba el angosto patio interior donde crecían los geranios en macetas colgantes; a la derecha, tan pronto uno entraba, comenzaban a subir las escaleras.

Elaine entendió todo al echarle una mirada a los peldaños de madera: la alfombra roja había sido fina, pero ya estaba gastada por el uso (en ciertos escalones comenzaban a ser visibles las hilachas grises del tejido profundo); las traviesas de cobre que mantenían la alfombra pegada a los escalones se habían soltado de sus anillos, o bien los anillos se habían soltado del suelo de madera, y a veces, cuando uno subía de prisa, sentía un resbalón y el tintineo breve de los metales sueltos.

La escalera, para Elaine, fue como un memorando o un testigo de lo que esta familia había sido y ya no era.

«Una buena familia venida a menos», había dicho el funcionario de la Embajada cuando Elaine fue a hacer el papeleo para el traslado.

Venida a menos: Elaine pensó mucho en esas palabras, intentó traducirlas literalmente, fracasó en el intento. Sólo al fijarse en la alfombra de las escaleras lo comprendió, pero lo comprendió instintivamente, sin organizado en frases coherentes, sin hacerse en la cabeza un diagnóstico científico.

Con el tiempo todo cobraría sentido, porque Elaine había visto casos similares varias veces en la vida: familias de buen pasado que un día se dan cuenta de que el pasado no da dinero.

La familia se llamaba Laverde. La madre era una mujer de cejas depiladas y ojos tristes cuyo abundante pelo rojo -un exotismo en este país, o bien un producto de tintes- estaba fijo eternamente en un tocado perfecto y oloroso a laca recién puesta.

Doña Gloria era un ama de casa sin delantal: Elaine nunca la vio empuñar un plumero, y sin embargo en los tocadores, en las mesas de noche, en los ceniceros de porcelana, no había rastro del polvo amarillo que se respiraba al salir a la calle: todo cuidado con la obsesión que sólo tienen quienes dependen de las apariencias.

Don Julio, el padre, tenía la cara marcada por una cicatriz, no recta y delgada como la que hubiera dejado un corte, sino extendida y asimétrica (Elaine pensó, equivocadamente, en una enfermedad de la piel). En realidad no era sólo la mejilla: el daño se extendía hacia abajo desde la línea de la barba, era como una mancha que le resbalara por el maxilar y le bañara el cuello, y era muy difícil no fijar la mirada en ella.

Don Julio era actuario de profesión, y una de las primeras conversaciones en el comedor, bajo la luz azulada de la lámpara de araña, estuvo dedicada a hablarle a la huésped de seguros y probabilidades y estadísticas.

«¿Cómo sabe usted qué seguro de vida debe pagar un hombre?», decía el padre.

«A las aseguradoras les interesa saber esas cosas, claro, no es justo que un treintañero de buena salud pague lo mismo que un anciano con dos infartos encima.

Ahí entro yo, señorita Fritts: a mirar el futuro. Yo soy el que dice cuándo morirá este hombre, cuándo morirá aquél, o qué probabilidad hay de que este carro se estrelle en estas carreteras. Yo trabajo con el futuro, señorita Fritts, soy el que sabe lo que va a pasar. Es una cuestión de números: en los números está el futuro. Los números nos dicen todo. Los números me dicen, por ejemplo, si el mundo contempla que yo muera antes de los cincuenta. ¿Y usted, señorita Fritts, sabe cuándo va a morir? Yo puedo decírselo. Si me da tiempo, lápiz y papel y un margen de error, yo puedo decirle cuándo es más probable que usted muera, y cómo. Estas sociedades nuestras están obsesionadas con el pasado. Pero a ustedes los gringos el pasado no les interesa, ustedes miran para adelante, sólo les interesa el futuro. Lo han entendido mejor que nosotros, mejor que los europeos: en el futuro es donde hay que poner los ojos. Pues eso hago yo, señorita Fritts: yo me gano la vida poniendo los ojos en el futuro, yo sostengo a mi familia diciéndole a la gente lo que va a pasar. Hoy esa gente son las aseguradoras, claro, pero el día de mañana habrá otras personas interesadas en este talento, es imposible que no. En Estados Unidos lo entienden mejor que nadie. Por eso van ustedes adelante, señorita Fritts, y por eso vamos nosotros tan atrás. Dígame si le parece que estoy equivocado.»

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