Se lavó en el bidet, se miró al espejo y sonrió, apagó la luz del baño antes de salir, y al volver a su cama a oscuras, caminando despacio para no tropezar, se encontró con que Ricardo no se había ido, sino que había vuelto a tender la cama y la esperaba allí, acostado de medio lado, la cabeza apoyada en una mano como cualquier galán de cualquier pésima película de Hollywood.
«Quiero dormir sola», dijo Elaine.
«Yo no quiero dormir, quiero hablar», dijo él.
«Okay», dijo ella. «¿Y de qué hablamos?»
«De lo que quiera, Elena Fritts. Usted ponga el tema y yo la sigo.»
Hablaron de todo menos de ellos mismos. Estaban desnudos, Ricardo dejaba que su mano se paseara por el vientre de Elaine, que sus dedos peinaran sus vellos lacios, y hablaban de intenciones y proyectos, convencidos, como sólo pueden estarlo los amantes nuevos, de que decir lo que uno quiere es lo mismo que decir quién es. Elaine hablaba de su misión en el mundo, de la juventud como arma de progreso, de la obligación de enfrentarse a los poderes terrenales. Y le hacía preguntas a Ricardo: ¿Le gustaba ser colombiano? ¿Le gustaría vivir en otra parte del mundo? ¿También odiaba a los Estados Unidos? ¿Había leído a los Nuevos Periodistas? Pero fueron necesarios otros siete polvos a lo largo de las dos semanas siguientes para que Elaine se atreviera a hacer la pregunta que la había intrigado desde el primer día:
«¿Qué le pasó a su papá en la cara?».
«Qué prudente es la señorita», dijo Ricardo. «Nunca nadie se había demorado tanto en preguntarme lo mismo.»
Estaban subiendo en teleférico a Monserrate cuando Elaine hizo la pregunta: Ricardo la había esperado a la salida del CEUCA y le había dicho que era tiempo de hacer turismo, que uno no podía venir a Colombia sólo a trabajar, que dejara de comportarse como una protestante, por amor de Dios. Y ahora Elaine se agarraba de Ricardo (pegaba la cabeza a su pecho, cerraba las manos sobre los parches de sus codos) cada vez que pasaba una ráfaga de viento y la cabina se sacudía en su cable y los turistas soltaban un grito unánime. Y a lo largo de la tarde, suspendidos sobre el vacío o sentados en las bancas de la iglesia, dando vueltas en redondo en los jardines del santuario o viendo a Bogotá desde tres mil metros de altura, Elaine comenzó a escuchar la historia de una exhibición aérea en un año tan remoto como 1938, escuchó hablar de pilotos y de acrobacias y de un accidente y el medio centenar de muertos que el accidente dejó. Y al despertar a la mañana siguiente un paquete la esperaba junto a su desayuno recién servido. Elaine rasgó el papel de regalo y encontró una revista en español con un marcapáginas de cuero metido entre las páginas. Alcanzó a pensar que era el marcapáginas el regalo, pero entonces abrió la revista y vio el apellido de los anfitriones y una nota de Ricardo: «Para que entienda».
Elaine se dedicó a entender. Hizo preguntas y Ricardo las contestó. La cara quemada de su padre, explicó Ricardo a lo largo de varias conversaciones, ese mapa de piel de un color más oscuro y rugoso y áspero como el desierto de Villa de Leyva, había formado parte del paisaje que lo rodeó toda la vida; pero ni siquiera de niño, cuando uno lo pregunta todo y nada se da por asumido, se interesó Laverde por las causas de lo que veía, la diferencia entre la cara de su padre y la de los demás.
Aunque era posible también (decía Laverde) que su familia no le hubiera dado ni siquiera tiempo de sentir esa curiosidad, pues el relato del accidente de Santa Ana había flotado entre ellos desde entonces sin evaporarse nunca, repitiéndose siempre en las circunstancias más diversas y gracias a los más diversos narradores, y Laverde recordaba versiones escuchadas en novenas de Navidad, versiones de viernes en salón de té y otras de domingo en estadio de fútbol, versiones de camino a la cama antes de dormir y otras de camino al colegio en las mañanas.
Se hablaba del accidente, sí, y se hacía en todos los tonos y con todas las intenciones, para demostrar que los aviones eran cosas peligrosas e impredecibles como un perro con rabia (según su padre), o que los aviones eran como los dioses griegos, siempre ponían a cada uno en su lugar y no toleraban la arrogancia de los hombres (según su abuelo). Y muchos años después también él, Ricardo Laverde, contaría el accidente, lo adornaría o adulteraría hasta darse cuenta de que eso no era necesario.
En el colegio, por ejemplo, contar los orígenes de la cara quemada de su padre era la mejor forma de captar la atención de sus compañeros. «Traté con las hazañas de guerra de mi abuelo», dijo Laverde. «Luego me di cuenta de que nadie quiere escuchar historias heroicas, y en cambio a todo el mundo le gusta que le cuenten la desgracia ajena.» Y eso lo recordaría, las caras de sus compañeros cuando él les hablaba del accidente de Santa Ana y luego les enseñaba fotos de su padre y su cara quemada para que vieran que no mentía.
«Hoy estoy seguro», dijo Laverde. «Si hoy en día quiero ser piloto, si nada más me interesa en el mundo, es por culpa de Santa Ana. Si alguna vez llego a matarme en un avión, será por culpa de Santa Ana.»
Esa historia tenía la culpa, decía Laverde. Esa historia tenía la culpa de que hubiera aceptado las primeras invitaciones de su abuelo. Esa historia tenía la culpa de que hubiera comenzado a ir a las pistas del Aeroclub de Guaymaral para volar con el veterano heroico y sentirse vivo, más vivo que nunca. Se paseaba entre los Sabré canadienses y conseguía que le dejaran sentarse en las cabinas (su apellido las abría todas), y luego conseguía (de nuevo el apellido) que los mejores profesores de aviación del Aeroclub le dedicaran más horas de las que había pagado: la historia de Santa Ana tenía la culpa de todo eso. Nunca sentiría como sintió en esos días lo que es ser un delfín, lo que es tener un poco de poder heredado.
«Lo he aprovechado, Elena, se lo juro», decía. «He aprendido bien, he sido buen alumno.»
Su abuelo siempre le dijo que tenía buena madera. Sus profesores eran otros veteranos: de la guerra con el Perú, sobre todo, pero alguno había que voló en Corea y fue condecorado por los gringos, o por lo menos eso se decía. Y todos opinaban que este muchachito era bueno, que tenía un instinto raro y unas manos de oro y, lo más importante, que los aviones lo respetaban. Y los aviones nunca se equivocan.
«Y así hasta hoy», dijo Laverde. «Mi papá se quiere morir, pero yo ya soy dueño de mi propia vida; con cien horas de vuelo uno es dueño de su propia vida. Él se pasa los días adivinando el futuro, pero es el futuro de otros, Elena, mi padre no sabe lo que hay en el mío, ni sus fórmulas ni sus estadísticas se lo pueden decir. Yo he perdido mucho tiempo tratando de averiguarlo, y sólo ahora, en los últimos días, he llegado a entender la relación que hay entre mi vida y la cara de papá, entre el accidente de Santa Ana y esta persona que usted ve aquí, que va a hacer grandes cosas en la vida, un nieto de héroe. Yo voy a salir de esta vida mediocre, Elena Fritts. Yo no tengo miedo, yo voy a recuperar el apellido Laverde para la aviación. Yo voy a ser mejor que el capitán Abadía y mi familia se va a sentir orgullosa de mí. Yo voy a salir de esta vida mediocre, me voy a ir de esta casa donde uno sufre cada vez que otra familia nos invita a comer porque nos va a tocar invitarlos después. Yo voy a dejar de contar centavos como hace mi mamá todas las mañanas. Yo no voy a tener que ponerle una cama a un gringo para que mi familia tenga con qué comer, perdone si la ofendo, no es para ofenderla. Qué quiere, Elena Fritts, yo soy un nieto de héroe, yo estoy para otras cosas. Grandes cosas, así es, lo digo y lo sostengo. Le pese a quien le pese.»
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